—No creo que yo hubiera podido hacerlo, pero Gretchen sí. Ella era mi amiga. —Mary le sonrió con afecto—. Me temo que te contó una espantosa sarta de mentiras.
Hetty permaneció pensativa.
—Pues me alegro de que lo hiciera —sentenció por fin.
Edmund Keller pasó una agradable tarde con su padre. Hasta la mañana siguiente no se enteró de lo ocurrido en la reunión del Carnegie Hall.
Había sido una noche extraordinaria. Los radicales habían presentado un espléndido orador, el socialista Morris Hillquit. Con ampulosa elocuencia, dijo a la nutrida concurrencia que los propietarios de las fábricas y los magistrados que habían impuesto las multas no eran más que el brazo armado de la opresión.
—¡Hermanas —clamó—, vuestra causa es justa, y obtendréis la victoria!
Y allí no se acababa todo, les aseguró. La huelga de las obreras de la confección era el comienzo de algo maravilloso. A través del sindicato, podían abanderar la causa socialista de una lucha que pronto transformaría no sólo las fábricas del Lower East Side, sino la ciudad entera e incluso la totalidad del país. Fue un discurso emocionante, que recibió una clamorosa ovación.
Después habló un abogado moderado que aconsejó mesura y una batalla legal. Su alocución resultó tan aburrida que pronto el público se impacientó. Y cuando Leonora O’Reilly, del Sindicato de Mujeres, tomó la palabra y desautorizó al letrado diciendo que las mujeres habían hecho más por el sindicato con su huelga que todos los sermones pronunciados durante los últimos diez años, también recibió una salva de aplausos. Todas tenían, pues, la moral bien alta.
No todo el mundo estaba contento, sin embargo. A la gente de Tammany Hall le gustaba el poder político, no la revolución. Los líderes conservadores de los grandes sindicatos norteamericanos, como Sam Gompers, tampoco creían que fuera una buena estrategia preconizar la revolución. A partir de esa velada comenzó a flaquear el apoyo al movimiento sindicalista, y con ello también empezó a esfumarse el dinero.
¿Acaso había causado impresión la intervención de Rose en la comida organizada por Hetty? ¿Quién sabía? Lo cierto era que cuando Anne Morgan asistió a la reunión del Carnegie Hall no le gustó lo que oyó. Al día siguiente informó a todo el mundo que apoyaría la lucha por los derechos de las obreras, pero no el socialismo, que no iba a dar dinero para emprender una revolución. Otras ricas donantes siguieron su ejemplo.
La huelga no perdió fuelle hasta comienzos de febrero. Las mujeres consiguieron una reducción de horas de trabajo, hasta cincuenta y dos horas semanales tan sólo, e incluso se les permitió afiliarse a un sindicato. La Triangle y las otras fábricas podían emplear, de todas formas, a quien quisieran, tanto si estaban afiliadas como si no.
Edmund Keller supuso que Rose debía de estar satisfecha con el desenlace. Le había desconcertado que ella pensara que era un socialista, pero como no lo era, no prestó más importancia a la acusación, pensando que había sido producto de la ofuscación del momento.
No entendía que debido a que ella lo consideraba un socialista y también a que creía que había intentado ridiculizarla en público, Rose Master era ahora su enemiga.
El año 1910 fue una época feliz para Salvatore. Para entonces tenía ya catorce años y sentía que se estaba convirtiendo en un hombre. Ése fue también el año en que él y Anna decidieron que iban a hacer que el pequeño Angelo fuera más fuerte. El método de Anna era darle más comida. De regreso de la fábrica, pasaban todos los días por el restaurante donde trabajaba el tío Luigi y el dueño les daba una bolsa de sobras.
—Para el alfeñique —decía.
El método de Salvatore era más contundente. Confeccionó unas pesas con las que obligaba a ejercitarse delante de él a su hermano de nueve años.
—Voy a hacer que desarrolle la musculatura —explicaba a todo el mundo.
En verano comenzó a llevarlo al East River donde, pese a que era ilegal, solían bañarse los muchachos de la zona. Cuando Anna se enteró se puso furiosa.
—¡El agua está asquerosa! ¡Se va a poner enfermo! —gritó.
Lo cierto fue que, con los meses, pareció que Angelo estaba un poco más robusto. De todas maneras, siguió con su misma tendencia soñadora.
En cuanto a Anna, con sus dieciocho años, era toda una mujer, aunque seguía casi tan delgada como cuando era niña. Los hombres se volvían para admirarla en la calle. No tenía novio, sin embargo, y decía que no le interesaba. Salvatore tenía clara una cosa al respecto:
—Si algún chico viene a preguntar por ti, no sólo tendrá que obtener el visto bueno de padre, sino también el mío —afirmaba, convencido de que su hermana se merecía lo mejor.
—¿Y si no te gusta? —bromeaba ella.
—Lo tiraré al East River —contestaba, y lo decía en serio.
El cumpleaños de Anna era a comienzos de diciembre, y el cinco, el tío Luigi llevó a toda la familia al teatro. Fueron al American Music Hall, de la calle Cuarenta y Dos, a ver una obra titulada
The Wow Wows
representada por una compañía inglesa llegada de Londres. El protagonista era un talentoso joven actor británico llamado Charles Chaplin. Pasaron un rato muy agradable. A la semana siguiente, Anna les anunció que le habían aumentado el sueldo. Ya ganaba doce dólares por semana y a partir de entonces recibiría más. El año terminó bien pues.
Sólo hubo un problema.
Una luminosa mañana de octubre Paolo le dijo de improviso a Salvatore que continuara solo porque él tenía otros asuntos de que ocuparse.
—Nos veremos en la esquina de Broadway con la Fulton a las cuatro —dijo, antes de desaparecer sin dejar margen a ninguna pregunta.
Esa tarde, le indicó a Salvatore que no debía hablar de su ausencia.
—Hay un hombre para el que hago algún trabajo —explicó—. Eso es todo.
Sacó un dinero, más o menos la cantidad que Salvatore habría ganado limpiando zapatos, pero éste tuvo la impresión de que tenía más en el bolsillo.
Un día de la semana siguiente, ocurrió lo mismo. Aquello pronto se convirtió en una costumbre. Por Navidad, Paolo entregó regalos a todos los miembros de la familia, aduciendo que llevaba tiempo ahorrando a escondidas. Todo el mundo quedó encantado. Salvatore recibió un reloj de pulsera y Anna un precioso chal. Concetta parecía preocupada, sin embargo. Justo antes de Año Nuevo interrogó a Salvatore sobre las actividades de su hermano, y Salvatore mintió tal como le había recomendado Paolo, pero se dio cuenta de que su madre no lo creía.
—Seguro que trabaja para algún camorrista —decretó. Con ello aludía a alguna clase de mala persona—. O quizá sea algo peor. Quizá sea la
Mano Nera
.
La Mano Negra no era realmente una organización. Toda banda que quería extorsionar dinero —cosa que normalmente hacían con los italianos más ricos de su propia comunidad— trataba de acentuar el miedo de sus víctimas utilizando el temido símbolo de la Mano Negra.
—No —disintió Salvatore.
—Eso es culpa de la policía —se lamentó su madre—. ¿Por qué no hacen nada?
De los treinta mil policías de la ciudad, muchos de los cuales eran católicos irlandeses, casi ninguno hablaba italiano. El departamento de Policía había establecido una brigada italiana, pero a su responsable lo había matado, en un viaje a Sicilia, un gánster llamado Don Vito, tras lo cual la brigada había perdido alas. Mientras los delincuentes italianos se limitaran a actuar en su propio barrio, la Policía de Nueva York apenas intervenía.
Aquella noche, la madre interpeló a Paolo y lo acusó de ser un delincuente. Él lo negó todo y se enfadó mucho, y al final el padre ordenó que no se hablara más del asunto.
El joven apareció en marzo de 1911. Una noche, Salvatore, Angelo y Anna habían ido a ver al tío Luigi al restaurante donde trabajaba. Los había hecho esperar un momento, durante el cual Salvatore se percató de que un apuesto joven los miraba con interés. Luego se olvidó de él. Al día siguiente, no obstante, se encontró por la calle al tío Luigi, que tenía ganas de hablar.
Aquel joven ya se había fijado en Anna varias veces, por lo visto. Se llamaba Pasquale y era muy respetable, con un buen empleo de dependiente. Quería conocerla, pero era un poco tímido.
—Si tú ya lo conocieras —insinuó el tío Luigi con un guiño—, entonces sería natural que conociera a Anna un día.
—Y si no me gusta, ¿Anna no tendrá que conocerlo? —inquirió con énfasis Salvatore.
—Sí, sí, por supuesto.
Salvatore aceptó y al día siguiente fue al restaurante donde Pasquale tomaba café con un
dolce
. El tío Luigi advirtió con regocijo que a Salvatore le cayó bien el joven. Era serio y se notaba que era un buen trabajador. Aun sin ser rica, su familia tenía más dinero que los Caruso. Al final de la conversación acordaron que el sábado siguiente iría, como de costumbre, al restaurante después de recoger a Anna en el trabajo. Si veía a Pasquale allí, lo presentaría a Anna y el tío Luigi les serviría un
dolce
a todos.
Satisfecho con su nuevo papel, Salvatore aguardaba con cierta impaciencia la llegada del sábado, sopesando qué debía decirle a Anna.
El 25 de marzo de 1911, Anna fue a trabajar como de costumbre. Hacía un bonito día. El sábado era el día laborable más corto en la Triangle Factory. La jornada comenzaba a las nueve de la mañana y terminaba a las cinco menos cuarto de la tarde, con una pausa de cuarenta y cinco minutos para la comida. Cuando llegó, había ya un montón de personas aguardando afuera.
Pese a que era el sabbat judío y que tanto los propietarios como la mayoría de los empleados eran judíos, en la Triangle Factory eran muy pocos los que observaban el sabbat, de modo que aquel día debían de ser unas quinientas personas las que trabajaban allí.
El edificio tenía dos entradas, una por Washington Place y la otra por Green Street. Ella fue por la de Washington Place y subió por las escaleras, ya que el ascensor estaba reservado a los jefes y a las visitas.
La Triangle Factory ocupaba los tres pisos superiores del edificio: el octavo, noveno y décimo. En las escaleras se encontró con Yetta, una muchacha judía que trabajaba en el octavo piso, de modo que fue a esa planta para terminar la conversación que habían iniciado. Además de las hileras de mesas y máquinas de coser, en el octavo piso había las mesas para cortar las telas, bajo las cuales había previstas unas grandes cajas que pronto se llenarían con los retales de algodón inservibles. Al lado de una de las mesas, Yetta enseñó a Anna los pasos de un nuevo baile llamado el «trote del pavo». A ambas les gustaba mucho aquel baile, pero la severa mirada de uno de los encargados puso fin a su diálogo, de modo que Anna se dirigió a la planta novena, donde trabajaba.
La mañana transcurrió sin ningún incidente particular. No hacía mucho, en aquella planta habían puesto unos baños mejores y un bonito piso de madera que reflejaba la luz. A la hora de la comida, Anna salió a pasear por el parque de Washington Square. Pensando en los pasos de baile que le había enseñado su amiga, se preguntó si a Pasquale le gustaría bailar.
No le había costado mucho averiguar lo de Pasquale. En cuanto Salvatore mencionó, como si nada, que quizás encontrarían a un amigo suyo en el restaurante, sospechó que tramaba algo. Sus patéticos intentos de negarlo no hicieron más que confirmarla en sus sospechas. Cuando él admitió la verdad, fingió enfado. Lo que no le confesó a su hermano fue que ya había reparado en aquel joven que la miraba, y que no tenía la menor objeción en conocerlo. En lugar de ello, le dijo que no sabía si iría o no, sólo para fastidiarlo. Recordándolo, sonreía para sí mientras regresaba al edificio al inicio de la tarde.
Las tardes del sábado siempre eran algo ajetreadas. Al final de la semana, los encargados de los envíos recorrían las secciones tratando de cumplir con todos los encargos. Nadie estaba autorizado a salir antes de la última campanada, pero algunas de las chicas que tenían pretendientes esperando afuera se preparaban para salir de manera precipitada. Cuando sonó la campana y se pararon las máquinas, todo el mundo se levantó. Anna, que no tenía prisa, reaccionó más bien con parsimonia. Sacó un espejillo del bolso pensando que mejor sería que estuviera presentable para ir a conocer al hombre misterioso. Se estaba acicalando mientras sus compañeras se encaminaban a la puerta, y aún estaba sentada cuando oyó algo extraño. Alguien gritaba.
Desde la estatua de Garibaldi se disfrutaba de una buena panorámica de Washington Place. En verano, las hojas de los árboles tapaban la visión, pero en ese momento Salvatore veía perfectamente los pisos superiores del edificio y el emblema —un triángulo rodeado por un círculo— colgado de la esquina. Consultó el reloj que Paolo le había regalado por Navidad.
—Es la hora —señaló a Angelo.
—¿El tío Luigi me dará un taza de chocolate?
—Seguro.
Salvatore volvió a mirar el edificio. En cualquier momento comenzarían a salir las primeras chicas. Un joven que pasaba por su lado se detuvo a mirar en la misma dirección.
Justo entonces ocurrió algo curioso. Se oyó una especie de estallido, no muy fuerte, que venía de una de las ventanas del octavo piso. Un instante después, comenzó a salir por la ventana una columnilla de humo y abajo en la calle sonó un tintineo de cristales. Un caballo que permanecía parado allí salió de estampida con el carro al que estaba enganchado. Arriba, la columna de humo se agrandó. Un hombre atravesó corriendo la calle.
El individuo que se había detenido junto a la estatua echó a andar a toda prisa hacia el lugar, dejando a Salvatore y a Angelo. Al cabo de un momento sonaron las sirenas de los bomberos. Después, por la calle, llegó un policía a caballo que se precipitó al interior del edificio. La gente invadía las aceras y por el otro lado del parque apareció un coche de bomberos.
—Quédate aquí —indicó Salvatore a Angelo—. Si viene Anna, esperadme.
Al llegar al edificio, miró primero en la puerta principal y luego en la de Greene Street. No vio a Anna por ninguna parte. Al cabo de un momento, por la entrada de la fachada salió un grupo de muchachas. Una de ellas le informó que habían bajado de la octava planta en el ascensor.
—El fuego ha prendido en las cajas de algodón —le explicó—. Se han consumido tan rápido como si fueran queroseno.
—¿Y las chicas de los otros pisos? —preguntó.
La muchacha no sabía nada.