—Entonces supongo que tendré que matarte a ti primero.
—Sí, claro —dijo Max entre risas y sacó el inhalador—. Soy el único amigo que tienes en el mundo, a mí no me matarías. —Tomó una dosis y lo volvió a guardar en el bolsillo—. Además, mi padre estuvo en el ejército y tú eres un
emo
flacucho. Ya me gustaría verte intentarlo.
—Jeffrey Dahmer —dije. Sólo estaba escuchando a medias—. Era un caníbal que guardaba cabezas cortadas en el congelador.
—Ya me acuerdo —dijo Max y se le oscureció la mirada—. Después de ver los pósteres que hiciste tuve pesadillas. Qué pasada.
—Las pesadillas no son nada. Después de esos pósteres yo tuve que ir al terapeuta.
***
Llevaba mucho tiempo sintiendo fascinación —intentaba no utilizar la palabra «obsesión»— por los asesinos en serie, pero no fue hasta que hice el trabajo sobre Jeffrey Dahmer la última semana de secundaria cuando mi madre y mis profesores se preocuparon lo suficiente como para mandarme a terapia. Mi terapeuta se llamaba doctor Ben Neblin, y durante el verano tuve una cita con él todos los miércoles por la mañana. Hablábamos de un montón de cosas, como por ejemplo de que mi padre se había ido, del aspecto que tenían los cadáveres y de lo bonito que era el fuego, pero más que nada hablábamos de asesinos en serie. Me dijo que el tema no le gustaba y que le hacía sentir incómodo, pero eso no me impidió seguir hablando. Mi madre pagaba las sesiones y en realidad yo no tenía nadie más con quien hablar, así que a Neblin le tocó escucharlo todo.
Después de que en otoño empezaran las clases del instituto, la cita había cambiado a los jueves por la tarde, así que, cuando terminaron las clases, llené la mochila con la exagerada cantidad de libros que teníamos y pedaleé seis manzanas hasta su consulta. A mitad de camino doblé la esquina junto al viejo teatro y me desvié un poco de mi camino; la lavandería estaba a un par de manzanas y quería pasar por el sitio donde habían matado a Jeb.
Ya habían quitado la cinta de la policía, por fin, y la lavandería estaba abierta pero vacía. La pared de atrás solamente tenía una ventana: pequeña, amarilla y con barrotes, que supuse pertenecía al baño. El patio trasero estaba aislado casi por completo, cosa que según el periódico dificultaba bastante la investigación policial; nadie había visto u oído el ataque, aunque calculaban que había ocurrido alrededor de las diez de la noche, cuando la mayoría de los bares todavía estaban abiertos. Cuando murió, Jeb seguramente iba de camino a casa desde uno de ellos.
Tenía la vaga esperanza de encontrar grandes siluetas de tiza en el asfalto: una del cuerpo y, al lado, la otra, la de la infame pila de tripas. Pero habían fregado toda la zona con una manguera a presión, y la sangre y la gravilla habían desaparecido.
Dejé la bici apoyada contra la pared y caminé despacio para ver qué veía, si es que había algo. El asfalto estaba a la sombra, fresco. También habían fregado un pedazo de la pared, casi hasta arriba, y no era difícil imaginarse dónde había estado el cuerpo; así que me arrodillé y escudriñé el suelo desde cerca. Aquí y allá descubrí manchurrones de color violeta sobre la textura del asfalto, donde la sangre seca se había aferrado y se había resistido al agua.
Un minuto más tarde encontré una mancha más oscura allí cerca, también en el suelo: un pegote del tamaño de una mano de algo que era más negro y espeso que la sangre. Lo rasqué con la uña y conseguí levantar un poco; era como ceniza grasienta, como si alguien hubiese limpiado una barbacoa de carbón. Me limpié el dedo en los pantalones y me levanté.
Estar en un lugar donde alguien había muerto era extraño. Los coches zumbaban lentamente por la calle, ensordecidos por las paredes y la distancia. Intenté imaginar lo que había sucedido allí, de dónde venía Jeb, adónde iba y en qué lugar estaba cuando lo atacó el asesino. A lo mejor llegaba tarde a algún sitio y pasó por allí para acortar o quizá estuviera borracho y haciendo eses como un loco, sin saber bien dónde se encontraba. En mi cabeza lo veía con la cara roja y sonriente, totalmente ajeno al hecho de que la muerte lo acosara.
También imaginé al atacante, y pensé —sólo un instante— dónde me escondería si yo fuese a matar a alguien allí. Había sombras por todo el patio, ángulos irregulares compuestos por vallas, pared y suelo. Puede que el asesino esperara detrás de un coche viejo o que estuviera agachado tras un poste de teléfonos. Me lo imaginé acechando en la oscuridad, unos ojos fríos y calculadores oteando mientras Jeb se tambaleaba frente a él, como una cuba, indefenso.
¿Estaba enfadado? ¿Tenía hambre? Las teorías de la policía iban variando, pero eran ominosas y tentadoras. ¿Qué podía atacar de manera tan brutal y al mismo tiempo tan cuidadosa, de modo que las pruebas apuntaran a hombre y bestia por igual? Imaginé garras veloces y dientes relucientes que acuchillaban luz de la luna y carne, y hacían saltar arcos de sangre hasta la pared vecina.
Me quedé un momento más, absorbiendo todos los detalles con un sentimiento de culpa. El doctor Neblin iba a preguntar por qué llegaba tarde y me regañaría cuando le dijese adónde había ido, pero eso no era lo que me preocupaba. Al ir a este lugar lo que estaba haciendo era minar los cimientos de algo mayor y más profundo; rasguñando diminutos arañazos en una pared que no me atrevía a traspasar. Detrás de ese muro había un monstruo, y yo había construido una barrera bien resistente para mantenerlo a raya; en ese momento se revolvía y estiraba, sumido en un sueño intranquilo. Al parecer, había un nuevo monstruo en la ciudad, ¿despertaría la presencia de éste al que yo mantenía oculto?
Era hora de irse. Me subí a la bici y recorrí las pocas manzanas que había hasta llegar a la consulta del doctor Neblin.
***
—Hoy he infringido una de mis normas —dije.
Estaba mirando la calle a través de las lamas de la persiana de la oficina del doctor Neblin. Coches de colores chillones circulaban por allí formando un desfile desigual. Sentía la mirada del doctor en la nuca, observándome.
—¿Una de tus normas? —preguntó.
Tenía una voz constante y uniforme. Era una de las personas más tranquilas que conocía, pero la verdad es que yo pasaba la mayor parte del tiempo con mi madre, Margaret y Lauren. Su tranquilidad era uno de los motivos por los que yo acudía a la consulta de tan buen grado.
—Me pongo normas —dije— para evitar hacer cosas que estén… mal.
—¿Qué tipo de cosas?
—¿Qué tipo de cosas están mal —pregunté— o qué tipo de normas tengo?
—Me gustaría que me hablaras de ambas, pero puedes comenzar por donde quieras.
—Entonces mejor empezamos con las cosas que intento evitar —dije—. Las normas no tienen ningún sentido si no conoces estas cosas primero.
—Muy bien —dijo, y me volví hacia él.
El doctor Neblin era un hombre bajo, con una gran calva y unas gafas pequeñas y redondas de fina montura negra. Siempre llevaba un bloc y de vez en cuando tomaba notas mientras hablábamos. Esto solía ponerme nervioso, pero me ofreció enseñarmelas siempre que quisiera; nunca escribía cosas del tipo «menudo engendro» ni «este crío está mal de la chaveta», sino que apuntaba anotaciones sencillas para acordarse de lo que habíamos hablado. Seguro que tenía una libreta «menudo engendro» guardada por ahí, pero la mantenía bien escondida.
En cualquier caso, si todavía no la tenía, después de esto seguro que iba a empezar una.
—Creo —dije observando su rostro para ver cómo reaccionaba— que el destino quiere que me convierta en un asesino en serie.
Enarcó la ceja, nada más. Ya os he dicho que era un tipo tranquilo.
—Bueno —dijo—, es obvio que sientes fascinación por ellos: seguramente has leído más sobre el tema que cualquier otra persona de la ciudad, incluyéndome a mí. ¿Tú quieres convertirte en un asesino en serie?
—Por supuesto que no. Lo que quiero es, específicamente, evitar serlo. Lo que pasa es que no sé qué posibilidades tengo.
—Entonces, lo que quieres evitar es… ¿qué? ¿Matar a gente?
Me miró ladeando la cabeza, una señal que había aprendido a interpretar como que estaba bromeando. Siempre hacía algún comentario vagamente sarcástico cuando nos poníamos a hablar sobre cosas muy serias. Creo que era su manera de enfrentarse a la ansiedad. Cuando le conté la vez que diseccioné una ardilla de tierra viva, capa por capa, soltó tres chistes seguidos y estuvo a punto de echarse a reír como un colegial.
—Si has roto una norma así de grande —continuó—, estoy obligado a llamar a la policía, y deja de ser válida la confidencialidad.
Aprendí las leyes de la confidencialidad del paciente durante una de las primeras sesiones: la primera vez que hablé de provocar fuegos. Si él creía que yo había cometido un crimen, o que tenía intención de hacerlo o que yo representaba una amenaza legítima para otra persona, la ley le obligaba a comunicárselo a las autoridades pertinentes. Esta ley también le permitía tratar libremente con mi madre sobre cualquier cosa que yo dijese, independientemente de si tenía una buena razón para ello o no. Los dos habían discutido varios asuntos durante el verano y mi madre me había hecho la vida imposible por culpa de eso.
—Las cosas que quiero evitar son mucho menos importantes que matar —dije—. Normalmente los asesinos en serie son, en realidad casi siempre, esclavos de sus compulsiones. Matan porque tienen que hacerlo y no pueden evitarlo. Yo no quiero llegar a ese punto, así que me pongo normas relacionadas con cosas más pequeñas: por ejemplo, me gusta mucho mirar a la gente pero no me permito observar a una misma persona demasiado tiempo. Si lo hago, me obligo a ignorarla durante toda una semana, y tampoco puedo pensar en ello.
—Entonces tienes reglas para evitar tener pequeños comportamientos de asesino en serie —dijo Neblin—, con la intención de alejarte tanto como puedas de actos más importantes.
—Exacto.
—Creo que es interesante —continuó— que hayas utilizado la palabra «compulsiones», porque ese término elimina más o menos la responsabilidad.
—Pero yo me responsabilizo: intento que no ocurra.
—Así es —dijo—, y es muy admirable, pero has empezado la conversación diciendo que el destino quiere que seas un asesino en serie. Si te convences a ti mismo de que ése es tu destino, ¿no crees que echándole la culpa a éste estás esquivando la responsabilidad?
—Digo «destino» —expliqué— porque va mas allá de unas simples rarezas en mi comportamiento. Hay algunos aspectos de mi vida que no puedo controlar y que solamente el destino puede explicar.
—¿Como por ejemplo?
—Me llamo igual que un asesino en serie —respondí—. John Wayne Gacy mató a treinta y tres personas en Chicago y enterró a la mayoría en el espacio que había debajo de su casa.
—Tus padres no te llamaron igual que John Wayne Gacy —dijo Neblin—. Lo creas o no, se lo pregunté a tu madre.
—Ah, ¿sí?
—Soy más listo de lo que parezco —siguió—. Pero debes recordar que un vínculo fortuito con un asesino en serie no tiene nada que ver con el destino.
—Mi padre se llama Sam —afirmé—. Eso me convierte en el Hijo de Sam, un asesino en serie de Nueva York que contó que su perro le decía que matara.
—Bueno, pues tienes vínculos fortuitos con dos asesinos. Admito que es algo extraño, pero sigo sin ver una conspiración cósmica en tu contra.
—Me apellido Cleaver
[2]
—dije—. ¿Cuántas personas conoce que se llamen como dos asesinos y un arma para matar?
El doctor Neblin se removió en la silla y dio golpecitos con el bolígrafo sobre el papel. Eso, como yo ya sabía, significaba que estaba intentando pensar.
—John —respondió un momento después—, me gustaría saber qué tipo de cosas te asustan en especial. Así que retrocedamos un paso y fijémonos en lo que has dicho antes. Dime cuáles son algunas de tus normas.
—Ya le he hablado sobre lo de mirar a la gente. Ésa es importante. Me encanta mirar, pero sé que si lo hago mucho tiempo me intereso demasiado por esa persona: querré seguirla, ver adónde va y con quién habla, y averiguar qué le hace ser quien es. Hace unos años me di cuenta de que estaba acosando a una chica de la escuela; la seguía a todas partes, no es broma. Ese tipo de cosas se salen de madre sin que te des cuenta, así que me inventé una norma: si miro a una persona demasiado tiempo, después no le hago caso durante una semana.
Neblin asintió, pero no me interrumpió. Me alegré de que no me preguntara cómo se llamaba la chica, porque hasta hablar sobre ella de esa manera me parecía una manera de violar la regla.
—También tengo una para los animales —dije—. Recordará lo que le hice a la ardilla.
Neblin sonrió, nervioso.
—La ardilla sí que no se acuerda.
Los chistes que hacía cuando se ponía nervioso empeoraban por momentos.
—Ésa no fue la única vez —dije—. Mi padre solía poner trampas en el jardín para atrapar ratones, topos y cosas así, y todas las mañanas yo tenía que salir y revisarlas. Y darle con una pala a cualquier cosa que todavía no estuviera muerta. Cuando tenía siete años empecé a abrir los animales con un cuchillo para ver qué aspecto tenían por dentro, pero cuando me puse a estudiar a los asesinos en serie dejé de hacerlo. ¿Ha oído hablar de la tríada de MacDonald?
—Los tres rasgos que comparten el noventa y cinco por ciento de los asesinos en serie —dijo el doctor Neblin—: enuresis nocturna, piromanía y crueldad con los animales. Admito que tú tienes los tres.
—Lo descubrí cuando tenía ocho años. Lo que realmente me afectó no fue el hecho de que la crueldad hacia los animales pudiese predecir un comportamiento violento, sino que hasta que lo leí nunca se me había ocurrido pensar que aquello estaba mal. Mataba animales y los hacía pedazos, y mi reacción emocional era la de un crío que juega con sus piezas de Lego. Es como si para mí no fuesen reales, como si estuvieran allí sólo para que yo jugase con ellos. Cosas.
—Si no te parecía que estuviese mal —preguntó el doctor Neblin—, ¿por qué dejaste de hacerlo?
—Porque entonces fue cuando me di cuenta de que era distinto de otras personas. Era algo que yo hacía todo el tiempo y que a mí no me parecía nada especial, y sin embargo resulta que el resto del mundo piensa que es un acto totalmente censurable. Entonces fue cuando supe que debía cambiar, y empecé con las normas. La primera fue: no hagas el tonto con animales.