—Puedes comprármelo a un precio bajo ahora, Hudson, o bien serán míos hasta que cumplan veinticinco años. Después, les daré la libertad a ellos y a su madre.
Puesto que los niños recibían comida y ropa y el patrono se encargaba de que Salomon aprendiera a leer, escribir y contar, el trato no era malo.
«No es que sea una gran bicoca ser un negro libre en Nueva York —le recordaba Hudson a Ruth—. En todo caso, no lo es hoy en día».
En la ciudad todavía había negros libertos, pero los últimos cincuenta años habían sido duros para ellos. De los viejos tiempos de la dominación holandesa en que los granjeros blancos y sus esclavos negros podían trabajar codo con codo en los campos no quedaba ni siquiera el recuerdo. A medida que crecía el poderoso comercio del azúcar, aumentaba el número de esclavos vendidos en los mercados. Desde la época en que el abuelo de Hudson era un niño, las Indias Occidentales habían absorbido casi un millón de esclavos, y la totalidad del tráfico de personas se hallaba ahora en manos de los británicos. Con aquella vasta disponibilidad, el precio unitario de un esclavo había bajado mucho. La mayoría de los comerciantes y artesanos de la ciudad podían permitirse ir a Wall Street, al mercado situado junto al río, para comprar uno o dos esclavos para uso doméstico. Los granjeros acudían desde el condado de Kings con el transbordador de Brooklyn para comprar mano de obra para sus campos. El porcentaje de esclavos en relación con el total de la población era más elevado en la región de Nueva York que en cualquier otra zona situada al norte de Virginia.
Si todas aquellas personas negras eran bienes muebles, debía de ser —y en eso coincidía prácticamente todo el mundo por aquel entonces— porque Dios los había creado inferiores. Y si así era, entonces lo más razonable era que no fueran libres. La gente no había olvidado, además, los disturbios provocados por los negros, como los incendios de 1741. Los negros eran peligrosos.
Tal como estaban las cosas, a Hudson no le importaba que la gente pensara que era el esclavo de John Master.
—Al menos así nadie me busca complicaciones —argüía.
Lo único que podía hacer era considerarse afortunado y esperar que un día los tiempos cambiaran.
Él había dirigido sin contratiempos los asuntos de la casa para el anciano Dirk Master mientras John y Mercy se encontraban en Inglaterra. Hudson y el padre de John siempre se habían llevado bien, y en la carta que el primero envió a Londres colmó de alabanzas a Hudson. Pero si éste hubiera enviado un informe sobre Dirk Master no habría sido tan elogioso, sin embargo. El problema era la joven señorita Susan.
Susan no sólo se había convertido en una hermosa muchacha; también era una persona sensata y práctica, que sabía lo que quería.
—Al menos por ella no me tengo que preocupar —comentaba su abuelo a Hudson.
Hudson, en cambio, no estaba tan seguro. Cuando el joven señor Meadows comenzó a cortejarla, resultó evidente que a Susan le interesaba como partido. Era un joven apuesto, de expresión firme, poseedor de un espléndido caballo y heredero de una de las mejores granjas del ducado de Dutchess. En resumen, pese a que ella era aún muy joven, tenía al alcance justo lo que quería.
Todo estaba bien siempre y cuando las cosas no fueran demasiado lejos antes de que se casaran. Y ahí estaba el peligro. En más de una ocasión, los dos jóvenes se habían quedado solos en la casa durante demasiado tiempo.
—Dile que tenga cuidado —le pidió Hudson a su esposa.
Él mismo había reunido el valor para advertir cortésmente al viejo Dirk que los jóvenes pasaban mucho tiempo juntos sin que nadie los vigilara.
—Si ella se encontrara en un aprieto y el joven señor Meadows cambiara de intenciones… —se lamentaba ante Ruth.
—Seguro que los Master lo obligarían a casarse con ella —lo tranquilizaba Ruth.
—Puede que sí —reconocía—, pero no quedaría nada bien.
De nuevo trató de poner en guardia al abuelo.
El viejo Dirk Master no quiso preocuparse, no obstante. Estaba disfrutando de su estancia en Nueva York con una muy liviana carga en lo concerniente a los negocios y no parecía dispuesto a permitir que nada perturbara su paz de espíritu. En realidad, la alegre expresión y el sensato carácter de Susan parecían indicar que la aprensión de Hudson era infundada. En cualquier caso, cuando su hijo Salomon llegó corriendo a la casa una mañana de verano, para decirle que los Master habían regresado y que debía ir de inmediato al puerto, Hudson sintió un enorme alivio.
A este sentimiento lo sucedió, casi al instante, el pánico, porque cuando llegó al muelle con la carreta encontró a Mercy casi a punto de dar a luz. Entre el patrono y él la subieron a la carreta mientras Salomon se iba corriendo en busca del médico y de la comadrona. Una vez en la casa, la subieron hasta su dormitorio, sin saber si el parto se produciría en las propias escaleras.
¡Qué día más ajetreado fue aquél! ¡Pero qué bendición trajo! Dos horas después nació la pequeña Abigail.
Hudson quería a Abigail. Todo el mundo la quería. Tenía unos preciosos rizos castaños y ojos de color avellana. Era algo regordeta. Cuando tenía meses apenas lloraba, y a pesar de su corta edad parecía sentir afecto por cuantos la rodeaban.
—Es la niña más dulce que he conocido —comentaba Hudson a Ruth. Era todo sonrisas y jugaba con ella siempre que podía como si fuera su propia hija.
La presencia de Abigail había compensado asimismo a Mercy por la marcha de sus otros hijos. Ese mismo año, Susan se había casado. Al verano siguiente, James había recibido autorización para volver a Inglaterra a fin de que se preparara para su ingreso en Oxford.
—Pero Abigail está aquí para mantenernos jóvenes a todos —comentaba Master a Hudson con una sonrisa.
Ese día, Hudson la mantuvo entretenida casi una hora en la cocina, hasta que su padre acabó el trabajo.
Mirando las dos cartas que tenía delante, John Master lanzó un suspiro. Aunque sabía que había obrado bien dejando regresar a James a Inglaterra, le echaba de menos y deseaba verlo de vuelta.
La primera misiva era del capitán Rivers, con quien había mantenido contacto desde que se conocieron en Inglaterra. Tal como había prometido, Rivers había visitado Nueva York, donde había pasado una agradable semana. Después había ido a Carolina y se había casado con la viuda rica. Ya tenían dos hijos. Al capitán le había ido muy bien con su plantación, y Master sabía que disponía de un buen crédito con Albion. Según le contaba Rivers, muchos de sus vecinos se quejaban, sin embargo, de sus acreedores ingleses. Habían vivido a lo grande durante años, comprando toda clase de artículos a crédito que los comerciantes londinenses les concedían de buena gana. «Ahora que la situación ha empeorado —le escribía—, no pueden pagar».
Rivers, que al menos tenía la sensatez de vivir de acuerdo con sus posibilidades, también le describió el viaje que realizó a Virginia. Se había alojado en casa de George Washington, ex oficial del Ejército británico, que poseía una extensa propiedad allí. También Washington tenía motivos de queja con respecto a la madre patria. «Le contrarían las restricciones comerciales del gobierno, sobre todo las aplicadas al comercio del hierro, de donde proviene la cuantiosa fortuna de su esposa», escribía Rivers. Su descontento era mayor en lo relativo a la frontera del oeste. Tras sus años de servicio en el Ejército, Washington había recibido como recompensa unas tierras situadas en territorio indio. Ahora, deseoso de mantener la paz con los nativos, el ministerio de Londres le había comunicado que no podía reclamar las tierras y echar de ellas a los indios. «He conocido a muchos virginianos que se hallan en la misma situación —explicaba Rivers—. Esperaban hacer fortuna con esas concesiones de tierra y ahora están furiosos… aunque Washington les aconseja paciencia».
Desde un punto de vista global, Master consideraba que la postura británica era acertada. En el este había aún mucha tierra disponible. Cada año, de la madre patria llegaban miles de familias inglesas, escocesas e irlandesas en busca de tierra barata, y la encontraban. Washington y sus amigos tendrían que ser pacientes, en efecto.
La otra carta sí le produjo inquietud, en cambio. Era de Albion.
Comenzaba con tono animado, contando que James estaba contento en Oxford, que estaba muy alto y apuesto y que el joven Grey Albion lo miraba como a un héroe. En Londres, un individuo llamado Wilkes había escrito artículos en contra del gobierno y lo habían encarcelado por ello. La detención había provocado una indignación generalizada en la ciudad, hasta el punto de que ahora Wilkes era un héroe nacional. Recordando el juicio de Zenger que había tenido lugar en su juventud, Master se alegró de que los buenos ingleses defendieran la libertad de expresión.
A continuación Albion pasó a exponer el tema principal de su carta.
La situación financiera británica era desastrosa. Los años sucesivos de guerra habían procurado un gran imperio, pero también una deuda monstruosa. El crédito era muy restringido. El gobierno procuraba aplicar impuestos donde podía, pero los ingleses eran ya el país de Europa que más impuestos pagaba. La reciente tentativa de imponer una tasa sobre la sidra en la zona occidental del país había causado disturbios. Además, después de vivir con la promesa de un descenso de los elevados impuestos que gravaban la tierra durante el periodo de guerra, los miembros del Parlamento exigían pagar menos y no más.
A Inglaterra le salía muy cara América. La revuelta de Pontiac había demostrado que las colonias todavía exigían el costoso mantenimiento de guarniciones destinadas a la defensa. La cuestión era quién las iba a pagar.
«No es de extrañar pues —proseguía Albion— que el ministerio reclame a las colonias americanas, que hasta ahora no han pagado casi nada, que contribuyan a costear su propia defensa. El nuevo impuesto sobre el azúcar aplicado el año pasado sólo cubre una octava parte de lo que se precisa».
Master sacudió la cabeza. La Ley del Azúcar del año anterior había sido una mezcolanza mal redactada de irritantes reglamentos que había enfurecido a los neoyorquinos. No obstante, era una tradición que el gobierno gravara con tasas el comercio, de modo que sus previsiones eran que las quejas cesarían pronto.
«Por eso se ha propuesto —continuaba Albion— que el impuesto sobre los sellos, que como sabéis aquí pagamos todos, se amplíe también a las colonias».
Una ley de Papel Sellado no sería una tasa sobre el comercio, sino un impuesto. Se trataba de algo bastante simple: todo documento legal, todo contrato comercial y todo papel impreso en Inglaterra exigían el pago de una cantidad al gobierno. No eran grandes sumas, pero de todas maneras era un impuesto.
Si había un principio que todo inglés comprendía era que el Rey no podía imponer impuestos al pueblo sin su consentimiento. Y el caso era que nadie había consultado a las colonias.
—Tampoco ha sido muy inteligente por parte de los ministros del Rey —señaló John a su esposa— elegir un tipo de impuesto que parecería calculado para suscitar la irritación de los comerciantes, abogados e impresores que dirigen este lugar.
Cuando los primeros rumores de aquella propuesta llegaron a América, se enviaron a Londres cientos de quejas y peticiones. En Nueva York, el alcalde Cruger anunció que el consejo municipal no podía permitirse proveer la cantidad habitual de leña para los cuarteles de las tropas inglesas.
—Que se congelen —le había dicho con regocijo a Master—. Eso les dará que pensar.
Los colonos moderados como John Master convenían en que había que recaudar dinero de algún modo. «Pero hay que dejar que sean nuestros propios representantes, las asambleas de cada colonia, quienes decidan de qué manera», opinaban. Benjamin Franklin creía que las colonias debían reunirse en un congreso para encontrar una solución común. En Londres, el gobierno anunció entonces que tardarían un año en tomar una resolución sobre el asunto, con lo cual Master dedujo que allí se acabarían las cosas. La carta de Albion indicaba, no obstante, lo contrario:
«Me suscita inquietud que en vuestra última carta me hablarais de las consultas que tienen lugar entre las colonias y el ministerio. Lo cierto es que el Rey ha puesto el asunto en manos del primer ministro, Grenville, y pese a que es un hombre honesto y concienzudo, es de carácter impaciente y más bien obstinado. Por ello quisiera advertiros que sé de buena tinta que Grenville no tiene intención de esperar a que las colonias propongan algo. La Ley del Papel Sellado estará aprobada por Pascua».
«Eso sería lo mismo que poner el lobo en el redil», pensó sombríamente John Master. No obstante, tras releer la carta y ponderar sus repercusiones, resolvió que no podía hacer otra cosa más que llevar a pasear a su hija, tal como le había prometido. Así, seguiría meditando sobre la cuestión mientras caminaba.
Después de encontrarla en la cocina con Hudson, le indicó que se pusiera el abrigo. Entonces ella le pidió con gran dulzura si Hudson podía acompañarlos.
—Por supuesto, Abby —respondió—. Le sentará bien hacer ejercicio.
Hudson se alegró de poder salir. Pese a que hacía un viento húmedo, el sol resplandecía cuando llegaron a Broadway. Él había supuesto que irían al Bowling Green para que jugara Abigail, pero ese día la niña dijo que quería caminar. Hudson se mantenía un poco rezagado. Le agradaba observar al alto y apuesto señor que llevaba de la mano a la pequeña y a la gente que sonreía al saludarlos. Abigail vestía una capita gris y un sombrero puntiagudo que le habían regalado, a la antigua usanza holandesa, del que estaba muy orgullosa. Master llevaba una chaqueta marrón de punto, de buen corte pero sencilla.
John Master se vestía con austeridad en los últimos tiempos, y Hudson sabía que lo hacía a propósito. Unos meses atrás les habían llegado noticias de la existencia de un nuevo grupo de petimetres londinenses que se llamaban a sí mismos
macaroni
. Habían tomado la costumbre de exhibirse por la zona del West End, y sus extravagantes sombreros de plumas y enjoyados sables habían causado escándalo.
—Puesto que todas las modas de Londres llegan a Nueva York con el siguiente barco, más vale que obremos con cuidado —avisó John a sus amigos. Dada la situación de apuro de la mayoría de neoyorquinos, aquella ridícula ostentación sólo podía interpretarse como una ofensa—. No permitáis que nadie de vuestra familia se vista como un
macaroni
—los urgió—. No es el momento apropiado.