—¿Qué le parece?
—Me parece que a mí no me hubiera caído muy bien Roberto —dijo la
signorina
Elettra con frialdad.
—¿Por qué no?
—En general, no me gusta la gente que no paga sus propios gastos.
—¿Y él no los pagaba?
Ella volvió a la primera hoja del informe y señaló la tercera línea, en la que se indicaba el nombre de la persona a la que debía enviarse la liquidación.
—Industrias Lorenzoni.
—Así que es la tarjeta de la empresa.
—¿Para gastos de representación? —preguntó ella.
—Eso parece —asintió Brunetti.
—Entonces, ¿qué es esto? —preguntó ella, señalando un cargo de dos millones setecientas mil liras de un sastre de Milán—. ¿Y esto? —Setecientas mil liras a Bottega Veneta por un bolso.
—Es la empresa de su padre —adujo Brunetti.
Ella se encogió de hombros.
Brunetti se preguntaba por qué la
signorina
Elettra, una mujer de la que nunca hubiera esperado una moral convencional, encontraba la conducta de Roberto tan reprobable.
—¿No le gustan los ricos? —preguntó al fin—. ¿Es eso?
Ella movió negativamente la cabeza.
—No es eso, en absoluto. Quizá sea que no me gustan los niños mimados que gastan en putas el dinero de papá. —Empujó los papeles hacia él y volvió al ordenador.
—¿Ni aunque estén muertos?
—Eso no cambia las cosas,
dottore.
Brunetti no hizo nada por disimular la sorpresa e, incluso, quizá, la decepción. Recogió los papeles y se fue.
Por la farmacia se enteró de que las recetas habían sido extendidas por el médico de la familia, sin duda, para tratar los síntomas de malestar general y agotamiento. En la farmacia nadie recordaba a Roberto, ni tampoco haber servido los medicamentos.
Brunetti, sintiéndose en un callejón sin salida y con la impresión de que tanto en el secuestro como en la familia Lorenzoni había algo que no encajaba, decidió recurrir a su familia política y marcó el número del conde. Esta vez contestó su propio suegro.
—Soy yo —dijo Brunetti.
—¿Sí?
—Me gustaría saber si has podido enterarte de algo más acerca de los Lorenzoni.
—He hablado con varias personas —respondió el conde—. Dicen que la madre está muy mal. —Estas palabras, en boca de otra persona, hubieran podido ser una invitación al chismorreo, no un simple comentario.
—Sí; la he visto.
—Lo siento —dijo el conde—. Era una mujer deliciosa. La conocí hace años, antes de que se casara. Era alegre, divertida y muy bonita.
Sorprendido de sí mismo por no haber indagado en la historia de la familia y haberse dado por satisfecho sólo con la vaga idea de que eran muy ricos, Brunetti preguntó:
—¿Lo conocías también a él?
—No hasta mucho después, cuando ya estaban casados.
—Creí que los Lorenzoni eran muy conocidos.
El conde suspiró.
—¿Qué ocurre? —preguntó Brunetti.
—El padre de Ludovico entregó los judíos a los alemanes.
—Sí, lo sé.
—Todo el mundo lo sabía, pero, como no había pruebas, después de la guerra no pudieron hacerle nada. De todos modos, ninguno de nosotros lo trataba. Ni sus propios hermanos querían saber de él.
—¿Y Ludovico? —preguntó Brunetti.
—Pasó toda la guerra en Suiza, con unos parientes. Era muy pequeño.
—¿Y después de la guerra?
—El padre no vivió mucho. Ludovico no volvió a verlo. Ya había muerto cuando él regresó a Venecia. No había mucho que heredar: el título y el
palazzo,
y nada más. Cuando volvió, hizo las paces con sus tíos. Ya en aquel entonces, parecía que no pensaba más que en hacer su apellido tan famoso por sus propias actividades que todos se olvidaran de su padre.
—Y, por lo que se ve, lo consiguió —comentó Brunetti.
—Sí, lo ha conseguido.
Brunetti sabía acerca de los negocios de su suegro lo suficiente como para deducir que se movía en los mismos círculos e, incluso, en competencia directa con la familia Lorenzoni, por lo que aceptaba sin reservas sus opiniones.
—¿Y ahora? —preguntó Brunetti.
—¿Ahora? Pues ahora lo único que tiene es un sobrino.
Brunetti sintió que estaban pisando terreno poco firme. El propio conde Orazio no tenía un hijo varón que heredara el apellido, ni siquiera un sobrino que continuara los negocios familiares. Tenía tan sólo una hija, casada no con un hombre de una posición social tan preeminente como la suya, sino con un policía que parecía destinado a no pasar de la categoría de comisario. La misma guerra que llevó al padre de Ludovico a cometer crímenes contra la humanidad hizo del padre de Brunetti un capitán de un regimiento de infantería que había marchado a Rusia con botas de suelas de cartón a combatir contra los enemigos de Italia. Pero aquellos hombres no habían luchado contra más enemigo que el invierno ruso, y sucumbido. Los pocos que sobrevivieron, entre ellos, el padre de Brunetti, desaparecieron durante años en los gulags de Stalin. El hombre de pelo gris que regresó a Venecia en 1949 seguía siendo capitán y tuvo que pasar los años que le quedaban de vida con una pensión de capitán. Pero se habían cometido crímenes contra su espíritu, y Brunetti, de niño, raramente vio en su padre algún vestigio del hombre vital y alegre con el que su madre se había casado.
Zafándose de los recuerdos y de su quehacer profesional en el caso Lorenzoni, Brunetti dijo:
—Traté de hablar con Paola.
—¿Cómo que trataste?
—No es fácil.
—¿No es fácil decir a una persona que la quieres?
Brunetti, asombrado al oír de labios del conde una frase tan sentimental, no dijo nada.
—¿Guido?
—¿Sí? —Brunetti se preparó para un largo reproche, pero sólo escuchó un silencio tan largo como el suyo propio.
—Te comprendo, no quería ser tan brusco. —El conde no dijo más, y Brunetti optó por tomar sus palabras como una disculpa. Desde hacía veinte años, él y el conde habían tratado de cerrar los ojos al hecho de que el matrimonio los había emparentado, pero no los había hecho amigos, y ahora el conde parecía estar ofreciéndole precisamente su amistad.
Se hizo otro silencio, al que puso fin el conde.
—Ten cuidado con esa gente, Guido.
—¿Los Lorenzoni?
—No; con los que secuestraran a ese chico. Era inofensivo. Y Lorenzoni podía haber pagado el rescate. También me han dicho eso.
—¿Qué?
—Un amigo me dijo que había oído el rumor de que alguien se había ofrecido para prestar el dinero al conde.
—¿Todo el dinero?
—Todo el que necesitara. Con un buen interés, desde luego. Pero la oferta se hizo.
—¿Quién la hizo?
—Eso no importa.
—¿Tú lo crees?
—Sí; es verdad. Pero aun así lo mataron. Lorenzoni hubiera podido hacerles llegar el dinero de algún modo, no me cabe duda. Pero lo mataron antes de que pudiera intentarlo siquiera.
—¿Cómo iba a pagar? La policía vigilaba. —En el informe del secuestro se describía el rigor con el que se había controlado a los Lorenzoni y su patrimonio.
—Continuamente se está secuestrando a gente, Guido, y se paga el rescate sin que la policía se entere. No es difícil arreglarlo.
Brunetti sabía que era verdad.
—¿Sabes si él o el que se ofreció a prestarle el dinero tuvo más noticias de los secuestradores?
—No. Después de la segunda carta, no hubo nada más, por lo que no llegó a hacerse el préstamo.
Brunetti había deducido del informe que la policía estaba desconcertada por el crimen. Ni pistas, ni rumores entre los informadores: el chico se había esfumado sin dejar huella, hasta que sus restos aparecieron en una zanja.
—Por eso te pido que tengas cuidado, Guido. Si lo mataron aun sabiendo que podían conseguir el dinero, es que son peligrosos.
—Tendré cuidado —dijo Brunetti, pensando en las veces que había dicho estas mismas palabras a la hija de este hombre—. Y gracias.
—De nada. Si sé algo más te llamaré. —Con estas palabras, el conde colgó. ¿Por qué secuestrar a una persona y no cobrar el rescate?, se preguntaba Brunetti. Las referencias acerca del estado de salud de Roberto en las semanas anteriores al secuestro, no indicaban que pudiera ofrecer resistencia o tratar de escapar de sus secuestradores. Por lo tanto, tenía que ser fácil mantenerlo prisionero. Y aun así lo habían matado.
Y el dinero. A pesar de los esfuerzos de la policía, el conde hubiera podido disponer de él y, siendo un hombre tan inteligente y bien relacionado, no habían de faltarle los medios para hacerlo llegar a los secuestradores.
A pesar de todo, no hubo tercera carta. Brunetti revolvió en el montón de papeles que tenía encima de la mesa hasta que encontró el informe de la policía de Belluno. Releyó los primeros párrafos. Decía que, en parte, el cuerpo estaba cubierto sólo por unos centímetros de tierra, una de las razones por las que había sufrido tantos «daños por animales». Volvió al final de la carpeta y abrió el sobre que contenía las numerosas fotos tomadas del cuerpo. Extrajo las vistas generales y la esparció sobre la mesa.
Sí, los huesos estaban muy cerca de la superficie. En algunas fotos se veía lo que parecían fragmentos que asomaban entre la hierba junto al surco, en la zona que no había sido arada. Se había enterrado a Roberto con precipitación, sin precauciones, como si a los asesinos no les importara que fuera descubierto.
Y el anillo. El anillo. Quizá, lo mismo que su novia, Roberto trató de esconderlo al principio, cuando aún pensaba que se trataba de un robo, y lo metió en el bolsillo y se olvidó de él. Como en tantas otras cosas relacionadas con la desaparición y la muerte de Roberto, no había manera de saber lo sucedido.
Las reflexiones de Brunetti fueron interrumpidas por la entrada de Vianello, que irrumpió en el despacho resoplando por haber subido corriendo la escalera.
—¿Qué pasa?
—Lorenzoni —jadeó el sargento.
—¿Qué?
—Ha matado a su sobrino.
Vianello estaba muy afectado. No pudo seguir hablando y se quedó unos momentos con un brazo apoyado en el marco de la puerta y la cabeza inclinada, aspirando con fuerza. Finalmente, cuando controló la respiración, prosiguió:
—Acabamos de recibir la llamada.
—¿Quién ha llamado?
—Ha sido él. Lorenzoni.
—¿Qué ha pasado?
—No lo sé. Ha hablado con Orsini, le ha dicho que el chico lo había atacado y que habían luchado.
—¿Algo más? —preguntó Brunetti al pasar por el lado del sargento hacia el pasillo. Los dos hombres se dirigieron a la puerta principal y las lanchas de la policía. Brunetti levantó un brazo para llamar la atención del guardia—. ¿Dónde está Bonsuan? —Su tono perentorio hizo volver la cabeza a los presentes.
—Fuera, comisario.
—Le he llamado yo —dijo Vianello al llegar junto a Brunetti.
—¿Qué más se sabe, sargento? —preguntó el comisario empujando la pesada puerta vidriera.
Saludando a Bonsuan con un movimiento de la cabeza, Brunetti saltó a la lancha y se volvió para tirar de Vianello hacia la embarcación que ya arrancaba.
—¿Qué más sabemos? —insistió Brunetti.
—Nada más. Eso es todo lo que ha dicho.
—¿Cómo lo atacó? ¿Con qué? —Brunetti levantó la voz para hacerse oír sobre el rugido del motor en aceleración.
—No lo sé, comisario.
—¿Orsini no ha preguntado? —inquirió Brunetti, dirigiendo su impaciencia a Vianello.
—Dice que ha colgado. Que ha dicho eso y ha colgado.
Brunetti descargó una palmada en la borda de la lancha que, como azuzada por el golpe, salió lanzada hacia las aguas abiertas del Bacino, cortando la estela de un barco taxi que la hizo saltar con un fuerte chapoteo. Bonsuan conectó la sirena, cuyo grito en dos tonos los precedió por el Gran Canal hasta el embarcadero privado del
palazzo
Lorenzoni.
La puerta que daba al canal estaba abierta, pero no había nadie esperando. Vianello fue el primero en saltar de la lancha, pero su pie no llegó a la segunda grada sino que pisó la primera y se hundió en el agua hasta el tobillo. Casi automáticamente, el sargento se volvió para dar la mano a Brunetti y ayudarle a subir al escalón superior. Juntos corrieron por un oscuro pasillo hasta una puerta situada a mano derecha, que daba acceso a una escalera iluminada. En lo alto estaba la criada que abrió a Brunetti en su última visita. La mujer tenía la cara blanca y cruzaba los brazos como si hubiera recibido un fuerte golpe en el estómago.
—¿Dónde está? —preguntó Brunetti.
Ella extendió un brazo señalando a otra escalera que arrancaba del extremo del vestíbulo. Agitó la mano una vez y luego otra.
Los dos hombres fueron hacia la escalera y subieron rápidamente. En el primer rellano, se pararon a escuchar y, al no oír nada, siguieron subiendo. En el piso superior, empezaron a oír un sonido débil, el de una voz masculina. Salía de una puerta abierta a su izquierda.
Brunetti entró directamente en la habitación. El conde Lorenzoni estaba sentado al lado de su esposa, sosteniéndole una mano y hablándole suavemente. Un observador casual hubiera visto en la escena tan sólo una plácida intimidad doméstica: un caballero de mediana edad que habla a su esposa y le oprime la mano cariñosamente. Hasta que, al bajar la mirada, el observador hubiera advertido la sangre que había empapado el bajo del pantalón y los zapatos y salpicado las manos y los puños de la camisa del caballero.
—
Gesù
bambino
—murmuró Vianello.
El conde levantó la mirada hacia ellos y se volvió otra vez hacia su esposa.
—No te inquietes, cariño, todo se arreglará. Estoy bien. No ha pasado nada.
Brunetti vio al conde soltar a su esposa y oyó un ligero chasquido cuando sus manos manchadas de sangre se separaron de las de ella. El conde se puso en pie y se apartó de la mujer, y a Brunetti le pareció que ella ni se enteraba de si su marido le hablaba o no.
—Por aquí —dijo el conde, saliendo de la habitación y llevándolos por la escalera al piso de abajo. Cruzaron el corredor hasta el salón en el que Brunetti había estado ya dos veces. El conde empujó la puerta, pero no hizo ademán de entrar y, cuando Brunetti le señaló con un gesto el interior de la habitación, no dijo nada pero movió la cabeza negativamente.
Brunetti entró, seguido de Vianello. Lo que vio le hizo comprender la negativa del conde. Lo peor era la parte alta de las cortinas de la ventana más alejada, que habían absorbido el impacto de la fuerza residual de los proyectiles. Habían absorbido también la mayor parte de la masa encefálica y de la sangre que habían salido despedidas al estallar la cabeza de Maurizio. El cuerpo del joven estaba al pie de las cortinas en posición fetal. El disparo no le había afectado la cara, pero la parte posterior de la cabeza había desaparecido. El cañón del arma debía de rozarle la barbilla cuando se hizo el disparo. Todo esto vio Brunetti antes de volver atrás.