—¿Cree que me puedo sonar con esto?
Cerró la maleta y la puso en su sitio.
La expresión de Davy continuaba mostrando preocupación.
—La señorita me pidió que viniera a buscarlo —explicó Harry—. Las cosas que hacemos…
La expresión de Davy cambió a una de embarazo.
—Lo siento, señor, pero espero que comprenda…
—Me alegro de que sea tan observador —dijo Harry— Continúe así.
Palmeó el hombro de Davy. Ahora, tendría que devolverle el maldito pañuelo a Margaret, para dar crédito a su historia. Entró en el comedor.
Estaba sentada a una mesa con sus padres y su hermano. Harry le, tendió el pañuelo.
—Se te ha caído esto —dijo.
Margaret se quedó sorprendida.
—¿De veras? ¡Gracias!
—De nada.
Se marchó a toda prisa. ¿Verificaría Davy su historia, preguntando a Margaret si había pedido a Harry que le trajera un pañuelo limpio? No era probable.
Volvió a su compartimento, pasó frente a la cocina, donde Davy estaba amontonando los platos sucios, y subió la escalera. ¿cómo demonios iba a introducirse en la bodega del equipaje? Ni siquiera sabía dónde estaba; no había visto cómo subían las maletas. Pero tenía que existir alguna forma.
El capitán Baker estaba explicando a Clive Membury cómo navegaban sobre aquel océano monótonamente igual.
—Durante la mayor parte de la travesía estamos fuera del alcance de los radiofaros, de modo que las estrellas son nuestra mejor guía…, cuando las podemos ver.
Membury miró a Harry.
—¿Y la cámara? —preguntó con brusquedad. Definitivamente un poli, pensó Harry.
—Me olvidé de ponerle carrete. Qué tonto, ¿no? —miró a su alrededor—. ¿Cómo pueden verse las estrellas desde aquí?
—Oh, el navegante sale de vez en cuando al exterior —contestó el capitán, impertérrito. Después, sonrió—. Era una broma. Hay un observatorio. Se lo enseñaré.
Abrió una puerta en el extremo posterior de la cubierta de vuelo y salió. Harry le siguió y se encontró en un angosto pasadizo. El capitán apuntó con su dedo hacia arriba.
—Esta es la cúpula de observación —dijo.
Harry miró sin demasiado interés; su mente seguía centrada en las joyas de lady Oxenford. Había una burbuja de vidrio en el techo, y a un lado colgaba de un gancho una escalerilla plegada.
—Se sube ahí con el octante cada vez que se abre una brecha en las nubes —explicó el capitán—. También sirve como compuerta de carga del equipaje.
La atención de Harry se despertó de repente.
—¿El equipaje entra por el techo? —preguntó.
—Claro. Justo por ahí.
—¿Y adónde va a parar?
El capitán señaló las dos puertas que se abrían a cada extremo del estrecho pasadizo.
—A las bodegas del equipaje.
Harry apenas daba crédito a su suerte.
—¿Y todas las maletas están guardadas detrás de esas dos puertas?
—Sí, señor.
Harry probó una de las puertas. No estaba cerrada con llave. Miró en el interior. Las maletas y baúles de los pasajeros estaban cuidadosamente apilados y atados con cuerdas a los puntales, para que no se movieran durante el vuelo.
En algún lugar le aguardaba el conjunto Delhi, y una vida llena de lujos,
Clive Membury miró por encima del hombro de Harry. —Fascinante —murmuró.
—Ya lo puede decir —comentó Harry.
Margaret estaba muy animada. Ya se había olvidado de que no quería ir a Estados Unidos. ¡Apenas podía creer que había trabado amistad con un verdadero ladrón! En circunstancias normales, si alguien le hubiera dicho «Soy un ladrón» no le habría creído, pero, en el caso de Harry, sabía que era cierto, porque le había conocido en una comisaría de policía: y había visto cómo le acusaban.
Siempre la había fascinado la gente que vivía al margen del orden establecido: delincuentes, bohemios, anarquistas prostitutas y vagabundos. Parecían tan libres… Claro que su libertad no les permitía pedir champán, viajar en avión a Nueva York o enviar a sus hijos a la universidad; no era tan ingenua como para desconocer las desventajas de ser un paria. Sin embargo, la gente como Harry nunca se plegaba a las órdenes de nadie, y eso le parecía maravilloso. Soñaba con ser una guerrillera, vivir en las colinas, ponerse pantalones, llevar un rifle, robar comida, dormir al raso y no planchar nunca la ropa.
Nunca había conocido gente de ésa, o bien no la reconocía cuando se topaba con ella. ¿Acaso no se había sentado en un portal de «la calle más depravada de Londres», sin dar se cuenta de que la iban a tomar por una prostituta? Parecía un acontecimiento lejanísimo, aunque había tenido lugar anoche.
Conocer a Harry era lo más interesante que le había pasado desde hacía tiempo inmemorial. Representaba toda aquello que Margaret siempre había deseado. ¡Podía hacer lo que le daba la gana! Por la mañana había decidido ir a Estados Unidos y por la tarde ya estaba de camino. Si le apetecía bailar toda la noche y dormir todo el día, lo hacía. Comía y bebía cuanto quería, cuando tenía ganas, en el Ritz, en una taberna o a bordo del
clipper
de la Pan American. Ingresaba en el partido Comunista y se marchaba sin dar explicaciones a nadie. Cuando necesitaba dinero, se lo quitaba a gente que poseía más del que merecía. ¡Era un alma libre por completo!
Tenía muchas ganas de saber más cosas acerca de él, y le sabía mal perder el tiempo cenando sin su compañía.
En el comedor había tres o cuatro mesas. El barón Gabon y Carl Hartmann se hallaban en la mesa vecina. Papá les había dirigido una mirada iracunda cuando entraron, tal vez porque eran judíos. Ollis Field y Frank Gordon compartían la mesa. Frank Gordon era un joven algo mayor que Harry, un tipo apuesto, pero cuya boca delataba cierta brutalidad oculta. Ollis Field era un hombre mayor, de aspecto extenuado, completamente calvo. Los dos hombres habían levantado ciertos comentarios por quedarse en el avión mientras todo el mundo bajaba en Foynes.
Lulu Bell y la princesa Lavinia, que se quejaba en voz alta del exceso de sal que arruinaba la salsa del cóctel de gambas, ocupaban la tercera mesa. Las acompañaban dos personas que habían subido en Foynes, el señor Lovesey y la señora Lenehan. Percy decía que compartían la suite nupcial, aunque no estaban casados. Sorprendió a Margaret que la Pan American permitiera semejante escándalo. Tal vez suavizaban las normas debido a la cantidad de gente que intentaba con desesperación trasladarse a Estados Unidos.
Percy se sentó a cenar tocado con un casquete negro judío. Margaret rió. ¿De dónde demonios habría sacado aquello? Papá se lo quitó de la cabeza de un manotazo, enfurecido.
—¡Idiota! —aulló.
El rostro de mamá no había alterado su expresión desde que dejara de llorar por la partida de Elizabeth.
—Creo que es espantosamente temprano para cenar —murmuró vagamente.
—Son las siete y media —dijo papá.
—¿Por qué no oscurece?
—En Inglaterra ya ha oscurecido —intervino Percy—, pero nos encontramos a cuatrocientos cincuenta kilómetros de la costa irlandesa. Seguimos la ruta del sol.
—Pero acabará oscureciendo.
—Alrededor de las nueve, diría yo.
—Bien —concluyó mamá.
—¿Os dais cuenta de que si fuéramos a la rapidez suficiente alcanzaríamos al sol y nunca oscurecería? —dijo Percy.
—No existe la menor posibilidad de que el hombre invente aviones tan rápidos —replicó lord Oxenford, en tono condescendiente.
Nicky, el camarero, trajo el primer plato.
—Yo no quiero, gracias —dijo Percy—. Los judíos no comemos gambas.
El camarero le dirigió una mirada de asombro, pero no dijo nada. Papá enrojeció.
Margaret se apresuró a cambiar de tema.
—¿Cuándo haremos la próxima escala, Percy?
Su hermano siempre sabía estas cosas.
—Se tardan dieciséis horas y media en llegar a Botwood —dijo—. Deberíamos llegar a las nueve de la mañana, según el horario inglés de verano.
—¿Qué hora será allí?
—Cuenta tres horas y media menos que la hora de Greenwich.
—¿Tres horas y media? —se extrañó Margaret—. No sabía que existían diferencias tan extravagantes.
—Y Botwood también aprovecha la luz solar, como Inglaterra, lo cual quiere decir que aterrizaremos hacia las cinco y media de la mañana, hora local.
—No podré despertarme —dijo mamá, con voz cansada.
—Ya lo creo que sí —se obstinó Percy—. Tendrás la sensación de que son las nueve de la mañana.
—Los chicos saben mucho de los adelantos técnicos —murmuró mamá.
Irritaba a Margaret cuando fingía ser estúpida. Creía que no era femenino comprender los detalles técnicos. «A los hombres no les gustan las chicas demasiado listas, querida», había repetido en más de una ocasión a Margaret. Ésta ya no discutía con ella, pero tampoco le creía. En su opinión, sólo los hombres estúpidos pensaban de esa manera.
A los hombres inteligentes les gustaban las chicas inteligentes.
Se dio cuenta de que en la mesa vecina se hablaba en voz algo más alta. El barón Gabon y Carl Hartmann estaban discutiendo, mientras sus compañeros de cena les contemplaban en perplejo silencio. Margaret recordó que Gabon y Hartmann no habían parado de discutir desde que se sentaron a la mesa. No era sorprendente; debía de ser difícil hablar de trivialidades con uno de los cerebros más brillantes del mundo. Captó la palabra «Palestina». Debían de estar discutiendo sobre el sionismo. Dirigió una mirada nerviosa a su padre. Él también escuchaba, y su expresión denotaba mal humor.
—Vamos a atravesar una tormenta —dijo Margaret, antes de que su padre pudiera hablar—. El avión se moverá un poco.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Percy.
En su voz se transparentaban los celos; el experto en detalles aeronaúticos era él, no Margaret.
—Me lo ha dicho Harry.
—¿Y cómo lo supo?
—Cenó con el mecánico y el navegante.
—No estoy asustado —afirmó Percy, en un tono que sugería todo lo contrario.
A Margaret no le había ocurrido preocuparse por la tempestad. Resultaría incómoda, pero no existía auténtico peligro, ¿verdad?
Papá vació su copa y pidió más vino al camarero, con cierta irritación. ¿Le asustaba la tempestad? Margaret había observado que bebía más de lo normal. Tenía la cara colorada y los ojos vidriosos. ¿Estaba nervioso? Tal vez seguía disgustado por la partida de Elizabeth.
—Margaret, deberías hablar más con ese silencioso señor Membury —dijo mamá.
Margaret se sorprendió.
—¿Por qué? Da la impresión de que prefiere estar solo.
—Yo diría que es pura timidez.
No era propio de mamá apenarse por las personas tímidas, sobre todo si eran, como el señor Membury, miembros de la clase media.
—Di la verdad, mamá. ¿A qué te refieres?
—No quiero que te pases todo el viaje hablando con el señor Vandenpost.
Esta era, precisamente, la intención de Margaret.
—¿Y por qué no?
—Bien, es de tu edad, y no querrás darle esperanzas.
—Tal vez me apetezca darle esperanzas. Es terriblemente atractivo.
—No, querida —repuso mamá con firmeza—. Tiene algo que no acaba de convencerme.
Quería decir que no era de la alta sociedad. Como muchos extranjeros que se casaban con aristócratas, mamá era aún más presuntuosa que los ingleses.
Por lo tanto, la interpretación de Harry de joven norteamericano acaudalado no la había engañado por completo. Su olfato social era infalible.
—Pero dijiste que conocías a los Vandenpost de Filadelfia —protestó Margaret.
—En efecto, pero he reflexionado sobre ello y estoy segura de que no pertenece a esa familia.
—Puede que cultive su amistad sólo para castigar tu presuntuosidad, mamá.
—No es presuntuosidad, querida, sino educación. La presuntuosidad es vulgar.
Margaret se rindió. La armadura de superioridad con que se cubría mamá era impenetrable. Resultaba inútil razonar con ella. Margaret, sin embargo, no tenía la menor intención de obedecerla. Harry era demasiado interesante.
—Me preguntó quién es el señor Membury —dijo Percy—. Me gusta su chaleco rojo. No parece la típica persona que viaja de un lado a otro del océano.
—Supongo que es una especie de funcionario —dijo mamá.
Eso es lo que parecía, pensó Margaret. Mamá tenía buen ojo para definir a la gente.
—Lo más probable es que trabaje para las líneas aéreas —intervino papá.
—Yo diría que es un funcionario del Estado —insistió mamá.
Los camareros trajeron el plato principal. Mamá rechazó el
filet mignon
.
—Nunca tomo alimentos cocinados —informó a Nicky. Tráigame un poco de apio y caviar.
—Hemos de tener nuestro propio país —oyó Margaret que decía el barón Gabon—. ¡No hay otra solución!
—Pero usted mismo ha admitido que deberá ser un Estado militarizado… —replicó Carl Hartmann.
—¡Para defenderse de los vecinos hostiles!
—Y admite que deberá discriminar a los árabes en favor de los judíos, pero da la casualidad de que el fascismo es la combinación del militarismo y el racismo, precisamente aquello contra lo que usted lucha.
—No hable tan alto —advirtió Gabon, y ambos bajaron la voz.
Margaret, en circunstancias normales, se habría interesado en la discusión, por haberla sostenido en ocasiones con Ian. Los socialistas se hallaban divididos respecto a Palestina. Algunos decían que constituía la gran oportunidad de crear el Estado ideal; otros afirmaban que pertenecía a la gente que vivía allí y no podía «regalarse» a los judíos, de igual forma que no se les podía ceder Irlanda, Hong Kong o Texas. El hecho de que muchos socialistas fueran judíos complicaba el tema.
En cualquier caso, deseaba que Gabon y Hartmann se calmaran, para que su padre no les oyera.
Por desgracia, no fue así. Discutían de asuntos muy queridos por ambos. Hartmann volvió a levantar la voz.
—¡No quiero vivir en un Estado racista!
—No sabía que viajábamos con un hatajo de judíos —comentó en voz alta su padre.
—
Oy, vey
—dijo Percy.
Margaret miró a su padre, abatida. En otros tiempos, su filosofía política había tenido cierto sentido. Cuando millones de hombres sanos se hallaban en el paro y morían de hambre, parecía valeroso proclamar que tanto el capitalismo como el socialismo habían fracasado, y que la democracia perjudicaba al hombre normal. La idea de un Estado todopoderoso al frente de la industria, bajo el liderazgo de un dictador benévolo, resultaba en parte atractiva, pero aquellos elevados ideales y atrevidos proyectos habían degenerado en esta infamia absurda. Había pensado en papá cuando encontró un ejemplar de
Hamlet
en la biblioteca y leyó la frase «¡Oh, qué noble mente desaprovechada!».