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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Nobleza Obliga (21 page)

BOOK: Nobleza Obliga
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—¿Dónde vive usted, en la luna? —preguntó el conde con brusquedad, rojo de indignación—. Naturalmente que trato con empresas involucradas en actividades ilegales. Estamos en Italia. No hay otra forma de hacer negocios.

—¿Podría ser más explícito? —preguntó Brunetti.

El conde levantó las manos en un ademán de repulsión ante la ignorancia de Brunetti.

—Compro materias primas a una empresa que ha sido multada por verter mercurio al Volga. El presidente de uno de mis proveedores está en una cárcel de Singapur por emplear a niños de diez años y hacerles trabajar jornadas de catorce horas. El vicepresidente de una refinería polaca ha sido arrestado por tráfico de drogas. —Mientras hablaba, el conde se paseaba por delante de la chimenea apagada. Encarándose con Brunetti, preguntó—: ¿Quiere saber más?

—Todos parecen estar muy lejos —dijo Brunetti suavemente.

—¿Lejos?

—Lejos de aquí. Yo me refería a algo que estuviera más cerca, quizá en Italia.

El conde parecía no saber cómo responder a esto, si con cólera o con información. Maurizio eligió este momento para intervenir:

—Hará unos tres años tuvimos problemas con un proveedor de Nápoles. —Brunetti lo miró interrogativamente, y el joven prosiguió—: Nos suministraba piezas para los motores de los camiones, hasta que nos enteramos de que eran robadas, procedentes de embarques que se hacían a través del puerto de Nápoles.

—¿Y qué pasó?

—Que cambiamos de proveedor —explicó Maurizio.

—¿Era un contrato importante?

—Bastante —dijo el conde.

—¿Cuánto?

—Unos cincuenta millones de liras al mes.

—¿Hubo problemas? ¿Amenazas? —preguntó Brunetti.

El conde se encogió de hombros.

—Palabras fuertes, pero no amenazas.

—¿Por qué?

El conde tardaba tanto en contestar, que Brunetti tuvo que repetir la pregunta:

—¿Por qué?

—Lo recomendé a otra empresa de transportes.

—¿Un competidor? —preguntó Brunetti.

—Todo el mundo es un competidor —dijo el conde.

—¿Algún otro problema? ¿Con algún empleado quizá? ¿Alguno que tuviera relaciones con la Mafia?

—No —contestó Maurizio adelantándose a la respuesta de su tío.

Brunetti miraba atentamente al conde al hacer la pregunta, y observó su sorpresa ante la respuesta del joven.

Brunetti repitió lentamente la pregunta, dirigiéndose al conde:

—¿Sabía si alguno de sus empleados tenía relaciones con el crimen organizado?

—No, no. —El conde denegó con la cabeza.

Antes de que Brunetti pudiera seguir preguntando, habló la condesa.

—Era mi niño. Y cómo lo quería. —Cuando Brunetti la miró, ella ya había dejado de hablar y volvía a pasar las cuentas del rosario.

El conde se inclinó y le acarició la mejilla, pero ella no acusó ni el contacto ni su presencia.

—Me parece que ya es suficiente —dijo el conde irguiéndose.

Brunetti aún deseaba algo más.

—¿Tienen su pasaporte?

Como el conde no respondía, Maurizio preguntó:

—¿El de Roberto? —Y, a la señal afirmativa de Brunetti, dijo—: Naturalmente.

—¿Lo tienen aquí?

—Sí; está en su cuarto. Lo vi cuando estábamos… cuando lo limpiamos.

—¿Podría traérmelo?

Maurizio miró interrogativamente al conde, que permaneció impasible.

El joven se excusó y, durante tres largos minutos, los dos hombres estuvieron escuchando las avemarías que susurraba la condesa, acompañadas del tintineo del rosario.

Entró Maurizio, que entregó el pasaporte a Brunetti.

—¿Quieren que firme un recibo?

El conde desestimó la sugerencia con un ademán, y Brunetti guardó el pasaporte en el bolsillo de la chaqueta sin mirarlo.

De pronto, el susurro de la condesa subió de volumen.

—Se lo dábamos todo. Él lo era todo para mí —dijo, pero enseguida volvió a enlazar avemarías.

—Me parece que esto ya es más que suficiente para mi esposa —dijo el conde, mirándola con ojos de pena, la primera emoción que Brunetti le había visto manifestar.

—Sí —convino Brunetti, dando media vuelta para marcharse.

—Lo acompaño —se ofreció el conde. Por el rabillo del ojo, Brunetti vio que Maurizio lanzaba a su tío una viva mirada, pero el conde pareció no advertirlo y se dirigió a la puerta, que sostuvo para que saliera Brunetti.

—Gracias —dijo Brunetti a los tres miembros de la familia, a pesar de que dudaba de que uno de ellos se hubiera enterado siquiera de su visita.

El conde lo precedió por el corredor y abrió la puerta de la escalera.

—¿Se le ocurre algo más,
signor conte
? ¿Algo que pudiera sernos de ayuda? —preguntó Brunetti.

—No; ya nada puede sernos de ayuda —respondió el hombre, casi como si hablara consigo mismo.

—Si se le ocurre algo o recuerda algo, le agradeceré que me llame.

—No hay nada que recordar —respondió el conde, cerrando la puerta antes de que Brunetti pudiera decir más.

Brunetti esperó hasta después de la cena para examinar el pasaporte de Roberto. Lo primero que le llamó la atención fue su espesor, acentuado por el desplegadle pegado a la última hoja. Brunetti lo extendió abriendo los brazos y contempló los múltiples visados, estampados en diferentes lenguas. Dio la vuelta a la hoja y en el reverso vio más sellos. Luego la plegó y abrió el pasaporte por la primera página.

Había sido expedido seis años atrás y renovado cada año, hasta la desaparición de Roberto. Indicaba fecha de nacimiento, estatura, peso y domicilio habitual. Brunetti fue pasando páginas. Evidentemente, no había sellos de los países de la Comunidad Europea, pero sí los había de Estados Unidos, México, Colombia y Argentina. Seguían, por orden cronológico, los de Polonia, Bulgaria y Rumania. A partir de ahí, la cronología se alteraba, como si los policías de aduana, sencillamente, lo hubieran sellado en el primer hueco que encontraban.

Brunetti fue a la cocina en busca de papel y bolígrafo e hizo la lista de los viajes de Roberto por riguroso orden cronológico. Al cabo de quince minutos, había llenado dos hojas de fechas y nombres de países, dispuestos en columnas un tanto embarulladas con las inserciones que había ido haciendo a medida que encontraba sellos estampados al azar.

Cuando hubo anotado todas las fechas y lugares, los copió de nuevo ordenadamente, llenando esta vez tres hojas. El último país que había, visitado Roberto, diez días antes del secuestro, era Polonia, adonde había llegado por el aeropuerto de Varsovia. El visado de salida indicaba que había estado en el país un día tan sólo. Con anterioridad, tres semanas antes del secuestro, había viajado a países cuyos nombres estaban impresos en caracteres cirílicos, y supuso que serían Bielorrusia y Tadzikistán.

Brunetti fue al estudio de Paola, que estaba al fondo del pasillo. Ella lo miró por encima de las gafas.

—¿Sí?

—¿Qué tal tu ruso?

—¿Te refieres al amigo o a la lengua? —preguntó ella dejando el bolígrafo y quitándose las gafas.

—Tu amigo es asunto tuyo —dijo él con una sonrisa—. Me refiero a la lengua.

—Yo diría que a mitad de camino entre Pushkin y las señales de carretera.

—¿Nombres de ciudades? —preguntó él.

Ella alargó la mano hacia el pasaporte que su marido sostenía ante sí. Él se acercó a la mesa, le dio el pasaporte y se situó detrás de ella, quitándole un hilo del jersey con gesto maquinal.

Ella tomó el pasaporte y preguntó:

—¿Dónde están?

—Detrás, en la hoja extra.

Paola abrió el pasaporte y desplegó el papel.

—Brest.

—¿Dónde está?

—En Bielorrusia.

—¿Tenemos un atlas?

—En el cuarto de Chiara, me parece.

Cuando él volvió, Paola había copiado en un papel los nombres de las ciudades y países.

—Antes de molestarnos en buscar —dijo Paola cuando su marido le puso el libro delante—, veamos de qué año es la edición.

—¿Por qué?

—Han cambiado muchos nombres, no sólo de países sino también de ciudades.

Paola abrió el libro por la página de créditos.

—Quizá nos sirva —dijo—. Es la edición del año pasado. —Fue al índice, buscó Bielorrusia y miró el mapa.

Durante un momento, contemplaron el mapa del pequeño país situado entre Polonia y Rusia.

—Es una de las llamadas repúblicas separadas.

—Lástima que sean los rusos los únicos que pueden separarse —dijo Brunetti, imaginando la dicha que sería para Italia del Norte poder librarse de Roma.

Paola, que estaba acostumbrada a estos comentarios, no contestó. Calándose las gafas, se inclinó sobre el mapa. Puso un dedo encima de un nombre.

—Aquí está la primera. En la frontera con Polonia. —Sin levantar el dedo, siguió mirando el mapa. A los pocos momentos, con la otra mano señaló otro lugar—. Y aquí tenemos la segunda. Parece que está sólo a unos cien kilómetros de la otra.

Brunetti puso la hoja del pasaporte al lado del atlas y volvió a mirar los visados, concretamente, las fechas.

—El mismo día —dijo.

—¿Y significa…?

—Que de Polonia a Bielorrusia fue por tierra y se quedó un solo día, quizá menos.

—¿Y eso es extraño? Dijiste que era una especie de mensajero de la empresa. Quizá tenía que entregar un contrato o recoger algo.

—Hummm —asintió Brunetti. Tomó el atlas y se puso a hojearlo.

—¿Qué buscas?

—Me gustaría saber qué ruta eligió para regresar a Italia —contestó, mirando el mapa del este de Europa y recorriendo con el índice el camino más probable—. Si iba en su propio coche, pasaría por Polonia y Rumania.

—No me parece que Roberto fuera de los que van en autocar —comentó Paola.

Brunetti gruñó, con el dedo en el mapa.

—Y luego Austria y hacia abajo por Tarvisio y Udine.

—¿Crees que eso importa?

Brunetti se encogió de hombros.

Paola, desinteresándose del tema, dobló la larga hoja y le devolvió el pasaporte.

—Si importa, lo siento por ti, porque nunca lo sabrás. Él no va a decírtelo —dijo volviendo al libro que tenía delante.

—«Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, de las que pueda soñar tu filosofía» —le soltó él, frase que ella le había citado más de una vez en sus discusiones.

—¿Y eso qué quiere decir? —sonrió Paola, contenta de que le hubiera ganado un asalto.

—Quiere decir que estamos en la era del plástico.

—¿El plástico? —repitió ella, desconcertada.

—Y los ordenadores.

Como Paola siguiera sin comprender, él sonrió y dijo imitando a la perfección el tono de los anuncios de televisión:

—No salga de casa sin su tarjeta de American Express. —Y al ver que ella empezaba a captar la onda, agregó—: Porque de ese modo podré seguir sus movimientos con… —y Paola, comprendiendo al fin, terminó la frase a coro con él—: … el ordenador de la
signorina
Elettra.

Capítulo 21

—Pues claro que a las prostitutas se les puede pagar con tarjeta —insistió la
signorina
Elettra, mirando muy seria al asombrado Brunetti. Dos días después de su visita al
palazzo
Lorenzoni, él estaba junto a la mesa de la joven, sosteniendo en la mano las cuatro hojas de la relación de los pagos hechos por Roberto Lorenzoni con cargo a sus tres tarjetas de crédito durante los dos meses anteriores a su secuestro.

Eran unos gastos desmesurados, por un importe que excedía de cincuenta millones de liras, más de lo que la mayoría de la gente gana en un año. Los cargos habían sido convertidos en liras y correspondían a gastos hechos en monedas diversas, familiares unas y más exóticas otras: libras, dólares, marcos, lev, zloty, rublos.

Brunetti iba por la tercera hoja, las cuentas de un hotel de San Petersburgo. En un período de dos días, Roberto había gastado más de cuatro millones de liras en servicio de habitaciones. Cualquiera hubiera podido sacar la impresión de que el chico no había salido de su habitación, que se había hecho servir allí todas las comidas y que no había bebido más que champaña, de no ser porque en la lista aparecían también cuantiosos cargos de restaurantes y de lo que, a juzgar por el nombre, debían de ser discotecas o clubes nocturnos: Pink Flamingo, Can Can y Elvis.

—No puede ser otra cosa —aseguró la
signorina
Elettra.

—¿Con la Visa? —preguntó Brunetti, sin poder creer lo que, al parecer, saltaba a la vista.

—Los del banco siempre lo hacían —dijo ella—. Eso es muy corriente en casi todos los países del Este. Te lo cargan como servicio de habitaciones, lavandería o bar, según el hotel. De este modo, el hotel se queda con una parte y, de paso, controla quién entra y quién sale. —Al ver que Brunetti la escuchaba con atención, prosiguió—: Los salones de los hoteles están llenos de estas mujeres. Son como nosotras, quiero decir que visten a la occidental: Armani, Gucci, Gap, y muy bonitas. Uno de los vicepresidentes me dijo que una lo había abordado en inglés. Hará unos cuatro años. Un inglés perfecto, como de una profesora de Oxford. Y lo era, profesora quiero decir. Ganaba unas cincuenta mil liras al mes enseñando poesía inglesa. Y decidió buscar ingresos complementarios.

—¿Y perfeccionar el inglés?

—En este caso, el italiano, según creo, comisario.

Brunetti volvió a repasar los papeles. Con la imaginación, superpuso a la información que contenían el mapa del este de Europa que él y Paola habían consultado dos noches antes. Siguió el camino de Roberto hacia el Este: había repostado en la misma frontera de Checoslovaquia, comprado un neumático, escandalosamente caro, en Polonia, vuelto a llenar el depósito en la misma ciudad en la que había conseguido el visado de entrada en Bielorrusia, había dormido una noche en un hotel de Minsk, mucho más caro que cualquiera de Roma o de Milán, y cenado en la misma Minsk por un precio astronómico. En la cuenta figuraban tres botellas de Borgoña —la única palabra que Brunetti pudo entender—, por lo que no debió de cenar solo; probablemente, era una de aquellas cenas con las que tenía que obsequiar a los clientes en representación de la empresa, actividad por la que era espléndidamente remunerado. Pero, ¿en Minsk?

Como la lista estaba hecha por orden cronológico, Brunetti pudo seguir los movimientos de Roberto a su regreso, que había recorrido casi el mismo itinerario que él había imaginado: Polonia, Checoslovaquia, Austria y, girando al sur, Italia. En Tarvisio había puesto cincuenta mil liras de gasolina. Los cargos cesaban unos tres días antes del secuestro, no sin que se hubieran pagado trescientas mil liras a una farmacia próxima a su casa.

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