No soy un serial killer (17 page)

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Authors: Dan Wells

Tags: #Intriga, Terror

BOOK: No soy un serial killer
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Su comportamiento no indicaba ningún tipo de miedo, así que decidí volver al principio: al perfil psicológico que empecé a hacer cuando creía que era un asesino en serie. Bien entrada la noche, rescaté la libreta y leí la lista: «Se acerca a las víctimas en persona y las ataca cuerpo a cuerpo.» Antes pensaba que eso decía algo importante sobre su psicología y el porqué de sus actos, pero ahora sabía que no me equivocaba: hacía lo que hacía porque necesitaba órganos nuevos y atacaba cuerpo a cuerpo porque sus demoníacas zarpas eran simplemente la mejor arma que tenía.

La siguiente entrada era justo lo que andaba buscando: «No quiere que nadie sepa quién es.» Max me había obligado a escribir eso aunque yo pensaba que era demasiado obvio. Y el problema era que tan obvio era que en realidad no lo había tenido en cuenta. Se trataba del temor perfecto: no quería que nadie supiese lo que era en realidad. Sonreí para mis adentros.

—No es un hombre lobo, Max, pero te acercaste bastante.

El señor Crowley era un demonio y no quería que nadie lo supiera. Ni siquiera un asesino normal y corriente querría que sus secretos salieran a la luz. Lo que el señor Crowley temía más —lo primero que podía utilizar para presionarlo— era que lo descubrieran. Era el momento de enviarle una nota.

Escribirla fue más complicado de lo que yo esperaba. Igual que con la llamada al número de emergencias, no quería que nadie pudiera relacionarla conmigo. Obviamente, no podía utilizar mi propia letra, así que necesitaba un ordenador para imprimirla, pero incluso eso tenía una pega: una vez leí que en un caso de asesinato llamaron a un experto para probar con qué máquina de escribir se había escrito una falsa nota de suicidio y, que yo supiera, a lo mejor podían hacer lo mismo con las impresoras. Yo prefería ser precavido que lamentarme después, y eso significaba que no podía utilizar la de casa. La del instituto era una posibilidad, pero para utilizar las impresoras teníamos que iniciar nuestra sesión y eso dejaría un registro electrónico clarísimo de quién había escrito la nota. Decidí utilizar la impresora de la biblioteca en hora punta, cuando nadie iba a tener tiempo de prestarle atención a un chaval de quince años. Podía entrar disimuladamente, escribir la nota, imprimirla y largarme sin dejar ni rastro. Como seguía haciendo un frío que pelaba, hasta podía llevar guantes sin levantar sospechas y evitar así dejar huellas. Enterré la nota entre líneas de texto sin sentido, por si acaso alguien llegaba a la impresora antes que yo y leía lo que yo había escrito. Cuando llegué a casa, recorté la frase que quería y la pegué sobre una hoja en blanco.

La primera nota era sencilla:

SÉ LO QUE ERES.

Entregar la nota fue tan complicado como prepararla. Tenía que dejarla en algún lugar donde Kay no fuese a encontrarla, porque ella seguramente iría directa a la policía o, como mínimo, se lo comentaría a algún vecino. Cualquier persona normal lo haría. Por lo contrario, el señor Crowley lo mantendría en secreto, sin duda. No querría revelar nada que pudiese hacerle parecer sospechoso. Si llevaba la nota a la policía, querrían saber más sobre él: posibles enemigos, cosas que podría haber hecho, cualquier cosa que podría provocar una venganza. Aunque prefería evitar todas esas preguntas y sobre todo no quería tener que responderlas ante la policía. Sí, seguro que él no decía nada al respecto pero solamente si era el único que la veía.

El otro problema era encontrar la manera de entregar la nota sin que fuera obvio que lo había hecho yo. Sería muy fácil esconderla en el cobertizo, por ejemplo, porque Kay nunca la iba a encontrar allí, pero es que yo entraba en ese lugar continuamente. Sería la primera persona en la que pensaría cuando intentara averiguar quién la había dejado allí. Y tampoco quería dejarla en algún sitio que le hiciera sospechar de los diferentes puntos de vigilancia que tenía alrededor de la casa. Si la deslizaba, por ejemplo, por la ventana de la cocina, ya no podría volver a esconderme fuera y observarlo mientras desayunaba. Tenía que escoger el método de entrega con mucho cuidado.

Finalmente me decidí por el coche. Crowley y su esposa lo usaban a partes iguales, pero había casos específicos en que uno lo sacaba sin que estuviera el otro: por ejemplo, Kay salía a hacer la compra los miércoles por la mañana y siempre iba sola. En cuanto al señor Crowley, su momento eran los partidos de fútbol americano, que la mitad de las veces solía ver en el bar del centro. Empecé a observar las actividades de las tardes y las noches y a compararlas con la programación de la tele, y descubrí que iba al bar siempre que ponían un partido de los Seattle Seahawks en la ESPN: supongo que en casa no tenía ese canal. La siguiente vez que se jugó un partido de los Seahawks me deslicé hasta el coche a hurtadillas antes de que se marchara y dejé la nota doblada debajo del limpiaparabrisas.

Vigilé la entrada a su casa desde la ventana, mirando a través de una rendija tan pequeña de la persiana que era imposible que supiera que yo estaba allí. Salió de casa sonriendo alegremente por algún motivo y descubrió la nota mientras abría la puerta del coche. La cogió, la desplegó e inspeccionó la calle con una mirada oscura. Había perdido la alegría de golpe. Di un paso atrás y desaparecí en la oscuridad de la habitación. Cuando entró en el coche y se marchó, yo apenas lo veía.

***

Unas cuantas noches más tarde hubo una fiesta del grupo de vigilancia del vecindario, que es cuando todos los vecinos de la calle se juntan en el jardín de los Crowley y hablan y ríen y fingen que no pasa nada, y mientras tanto todas las casas están vacías, listas para recibir a los ladrones. Sin embargo esa fiesta en particular no iba de robos sino de asesinatos en serie y estábamos todos reunidos en un grupo grande y seguro, cuidando los unos de los otros. Hubo incluso un pequeño discurso sobre la seguridad y sobre cerrar la puerta con llave y cosas así. Quería avisarles de que lo más seguro que podían hacer era no traer a todo el vecindario al jardín del señor Crowley, pero esa noche parecía bastante inofensivo. Si era capaz de volverse loco de repente y matar a cincuenta personas de golpe, al menos aquel día no parecía estar a punto de hacerlo. Y yo tampoco estaba preparado para atacarle; aún intentaba aprender más sobre él. ¿Cómo matar algo que se había recuperado de una lluvia de balas? Una cosa así requiere mucha planificación y ésta requiere tiempo.

Más que para hablar sobre seguridad, la fiesta era en realidad para convencernos de que no estábamos vencidos, de que incluso con un asesino en casa no teníamos miedo y de que no íbamos a acabar reducidos a una turba. Bueno, lo que sea. Lo que realmente importaba, más que cualquier declaración vacía de valentía, era el hecho de que estábamos asando perritos calientes, cosa que significaba que tenía la oportunidad de cuidar del fuego en la parrilla de los Crowley.

Empecé con una llamarada gigantesca, quemando pedazos enormes de un árbol muerto que los Watson habían cortado en su jardín durante el verano. El fuego resplandecía y desprendía calor, lo que era perfecto para empezar la fiesta; después, durante la interminable charla sobre seguridad, yo me puse manos a la obra con el atizador y un par de pinzas, y empecé a darle forma al fuego y cultivarlo hasta conseguir un espeso lecho de brasas al rojo vivo. Los fuegos para cocinar son diferentes de los normales porque lo que buscas es una temperatura uniforme y constante en lugar de simple luz y calor. Las llamas dan paso a pequeñas llamaradas y al intenso resplandor rojo de la madera que se quema desde dentro hacia fuera. Coloqué la madera con cuidado, haciendo pasar oxígeno por una especie de chimeneas en miniatura para crear amplios hornos ardientes. La reunión terminó justo a tiempo, y los asistentes se acercaron para cocinar.

Brooke estaba allí con su familia, claro, y, sin que fuese obvio, la miré mientras ella y su hermano pinchaban un par de salchichas y se acercaban a la parrilla. Brooke sonrió al agacharse junto a mí; su hermano estaba al otro lado. Sujetaban los palos sobre el centro del fuego, donde aún danzaban las llamas, y yo luché conmigo mismo durante treinta segundos antes de atreverme a hablar con ella.

—Inténtalo aquí abajo —dije señalando uno de los lechos de brasas con las pinzas—. Se harán mejor.

—Gracias —dijo Brooke y le señaló el lugar a Ethan con entusiasmo. Cambiaron los perritos de sitio e inmediatamente empezaron a ponerse oscuros y a cocinarse—. Vaya, genial. Sabes mucho sobre fuegos.

—Cuatro años con el grupo de escoltas. Es la única organización que enseña a los niños a encender cosas.

Brooke se rió.

—Seguro que la insignia al mérito incendiario la conseguiste a la primera.

Quería seguir hablando, pero no sabía qué decir; en la fiesta de Halloween ya había hablado más de la cuenta. Seguramente la aterroricé y no quería repetirlo. Por otro lado, me encantaba su risa y quería volver a oírla. El caso es que supuse que si ella había hecho un chiste sobre provocar fuegos, seguramente yo también podía hacer otro sin sonar demasiado raro.

—Dijeron que era el mejor alumno que habían tenido —empecé—. La mayoría de los escoltas solamente se las apañan para quemar una cabaña, pero yo hice arder tres y un almacén abandonado.

—No está mal —dijo sonriendo.

—Me enviaron a una competición nacional —añadí—. ¿Recuerdas el incendio del verano pasado en California?

Brooke sonrió.

—¿Fuiste tú? Vaya, buen trabajo.

—Sí, me dieron un premio. Es una estatuilla, como un Oscar pero con la forma del oso Smokey
[3]
y está llena de gasolina. Mi madre pensó que era un frasco de miel y me la puso en un sándwich.

Se rió a carcajadas, estuvo a punto de dejar caer el perrito caliente y se volvió a reír de su propia torpeza.

—¿Están ya? —preguntó Ethan examinando el perrito. Era la quinta vez que lo sacaba del fuego y apenas había tenido tiempo de dorarse.

—Eso parece —dijo Brooke mirando el suyo y poniéndose en pie—. ¡Gracias, John!

Asentí y miré cómo se acercaban a la mesa plegable para buscar un panecillo y mostaza. La vi sonreír y aceptar la botella de ketchup que le ofreció el señor Crowley, y el monstruo que tenía en mi mente se irguió, enseñó los colmillos y rugió con ira. ¿Cómo se atrevía a tocarla? Parecía que iba a tener que estar al tanto de Brooke para mantenerla a salvo. De pronto me di cuenta de que estaba enseñando los dientes y obligué a mi boca a convertirse en una sonrisa. Al volverme de nuevo hacia el fuego vi que mi madre me dedicaba una sonrisa traviesa desde el otro lado y gruñí para mis adentros, pues no quería ni imaginarme los comentarios estúpidos que seguramente me iba a hacer al llegar a casa. Decidí quedarme en la fiesta hasta lo más tarde que pudiese.

Brooke y Ethan no volvieron junto al fuego para comer, y esa noche ya no tuve más oportunidades de hablar con ella; la vi repartiendo vasos de poliestireno con chocolate caliente y creía que me iba a traer uno, pero la señora Crowley se le adelantó. Me bebí el chocolate y tiré el vaso al fuego; los restos se ennegrecieron sobre la madera, y el poliestireno se retorció, y le salieron burbujas y acabó desapareciendo entre las brasas. La familia de Brooke se marchó poco después.

Un rato más tarde ya no quedaban perritos que asar y la gente se fue marchando, pero yo alimenté las brasas con un par de troncos grandes y avivé el fuego hasta conseguir una columna de estrepitosas llamas. Era precioso: tan caliente que los rojos y naranjas se convirtieron enseguida en un amarillo blanquecino y cegador, tan caliente que la gente se apartó y yo me quité el abrigo. Junto a la hoguera se estaba tan bien como en un día de verano, despejado y caluroso, aunque unos metros más allá era de noche y finales de diciembre. Caminaba a su alrededor, atizándolo, hablando y riéndome con él mientras destruía la madera y aniquilaba los platos de papel. La mayoría de los fuegos crepitan, pero en realidad ésa no es su lengua, sino que es la madera la que habla. Para oír al fuego hace falta una hoguera grande como aquélla, un horno tan potente que ruja con su propia corriente de aire. Me agaché muy cerca y oí su voz, un aullido susurrado de júbilo y rabia.

En clase de biología habíamos hablado de la definición de la vida: para ser clasificado como ser viviente, una cosa debe comer, respirar, reproducirse y crecer. Los perros hacen todo eso, pero las piedras no; los árboles sí, el plástico no. El fuego, según esa definición, bulle de tanta vida. Come de todo, desde madera a carne, y excreta los residuos en forma de ceniza; respira aire como los humanos, absorbiendo oxígeno y emitiendo carbono. El fuego crece y, a medida que se extiende, crea otros nuevos que se extienden y a su vez generan más fuegos. El fuego bebe gasolina y excreta cenizas, lucha por el territorio, ama y odia. A veces, cuando me fijo en la gente que recorre penosamente su rutina diaria, pienso que el fuego está más vivo que nosotros: es más brillante y caliente, está más seguro de sí mismo y sabe adónde quiere ir. El fuego no se conforma; el fuego no tolera; el fuego no se las arregla meramente para sobrevivir. El fuego hace.

El fuego es.

—«¿Con qué alas osó elevarse?» —dijo una voz.

Me di media vuelta y vi al señor Crowley sentado unos metros más atrás en una silla de acampada, mirando fijamente las profundidades del fuego. Todos los demás se habían marchado, pero yo estaba tan absorto en las llamas que no me había dado cuenta.

El señor Crowley parecía distante y preocupado; no me hablaba a mí como yo había creído al principio, sino que lo hacía consigo mismo. O quizá con el fuego. Sin apartar la mirada de las llamas, volvió a hablar.

—«¿Y qué mano osó tomar ese fuego?»

—¿Qué? —pregunté.

—¿Qué? —dijo, como si acabara de despertar de un sueño—. Oh, John, todavía estás aquí. Nada, sólo era un poema.

—No lo conozco —repliqué, volviéndome hacia el fuego.

La fogata se había reducido; seguía siendo fuerte, pero ya no tanto. Debería haber estado aterrorizado, de noche y a solas con un demonio; pensé de inmediato que de algún modo debía de haberme descubierto, que tenía que saber que yo conocía su secreto y le había dejado la nota. Pero era obvio que tenía la cabeza en otra parte; estaba claro que algo le había llevado a aquel estado tan melancólico. Era probable que estuviera pensando en la nota, pero no en mí.

Es más, sus pensamientos eran absorbidos por el fuego, eran atraídos hacia él y lo impregnaban como el agua empapa una esponja. Viéndolo mirar el fuego supe que lo amaba igual que yo. Por eso estaba hablando; no porque sospechase de mí, sino porque ambos teníamos una conexión con el fuego y, por lo tanto, de algún modo, también el uno con el otro.

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