Nueva York (121 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

BOOK: Nueva York
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William se quedó mirándola. Aquel verano ni siquiera había visto la condenada casa de Newport. Rose había estado allí, pero le había dicho que con todos los obreros no se podía ir. Apenas sabía qué estaba haciendo allí, aunque ella le aseguraba que quedaría espectacular una vez terminada. Mientras tanto, hablaba de sus planes con sus amigas.

Curiosamente, las actividades de Rose habían sido bastante beneficiosas para la agencia de Bolsa.

—Si Master gasta todo ese dinero en su casa de Newport, es que su empresa debe ir bien —deducía la gente.

En un momento en que tantos otros se venían abajo, aquello había incrementado su prestigio en la calle.

De todas maneras, lo de desembolsar otros cien mil…

—¡Jesús, mamá! —exclamó Charlie—. ¿De veras es necesario?

Su madre no le hizo el menor caso.

—¿Para qué son, Rose? —inquirió con calma William.

—Para el mármol, cariño. De Italia. El vestíbulo estará todo revestido de mármol. Nancy de Rivers tiene un vestíbulo de mármol —añadió con un deje de reproche.

—Ah —dijo William.

—Estás obsesionada —le reprochó Charlie.

—¿Podrás terminar la casa si te doy otros cien mil? —preguntó William.

—Sí —respondió Rose.

—De acuerdo entonces —aceptó.

Tendría que sacar el dinero de algún sitio.

El viernes 19 de septiembre, la gran armazón de acero del Empire State Building estaba terminada, casi dos semanas antes de lo previsto. Los albañiles habían mantenido el ritmo y sólo les quedaban diez pisos por rellenar. Desde el inicio de la construcción habían completado ochenta y cinco pisos, lo que suponía un pasmoso logro.

El capataz estaba de buen humor cuando Salvatore se presentó con su petición. ¿Podría pasar su hermano Angelo el día con él?

—Es un artista —explicó Salvatore—. Quiere sacarnos en dibujos, trabajando en el edificio.

El capataz se quedó pensando. La obra no era de acceso limitado. Había niños que subían continuamente a vender agua a los trabajadores. Los fotógrafos habían sacado fotos de los obreros encaramados a las vigas de acero proyectadas en el cielo. A los promotores les gustaba ese tipo de cosas.

—¿Y no correrá peligro? —planteó.

—Él fue albañil —le aseguró Salvatore—, y no hará ninguna tontería. En realidad, hace unos minutos le ha hecho un dibujo a usted —añadió, sonriendo, antes de darle un pequeño bosquejo realizado por Angelo.

—Vaya, que me aspen, ése soy yo, sí señor —afirmó, encantado, el capataz.

Luego le indicó con un gesto que podían pasar.

Mientras subían por el ascensor de servicio, Salvatore observó a su hermano. Éste llevaba traje y un pequeño sombrero de fieltro. Se lo veía tan guapo y satisfecho como el día de su boda. El único cambio era que tenía la cara algo más llena y despedía una aureola de modesto éxito. Evidentemente, había suficiente trabajo de pintura para mantenerlo ocupado. Aparte, había diseñado los logotipos y la decoración de pintura de varios negocios de Long Island. No cabía duda, Angelo había encontrado su camino.

Los nuevos ascensores Otis que pronto transportarían a jefes y oficinistas estaban fabricados para desplazarse a una velocidad casi dos veces superior a la de los ascensores del momento, pero hasta los montacargas de servicio se movían con una inusual rapidez. Salvatore, que estaba muy orgulloso del edificio, iba pregonando sus maravillosas particularidades a medida que subían.

—Cualquier día de éstos empezarán a construir la torre de arriba —anunció.

El último piso del Empire State Building superaba en sesenta centímetros la altura de la punta del edificio Chrysler, pero en tanto que Chrysler había derrotado a sus adversarios con aquella osada pero inútil cúspide, el Empire State iría coronado con una gran torreta que contendría plataformas de observación, en lo alto de las cuales podrían atracar dirigibles para desembarcar pasajeros.

—Todo estará listo para ser inaugurado por Pascua del año próximo —anunció Salvatore.

Salieron en la planta setenta y dos, y Salvatore se dirigió a la pared exterior, donde trabajaba.

La construcción del Empire State Building se había desarrollado con rapidez porque su diseño era muy simple. Primero se colocaba la armazón de enormes vigas de acero que soportaban la totalidad del peso del edificio. Algunas de las columnas de acero verticales aguantarían un peso de cinco millones de kilos, aunque podrían haber resistido mucho más. El edificio era una obra de ingeniería. Entre las vigas había paredes cuya única función estructural era protegerlo contra las inclemencias del tiempo.

Era en las paredes precisamente donde se habían lucido los arquitectos. Los bordes exteriores de las vigas verticales tenían un acabado en cromo y níquel que les conferían una suave tonalidad gris. Aparte de ello, la totalidad de la fachada del imponente rascacielos contenía sólo tres elementos principales: en primer lugar, los pares de marcos metálicos rectangulares de las ventanas; en segundo, por encima y por debajo de las ventanas, un único panel de aluminio llamado faja; y en tercer lugar, entre cada par de ventanas, unas anchas losas de pálida piedra caliza. De este modo, la fachada ascendía con una gran pureza de líneas en piedra y metal. Sólo en el remate de cada una de las altísimas columnas de losas o de ventanas había una elegante escultura de estilo art déco para entretener la vista. Los obreros que trabajaban en la fachada llegaban detrás de los remachadores de vigas y colocaban los marcos, las fajas y los bloques de piedra caliza.

Después les tocaba el turno a los albañiles.

—Nosotros trabajamos desde dentro —explicó Salvatore—. Dos hiladas de ladrillos de veinte centímetros de grosor. —Los ladrillos iban detrás de la piedra y las fajas aportando soporte y aislamiento, y tenían además otra importante función—. El ladrillo protege las vigas —observó Salvatore. Sometidos a elevadísimas temperaturas en los hornos donde los fabricaban, eran resistentes al fuego. Teniendo en cuenta que en esas condiciones hasta las vigas de acero son vulnerables, el ladrillo formaría una capa protectora en torno a ellas—. Este edificio es resistente como una fortaleza, y además sería casi imposible quemarlo.

Mientras Salvatore se iba a trabajar con su cuadrilla, Angelo se sentó en una pila de ladrillos y comenzó a dibujar en su bloc. Allá arriba, el ensordecedor ruido que hacían los remachadores habría vuelto casi imposible cualquier conversación. Algunos días, el estrépito se mantenía desde las siete de la mañana hasta las nueve de la noche, propagándose hasta las honduras de la calle. Los residentes de la zona no tenían más remedio que soportarlo.

En lugar de ponerse a dibujar a los albañiles, Angelo centró la atención en un montón de fajas de aluminio colocado cerca del ascensor. Shreve, Lamb & Harmon, los arquitectos del edificio, se habían formado principalmente en Cornell y en Columbia, aunque Lamb también había estado en la Escuela de Bellas Artes de París. Todos habían surgido, no obstante, de la escuela de Carrère & Hastings de Nueva York, y eran fervientes seguidores del estilo art déco francés.

Las fajas eran un perfecto ejemplo de ese tipo de elegancia. Repetido cientos de veces en la fachada del edificio, cada panel reproducía el mismo motivo elemental: unos estilizados relámpagos a la izquierda y a la derecha que dejaban un espacio liso en el centro. Como electrizados senderos de hielo plasmados en metal se elevaban, verticalmente, hasta tocar el cielo azul.

Angelo se quedó observando con gran atención el motivo y luego comenzó a dibujar.

Mientras su hermano dibujaba, Salvatore advirtió que, por un instante, mientras miraba, su rostro adoptó la misma expresión soñadora que tan a menudo tenía de niño, pero cuando se concentró en su labor, en sus ojos había una tenaz intensidad que casi producía miedo.

El tío Luigi tenía razón: Angelo era un artista. Pertenecía a la misma clase de personas que los hombres que habían proyectado aquel edificio, distinta de la de los albañiles.

Así continuaron, Angelo trazando bosquejos de un sinfín de cosas que le llamaban la atención y Salvatore poniendo ladrillos con sus compañeros, hasta que sonó el silbato que indicaba la pausa para la comida.

Salvatore había llevado comida suficiente para los dos. Después de darle pan a su hermano, cortó el salami. Una vez terminaron de comer, Angelo dijo que lo que de veras le gustaría sería subir a lo alto del edificio y ver la vista que se abarcaba desde allí.

Los remachadores habían parado por el momento. Una extraña e inusitada paz impregnaba la enorme terraza de vigas descubiertas, donde sólo se oía el leve susurro del viento que, de vez en cuando, adquiría el volumen de un quejido al pasar entre los brazos de las estrechas grúas.

Arriba, el cielo estaba cubierto por un velo de nubes gris plata a través del cual, como una voz surgida de lo lejos, el sol enviaba un amago de luz. Al frente, más allá del racimo de pináculos de la punta de Manhattan, las aguas de la extensa bahía de Nueva York despedían un apagado brillo.

Mientras miraba en derredor, Salvatore reparó en algo más: a la altura de las cimas de los rascacielos, unas nubes más pequeñas se movían en direcciones contrarias. A la derecha, al otro lado del Hudson, parecían dudar si quedarse sobre Nueva Jersey antes de tomar rumbo norte; a la izquierda, las que flotaban por encima de Queens se alejaban corriendo hacia el sur. ¿Estaría cambiando la brisa? ¿O acaso el viento había decidido volar en círculo encima de la ciudad, tomando el gran rascacielos como centro sobre el cual girar?

Una repentina racha de viento le golpeó la mejilla, recordándole que allá arriba, en lo alto de aquellos edificios, uno nunca podía prever los súbitos flujos y virajes del aire.

Angelo, mientras tanto, había ido al borde sur de la plataforma, el del lado de la calle Treinta y Cuatro. Salvatore sabía que por allí había una caída vertical de nueve pisos hasta el andamio de los canteros, debajo del cual quedaban setenta y cinco pisos sin interrupción alguna hasta la calle. Un par de indios mohawk permanecían tranquilamente sentados en una viga que formaba un parapeto transitorio. Si bien dedicaron una breve ojeada a Angelo, luego no le concedieron mayor atención. Sentándose a cierta distancia a su derecha, Angelo sacó el bloc. Estaba inclinado sobre el borde, mirando; algo debía de haberle llamado la atención. Quizá fuera el andamio. Al cabo de un momento se puso a dibujar. Salvatore se trasladó hasta una de las vigas verticales, situada unos metros más allá, y se apoyó en ella, a resguardo de la brisa.

La vista era, desde luego, magnífica. Era como si, desde aquel lugar tan elevado, todas las riquezas del mundo se presentaran a sus pies: la palpitante ciudad, las distantes afueras, la ajetreada Wall Street, la imponente bahía y el vasto océano que se prolongaba más allá. Si algún lugar de la Tierra podía reclamar para sí aquel título, el Empire State Building era, sin duda, el centro del mundo aquel día. O más bien, el pináculo del templo del Hombre. Y él, Salvatore Caruso, estaba allí como un testigo, y su hermano estaba dejando constancia de aquello en un dibujo que —¿quién sabía?— tal vez perduraría para que lo contemplaran las generaciones posteriores. Vio que el papel del bloc de su hermano revoloteaba.

Angelo parecía haberse olvidado de él, pero desde el sitio donde estaba descansando, Salvatore podía escrutar la cara de su hermano, con su agudeza observadora, intensa y delicada.

En ese momento, de improviso, lo asaltó por sorpresa el terrible dolor, el sentimiento de traición y celos que había experimentado cuando se enteró de lo de su hermano y Teresa. Con la potencia de una ola surgida de ninguna parte, se abatió sobre él, poseyéndolo, inundándolo de horror y de rabia. ¿Por qué se había casado Angelo con la mujer que él amaba? ¿Por qué le había dado a Angelo la mitad de su dinero? ¿Por qué lo había aceptado Angelo? ¿Por qué tenía que ser Angelo el que tenía talento, belleza y delicadeza? ¿Por qué era su hermano menor algo que él mismo no era, ni podría ser nunca?

Durante todos aquellos años lo había protegido. Había hecho lo que creía que era correcto y lo que Anna habría querido. Se lo había dado todo a Angelo. ¿Y cuál había sido su recompensa? Verse superado, quedarse plantado como un curioso, un tonto.

Poseído por aquella especie de revelación, perdido el dominio de sí, Salvatore miró a su hermano con odio. De haber estado solo en el desierto, lo habría matado de un golpe.

Durante un largo minuto, mientras susurraba el viento, estuvo observando a Angelo con ansia asesina.

Intuyó el peligro justo antes de que llegara.

El viento no se precipita contra un rascacielos. Se enrosca en torno a él como una serpiente. Sube y baja; se asoma de repente por los huecos y se cuela hasta el otro lado. Aprieta y se retuerce, peligroso e imprevisible. Justo antes de sentirlo, tal vez se alcanza a oír el súbito golpe de una violenta ráfaga que se precipita por una abertura del suelo, directo hacia uno.

En las altas vigas del Empire State, una ráfaga era capaz de hacer perder pie a una persona.

Cuando llegó la racha, Salvatore se agarró de forma automática al borde de la viga. Su hermano, en cambio, hacía tiempo que no trabajaba en un edificio de aquéllos y, aparte, estaba distraído.

La ráfaga alcanzó a Angelo. Abofeteó el bloc y se lo arrancó de las manos, alejándolo unos diez metros del edificio, donde otros vientos lo zarandearon como una cometa. Instintivamente, Angelo tendió las manos hacia su dibujo. Se inclinaba hacia el vacío, aferrando puro aire. Basculaba sobre los pies.

Estaba perdiendo el equilibrio.

Salvatore lo percibió antes incluso de que Angelo tomara conciencia de lo que ocurría, y se abalanzó hacia él. Advirtió que los dos mohawk situados a la izquierda de Angelo se movían también, pero su atención se concentraba en su objetivo: agarrar al menos la chaqueta de su hermano.

Angelo iba a precipitarse por el borde. No tuvo tiempo de recuperarse. Su delgado cuerpo se volvió, buscando con las manos algún asidero. Pero era demasiado tarde.

Entonces, de repente, justo cuando Salvatore precipitaba los brazos hacia delante, justo cuando podría haberlo tocado, el cuerpo de Angelo se movió bruscamente hacia la izquierda.

Los mohawk lo habían cogido. Lo arrastraban hacia ellos y lo tenían bien sujeto, gracias a Dios.

Si Salvatore no se hubiera girado para mirar a los mohawk podría haber mantenido el equilibrio. Pero al caer sobre el borde, resbaló, tropezó con la viga y se precipitó de cabeza al vacío.

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