Un aullido repentino rompió el silencio. Me eché atrás y dirigí la mirada primero hacia la puerta trasera y después a la de delante, una y otra vez, preguntándome por dónde iba a emerger el demonio. Mr. Monster chillaba dentro de mi cabeza, me decía que echara a correr, que saliera de allí, que me salvase y que ya lo intentaría otro día. Eso hubiese sido lo más inteligente, el comportamiento más analítico. El demonio seguiría vivo pero yo también. Tarde o temprano le pararía los pies sin correr riesgos.
Mi vista recayó en Neblin. «Él no se marcharía», pensé. Neblin había salido de su casa en mitad de la noche sabiendo perfectamente que el asesino andaba suelto y lo hizo porque quería ayudarme. Hizo lo que debía a pesar de que corría un gran peligro. «Tengo que dejar de pensar como un sociópata. Si no me pongo en peligro, Crowley volverá a matar.» Dos meses antes, incluso dos horas antes, la elección hubiese estado muy clara: hubiese salvado mi propio pellejo. Incluso en aquel momento sabía, pensando con objetividad, que era lo mejor que podía hacer. Pero Neblin había muerto intentando enseñarme a pensar como un humano normal, a sentirme como un humano normal. Y a veces los humanos normales y corrientes arriesgaban la vida ayudando a los demás por las cosas que sentían. Emociones. Conexiones. Amor. Yo no sentía nada de eso, pero a Neblin le debía por lo menos el intento.
Lo cogí por debajo de los brazos y tiré de él hacia mí; la camisa ensangrentada se me pegó a la chaqueta y me llenó de comprometedoras muestras de ADN. Se oyó otro aullido que provenía de la casa pero lo ignoré; levanté a Neblin y me eché hacia atrás para sacarlo del coche hasta que las piernas —que seguían limpias de sangre— cayeron sobre el asfalto. La sangre me empapó la ropa pero no cayó al suelo; apreté los dientes y di un paso. El cadáver pesaba más de lo que parecía; recordaba haber leído que los cuerpos sin vida eran más difíciles de levantar que los activos porque los músculos flácidos no compensan el movimiento ni el equilibrio. Era como un saco de cemento mojado, torpe e imposible de cargar. Mantuve la cabeza y los hombros bien pegados a mi pecho: lo tenía abrazado por debajo de las axilas sujetando las manos a la altura de su esternón. Girando mi propio cuerpo con cuidado, me apoyé sobre un pie y empujé la puerta con el otro; conseguí cerrarla casi por completo antes de que el brazo cayera hacia uno de los costados y el peso del cuerpo se trasladara. Caí sobre el coche, con el cuerpo bien sujeto, intentando mantenerlo recto. No había caído ni una gota de sangre, al menos por el momento.
Se oyó un estrépito en la casa, como si Crowley hubiera caído o chocado contra algo o como si lo hubiera destrozado en un ataque de rabia. Le di un empujoncito a la puerta para cerrarla y me giré un poco más, hasta que me encontré de cara a la calle; entonces retrocedí lentamente en dirección al jardín de los Crowley. Avanzaba cautelosamente, paso a paso, fiándome de mi memoria para que me guiara por entre los montones de nieve cuidadosamente apartada del camino para no tocarla ni dejar ningún rastro. Paso a paso. Oí otro estrépito, esta vez más cercano, en la planta baja, y apreté los dientes. Ya casi estaba.
Llegué hasta el cobertizo y maniobré para que las piernas de Neblin quedaran en dirección a la entrada. El cobertizo quedaba paralelo a la casa y al camino, y la puerta daba hacia el lado de la calle, así que yo siempre apartaba la nieve de delante, formando un caminito que salía del sendero principal. Tenía menos de dos metros de largo, pero era suficiente para rodear el cobertizo y meter el cadáver en el estrecho espacio que quedaba entre éste y la valla de tablones de madera. Estiré a Neblin todo lo que pude sin que yo sobresaliera por la parte de atrás del pequeño cobertizo y lo dejé caer sobre la nieve.
La puerta de atrás repiqueteó y aguanté la respiración. Los pies de Neblin todavía asomaban por delante del cobertizo, pero sólo unos cuantos centímetros. El espacio entre el cobertizo y la valla estaba protegido de las brillantes luces de los faros por una pared de nieve, así que el demonio no tenía por qué ver los pies. Pero si buscaba, si yo había dejado algún tipo de rastro visible, seguro que nos encontraría.
Aguanté la respiración una eternidad, presté atención a todo pequeño ruido: el rumor del motor, el suave tintineo del salpicadero, los latidos de mi corazón. El demonio dio unos cuantos pasos arrítmicos y debilitados al otro lado del cobertizo y pisó o tropezó con la nieve. La capa superior, helada, crujió bajo sus pies una, dos, tres veces, pero después volvió a pisar sobre cemento. Su paso era lento y poco firme. El plan podía funcionar.
Le oí arrastrar los pies por el camino de cemento: paso, pausa, paso, tropiezo. No me atrevía a respirar y cerré los ojos queriendo que el demonio cayera redondo y muriera, que tirara la toalla para siempre. Paso, pausa, paso, pausa, paso, gruñido. Se movía más lentamente que nunca. Yo me quedé totalmente quieto, con miedo de moverme ni que fuese un centímetro, y el frío, la nieve y el aire helado empezaron a pasarme factura. Volví a tener la misma sensación de fallo físico que sentí cuando descubrí al demonio, escondido en la nieve junto al lago Friqui, consciente de cada torpe latido y sensación titubeante. Tenía un hormigueo en los pies y las manos que me quemaba; esta sensación se convirtió en un cosquilleo adormecido y por último, en nada. Mi cuerpo era un mecanismo de relojería gastado, se me estaba acabando la cuerda poco a poco, el último engranaje iba a girar por última vez, el último muelle iba a saltar y el mecanismo se iba a parar para siempre.
Con mucha precaución para no perder el equilibrio y sin un buen lugar donde apoyar los pies en un espacio tan estrecho, me incliné hacia delante y poco a poco, imperceptiblemente, tiré de los pies de Neblin para esconderlos tras el cobertizo, centímetro a centímetro sin hacer ni un solo ruido. Los pasos del camino todavía se oían, pausados y cargados de angustia. Doblé las rodillas de Neblin y silenciosamente —muy, muy en silencio— se las apoyé contra el cobertizo. Una sombra negra atravesó la ráfaga de los faros y llenó la valla, el cobertizo y el jardín a mis espaldas con la gigantesca silueta del demonio: cabeza bulbosa y diez garras en forma de guadaña, el grueso abrigo y los pantalones colgando holgadamente de aquellas extremidades flacas e inhumanas. Me pregunté si había tenido la oportunidad de volver a su forma humana o si se había visto obligado a ayudar a Kay de aquella guisa. Debía de estar a punto de morir.
Con mucha delicadeza di un paso adelante, colocando los pies con mucho cuidado, y me asomé a mirar por el lateral del cobertizo. El demonio luchaba por mantenerse en pie, se tambaleaba junto al coche; cuando se apoyó en el capó, arañó la pintura con las zarpas. Avanzó trabajosamente hacia el lado del copiloto, se detuvo un momento prácticamente doblado por el dolor e intentó alcanzar la manilla de la puerta. Cuando levantó la mano del coche, perdió el equilibrio y se desplomó de costado sobre la nieve. Me quedé sin respiración y el pulso, aunque mi corazón ya estaba haciendo esfuerzos, se me aceleró todavía más. ¿Qué pasaba? ¿Estaba muerto? Con un gruñido patético el demonio se puso de rodillas, se apretó el pecho y emitió un aullido inhumano. Todavía no había muerto, pero estaba muy cerca de la muerte y lo sabía.
Se arrancó el abrigo y se abalanzó sobre el coche. Las enormes garras blancas parecían brillar en la oscuridad; las clavó en la chapa con una fuerza aterradora y así se puso en pie. Tendió una de las zarpas hacia la manilla pero se detuvo en seco. El demonio se quedó mirando el coche, inmóvil.
Había visto el asiento vacío. Sabía que su única esperanza se había desvanecido. El demonio cayó de rodillas y lloró: no era un rugido ni un gruñido, sino un llanto agudo cargado de lamentos.
Era el sonido que siempre asociaré a la palabra «desesperación».
El llanto se convirtió en un alarido —de rabia o frustración, no lo supe distinguir— y se puso en pie con gran dificultad. Vi cómo daba un paso en dirección a la casa y otro hacia la calle, demasiado confundido para decidirse, y después cayó de nuevo de rodillas. Avanzó centímetro a centímetro utilizando las garras para arrastrarse y finalmente cayó de bruces en el suelo. Sentí como si hubiera quedado atrapado en ese momento durante horas, esperando una sacudida, o una arremetida o un grito, pero no ocurrió nada. El mundo entero estaba helado e inmóvil.
Esperé un momento más, uno largo y desesperado, antes de atreverme a salir. El demonio estaba inerte sobre el cemento, tan apagado como la superficie sobre la que estaba tendido. Salí lentamente de mi escondite y avancé poco a poco sin apartar la mirada del cuerpo. Tenues remolinos de vapor se elevaban en el aire de la noche. Caminé pausadamente hacia él, entrecerrando los ojos para protegerme del reluciente brillo de los faros y me quedé mirándolo.
Era una sensación peculiar, como un estremecimiento visceral que rápidamente se convierte en trascendencia: no se trataba de un cadáver cualquiera, era mío, mi propio cuerpo, tendido y totalmente inmóvil. Era como una obra de arte, algo que yo había hecho con mis propias manos. Me invadió una sensación de orgullo y comprendí por qué tantos asesinos en serie dejaban que los cuerpos de sus víctimas fuesen descubiertos: cuando creabas algo tan hermoso, querías que todo el mundo lo viera.
Estaba muerto, por fin.
Sin embargo, me pregunté por qué no se estaba descomponiendo del mismo modo que hacían los órganos viejos. Si la energía que los mantenía en funcionamiento había desaparecido, ¿por qué seguía… entero?
Un resplandor me llamó la atención y levanté la cabeza de golpe. La luz venía de la ventana del salón de casa. Un segundo después, las cortinas se abrían. Era mi madre: seguramente había oído el bramido del demonio y buscaba una explicación. Me agaché junto al coche, fuera de la luz de los faros, a tan sólo un par de metros del demonio muerto. Se quedó en la ventana un buen rato antes de apartarse y dejar que la cortina volviese a su lugar. Esperé a que apagara la luz pero ésta continuó encendida. Un momento después se encendió la luz del baño y yo negué con la cabeza. Ella no había visto nada.
El demonio se movió.
Al instante concentré toda mi atención en el demonio caído, que estaba tan cerca que prácticamente podía tocarlo. Giró la cabeza hacia un lado y el brazo izquierdo dio una sacudida salvaje. Me levanté y retrocedí un paso. El demonio agitó el brazo una vez más antes de plantarlo firmemente en el suelo y apoyarse en él. Levantó los hombros con la cabeza aún colgando y dio una patada al costado. Luchó un momento con la pierna antes de abandonar e intentarlo con el otro brazo. Se estaba arrastrando.
Levanté la mirada justo a tiempo para ver que se encendía otra luz, esta vez la de mi habitación. Mi madre había entrado para ver si estaba bien y se había dado cuenta de que no estaba en la cama.
«¡Haz algo!», grité para mis adentros. El demonio avanzó la distancia de su larguirucho brazo y después tendió el otro. De algún modo, había conseguido revivir, como cuando mató al padre de Max. Sólo que esta vez no tenía un cuerpo fresco a tan sólo un metro de distancia. La fuente de órganos más cercana era yo y al parecer ni siquiera sabía que estaba allí. En lugar de eso, se arrastraba…
Hacia mi casa.
Las zarpas se clavaron en el asfalto, justo al otro lado de la alcantarilla, y volvió a tirar de sí para avanzar. Los movimientos eran lentos pero decididos y poderosos. Cada movimiento que hacía parecía tener más fuerza, ser un poco más rápido.
Otra luz y más movimiento: mi madre había abierto la puerta lateral y estaba junto a la puerta, iluminada por la luz de las escaleras, visible como un faro. Llevaba el grueso abrigo por encima del camisón y tenía los pies enfundados en un par de botas altas de nieve.
—¿John? —Su voz se oyó clara y alta, y tenía el tono descarnado que yo reconocía como preocupación. Había salido a buscarme.
El demonio estiró otro brazo y emitió un gruñido sobrenatural mientras se acercaba a mi casa. Se movía con mayor rapidez y parecía más impaciente. A medida que avanzaba iba dejando pegotes negros en el asfalto que chisporroteaban con un calor antinatural y se descomponían en segundos. Mi madre debió de oírle y se volvió hacia él. Ya estaba a medio camino entre el coche y ella.
—¡Entra en casa! —chillé y me abalancé corriendo hacia ella.
El demonio levantó la cabeza de golpe y cuando pasé hizo un intento desesperado de agarrarme con sus largos brazos. Corrí hacia un lado y lo esquivé, pero se puso en pie de un salto y vino a por mí. Yo me tambaleé hacia el costado y el demonio cayó; no me agarró por unos escasos centímetros. Cayó con fuerza sobre el asfalto y aulló de dolor.
—John, ¿qué pasa? —gritó mi madre mirando con horror al demonio que estaba tirado en la calzada.
No podía verlo bien desde donde estaba pero sí lo suficiente como para estar aterrorizada.
—¡Entra! —repetí antes de pasar junto a ella como una exhalación y tirar de ella hacia dentro.
Los guantes le dejaron manchas de color rojo oscuro en el abrigo.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Ha matado a Neblin —dije y la metí en casa—. ¡Vamos!
El demonio estaba otra vez en movimiento, arrastrándose directamente hacia nosotros con aquella boca bestial llena de colmillos luminiscentes, afilados como agujas. Mi madre estaba a punto de cerrar de golpe pero yo cogí la puerta y la forcé a abrirla.
—¿Qué haces?
—Tenemos que dejarle entrar —dije intentando empujarla hacia la funeraria. No había manera de moverla—. Tenemos que ponérselo fácil porque si no irá a casa de los vecinos.
—¡Aquí no entra! —chilló.
Había llegado a la acera de delante de casa.
—Es lo único que podemos hacer —dije y la aparté.
Soltó la puerta y cayó contra la pared, mirándome con el mismo horror que le había dedicado al demonio. Era la primera vez que despegaba los ojos de él y recorrió la sangre que me cubría el pecho y los brazos con la mirada. El monstruo de mi interior se encabritó con el recuerdo del cuchillo en la cocina, ansioso por volver a dominarla a través del miedo, pero lo tranquilicé y abrí la puerta que conducía a la funeraria. «Enseguida matarás.»
—¿Adónde vamos? —preguntó mi madre.
—A la parte de atrás.
—¿A la sala de embalsamar?
—Espero que eso sepa encontrar el camino.
La llevé conmigo al vestíbulo de la funeraria, encendí las luces y me apresuré a cruzarlo en dirección a la sala de atrás. La puerta dio un golpe a nuestras espaldas, pero no nos atrevimos a mirar. Mi madre chilló y corrimos hacia el vestíbulo de atrás.