No me iré sin decirte adónde voy (6 page)

Read No me iré sin decirte adónde voy Online

Authors: Laurent Gounelle

Tags: #Otros

BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
13.08Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Y, suponiendo que eso sea verdad, ¿cuáles serían los beneficios que encontraría en ello?

—Según lo que pude constatar ayer, te gusta pasar por el que se esfuerza por los demás, y esperas ser apreciado a cambio por tus «sacrificios». Además, te gusta compadecerte de ti mismo y atraer así la simpatía de la gente. Entre nosotros, todo eso es un cuento: los estudios muestran que todos nos sentimos más atraídos por los que asumen sus elecciones y viven lo que han decidido vivir. Al final, tus lloriqueos sólo te conmueven a ti.

—Eso no impide que objetivamente, muy objetivamente, crea haber tenido menos suerte que otros en la vida, a día de hoy. Empezando por mi medio social de origen. Lo siento, pero es mucho más fácil ser feliz cuando se ha nacido en un medio acomodado donde se tiene todo lo que se quiere.

—¡Pero qué dices! Eso son gilipolleces…

—En absoluto. Todos los sociólogos le dirán que los niños nacidos en medios sociales prósperos tienen muchas más oportunidades de cursar estudios superiores que los niños de medios modestos y, por tanto, tener acceso a empleos más prestigiosos.

—¡Pero es que eso no tiene nada que ver con la felicidad! Se puede ser un ingeniero desgraciado o un obrero feliz. Además, te recuerdo que eres un ejecutivo… La injusticia recae sobre todo en el amor y la educación que un hijo recibe de sus padres, quienes, en efecto, contribuirán en su felicidad futura. En eso, de acuerdo, hay desfavorecidos, pero eso no tiene relación con el medio social. ¡Y no porque uno sea rico sabe dar amor a sus hijos y dosificar correctamente la autoridad para educarlos! Mira a tu alrededor.

—Bueno, en cualquier caso, en ese punto tampoco podrá decirme que haya tenido suerte: ¡ni siquiera he tenido padre!

—Sí, pero ahora eres adulto, y puedes aprender a hacer algo más que lamentarte y llorar por tu suerte.

El Mercedes giró primero por el bulevar Malesherbes y luego en dirección a Batignolles. Yo estaba muy irritado con el discurso de Dubreuil.

—Alan…

—¿Qué?

—No hay víctimas felices, ¿me oyes? Eso no existe.

Se calló unos instantes como para dejar que sus palabras se impregnaran en mí. Recibí su frase como un dardo en pleno corazón, y ahora su silencio hundía el cuchillo en la herida.

—Bueno, vale, entonces, ¿qué puede hacer uno para no dejarse caer más en el papel de víctima? Porque si, además, es inconsciente, no veo cómo voy a poder salir de él…

—Para mí, la mejor forma es aprender a hacer otra cosa. Una vez más, si hacerte la víctima es tu «mejor opción», está claro que tu cerebro no tiene muchas más posibilidades. Así pues, debes desarrollarlas. ¿Sabes?, la naturaleza tiene pánico al vacío. Luego, si sólo intentamos suprimir ese papel de víctima y no sabes hacer nada más en su lugar, no funcionará. Te resistirás al cambio. Lo mejor es, entonces, que descubras que puedes hacer otra cosa. Después, confío en ello: tu cerebro elegirá rápidamente él mismo esa nueva opción si te aporta más beneficios.

—¿Y cuál será esa nueva opción?

—Bien, voy a enseñarte a lograr lo que quieres en el día a día. Si lo consigues, ya no necesitarás hacerte la víctima. Escucha, sé que no era más que una anécdota, pero ayer me dejaste de piedra cuando me contaste que la mala suerte te perseguía hasta en los actos más insignificantes de la vida cotidiana. Me dijiste que, cuando comprabas una barra en la panadería, normalmente te la daban demasiado cocida, ¡mientras que a ti te gusta el pan poco hecho!

—Exactamente.

—¡Pero eso es una tontería! Quiere decir que ni siquiera eres capaz de decir: «No, ésta está demasiado cocida. ¿Podría darme esa de al lado?».

—Que sí, ¡que soy capaz! Es sólo que no quiero molestar a la panadera cuando está hasta arriba de clientes esperando. Eso es todo.

—¡Pero si eso no le llevaría ni dos segundos! Prefieres comerte un pan demasiado hecho, que no te gusta, ¡antes que hacerle perder dos segundos de su tiempo! No, la verdad es que no te atreves a decírselo. Tienes miedo a contrariarla para conseguir lo que quieres. Tienes miedo de que te vea exigente, desagradable, y que no le caigas bien. Y tienes miedo además de que los demás clientes se irriten, se impacienten.

—Es posible…

—En tu lecho de muerte podrás decir: «No he hecho nada con mi vida, no he tenido nada de lo que quería, pero a todo el mundo le parecía bueno.» Estupendo.

Empezaba a sentirme francamente mal. Aparté la mirada de ese hombre de discurso perturbador y dejé vagar la mirada por los edificios, los comercios y la gente que desfilaba delante de mí.

—Tengo una gran noticia —añadió él.

—¿Ah, sí?

Escéptico, ni siquiera me molesté en mirarlo.

—La gran noticia es que todo eso es el pasado. Nunca más volverás a comer pan demasiado cocido. Nunca más —dijo escrutando los alrededores—. Vladi, ¡detente!

El chófer paró el vehículo y puso las luces de emergencia. Unos coches pasaron pitando por nuestro lado.

—¿Qué te apetece de ahí dentro? —prosiguió Dubreuil, señalando una panadería.

—En este momento, nada. Absolutamente nada.

—Muy bien. Entonces vas a entrar, pedirás pan, un bollo o lo que sea y, cuando te lo hayan dado, buscarás un pretexto para rechazarlo y pedir otra cosa. Te inventarás otra razón para rechazar lo segundo, luego lo tercero y lo cuarto. Luego les dirás que, al final, no quieres nada y volverás a salir por la puerta.

Sentí cómo se me anudaba el estómago, cómo mis mejillas comenzaban a arder. Me quedé sin habla durante al menos quince segundos.

—No puedo hacer eso.

—Sí. Dentro de pocos minutos tendrás la prueba.

—Va más allá de mis fuerzas.

—¡Vladi!

El chófer bajó, me abrió la portezuela y esperó. Fulminé a Dubreuil con la mirada y luego salí de mala gana. Una ojeada a la panadería. Hora de afluencia antes del cierre. Sentí cómo mi corazón latía a toda velocidad.

Me puse a la cola como si esperase mi turno para subir al cadalso. Era la primera vez desde mi llegada a Francia que el olor del pan recién hecho me repelía. Desde el interior, éste se bombeaba como en una fábrica. La dependienta reformulaba los pedidos de los clientes para la cajera, quien los repetía en voz alta al tiempo que distribuía las monedas en la caja y su compañera se ocupaba del siguiente cliente. Un auténtico ballet bien ejecutado. Cuando llegó mi turno había ya ocho o diez clientes detrás de mí. Tragué saliva.

—¿Señor? —me interpeló la dependienta en un tono agudo.

—Una baguette, por favor.

Mi voz era queda, como si se hubiera atascado en la garganta.

—¡Y una baguette para el señor!

—Un euro con diez —dijo la cajera.

Tenía una pronunciación ceceante y lanzaba perdigones al hablar, pero nadie parecía pensar en poner su pan al abrigo.

—¿Señora? —la dependienta se dirigía ya al siguiente cliente.

—Una napolitana.

—¡Y una napolitana para la señora!

—Perdóneme, ¿tendría una menos cocida, por favor? —me obligué a decir.

—Un euro con veinte, la señora.

—Tenga —dijo la dependienta tendiéndome otra—. Señora, ¡es su turno!

—Un pan de molde cortado.

—Esto…, disculpe. Al final me llevaré un pan de salvado.

El ruido de la máquina de rebanar solapaba mi voz. No me oía.

—¡Pan de molde para la señorita!

—Un euro con ochenta.

—¿Señora?

—No, disculpe —volví a decir—. Al final me llevaré un pan de salvado.

—¡Y un pan de salvado además de la baguette para el señor!

—Entonces son tres euros con quince —dijo la cajera escupiendo una lluvia de perdigones.

—Joven, su turno.

—No, era en lugar de la baguette, no además.

—Dos barras —pidió el joven.

—Bueno, entonces dos euros con cinco, el señor, y dos euros con diez, el joven.

—¿Señora? —dijo la dependienta.

Me sentía mal. No tenía valor para seguir. Eché una ojeada a Dubreuil. El chófer estaba de pie cerca del coche, con los brazos cruzados sobre el pecho. No me quitaba la vista de encima.

—Media baguette muy cocida —dijo una anciana.

—Perdóneme —le dije a la dependienta—, he cambiado de opinión. Lo siento, pero al final querría yo también media baguette.

—Bueno, el caballero no sabe lo que quiere —dijo con su voz aguda cogiendo la otra mitad de la baguette que había cortado para la anciana.

Tenía mucho calor, sudaba metido en mi traje.

—Sesenta céntimos, la señora, y otro tanto, el caballero.

—¿Señora?

—Estoy echando un ojo —dijo una joven que observaba los pasteles con evidente sentimiento de culpabilidad.

Tenía que evaluar el número de calorías de cada uno.

—¿Algún problema más, señor? —me dijo la dependienta, suspicaz.

—Escuche…, de verdad que lo siento… Sé que… estoy abusando pero… pan de molde. Creo que es pan de molde lo que quiero. Sí, ¡eso es! ¡Pan de molde!

Me miró fijamente con una irritación manifiesta. No me atrevía a volverme, pero tenía la impresión de que los clientes atascados detrás de mí iban a agarrarme por el pescuezo y a arrojarme fuera.

Suspiró y luego se volvió para coger el pan de molde.

—¡No! ¡Deténgase! Al final…

—¿Sí? —dijo en tono alterado, sin duda al borde de un ataque de nervios.

—No quiero… nada… Al final, no quiero nada. Gracias…, lo siento… Gracias.

Di media vuelta, remonté toda la cola de clientes con la cabeza baja, sin mirarlos, y salí corriendo como un ladrón.

El chófer me esperaba con la puerta abierta, como si fuese un ministro, pero me sentía tan avergonzado como un chico al que acaban de pillar después de haber intentado robar un caramelo de un escaparate. Me metí en el Mercedes, sudando.

—Estás tan colorado como un inglés que acaba de pasar una hora al sol en la Costa Azul —dijo Dubreuil, visiblemente muy divertido.

—No tiene gracia. De verdad, no tiene gracia.

—¿Ves?, lo has conseguido.

No respondí. El coche arrancó.

—Bueno, tal vez hemos empezado demasiado fuertes —añadió—, pero te prometo que dentro de pocas semanas serás capaz de hacer eso riéndote.

—Pero ¡es que no me interesa! ¡No quiero convertirme en un pesado! Además, ¡no soporto a los pesados! Me horroriza la gente demasiado exigente que hace sudar a todo el mundo. ¡No me apetece parecerme a ellos!

—No se trata de que te conviertas en un pesado. No te haré pasar de un extremo al otro. Sólo quiero que aprendas a conseguir lo que quieres, aun a riesgo de molestar un poco. Quien puede con lo más pesado puede también con lo más ligero. Así pues, voy a empujarte a hacer un poco más de lo necesario para que luego estés cómodo pidiendo lo que es natural reclamar.

—Entonces, ¿cuál es el próximo paso?

—En los días venideros, visitarás al menos tres panaderías al día y solicitarás sólo dos cambios en relación con lo que te den. No es complicado.

En comparación con lo que acababa de hacer, eso me pareció en efecto aceptable.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Hasta que se convierta en algo completamente natural para ti y no te exija ningún esfuerzo. Y acuérdate de que puedes ser exigente y amable al mismo tiempo. No es necesario ser desagradable.

El Mercedes llegó frente a mi casa. Vladi bajó del vehículo y me abrió la puerta. Bocanada de aire fresco.

—¡Buenas noches! —dijo Dubreuil.

Salí sin responder.

Étienne emergió de debajo de la escalera y abrió unos ojos como platos al ver el coche.

—Vaya, cómo se lo pasa el señorito —dijo acercándose.

Cogió su sombrero e hizo como si barriese el suelo delante de mí, retrocediendo al mismo tiempo que yo avanzaba.

—Señor presidente…

De pronto me sentí obligado a darle una moneda.

—Monseñor es muy bueno —dijo con su voz ronca, ejecutando una reverencia exagerada.

Tenía la mirada pícara del que logra siempre lo que quiere.

Yves Dubreuil cogió su móvil y pulsó un par de teclas.

—Buenas noches, Catherine, soy yo.

—¿Y bien?

—Por el momento, sigue. Como estaba previsto.

—No creo que esto continúe por mucho tiempo. Tengo muchas dudas.

—Siempre tienes dudas, Catherine.

—Acabará rebelándose.

—Lo dices porque tú te rebelarías si estuvieses en su lugar…

—Puede ser.

—En cualquier caso, nunca he visto a nadie que tenga tanto miedo incluso de su sombra.

—Eso es precisamente lo que me angustia. Por esa razón creo que nunca tendrá el valor de hacer todo cuanto vas a pedirle.

—Al contrario. Ese miedo nos será útil.

—¿De qué modo?

—Si no quiere seguir, lo haremos de manera que continúe… por miedo.

Un silencio.

—Eres temible, Igor.

—Sí.

4

A
l cabo de una semana conocía ya todas las panaderías del decimoctavo distrito. Acabé constatando que el mejor pan se compraba en la situada a dos pasos de mi casa, a la que iba con frecuencia. O tal vez fuera sólo fruto de la sugestión.

Compraba entonces tres baguettes al día y me deshacía del excedente con Étienne. El hombre, encantado al principio, ¡tuvo la cara de decirme al cabo de cinco días que estaba harto de comer pan!

El ser humano está hecho de tal modo que se acostumbra a todo, o a casi todo. Debo reconocer que lo que me costaba un esfuerzo casi sobrehumano al comienzo no requería más que una simple resolución al cabo de una semana. Pero eso exigía de todos modos una decisión consciente por mi parte. Era necesario que me preparase. Una tarde me encontré en la panadería a mi vecino y charlamos guardando la cola. Cuando llegó mi turno y me sirvieron, no obstante, una baguette demasiado hecha, no tuve reflejos para rechazarla. Había bastado que mi atención se distrajese con la conversación para que recuperase mi antigua costumbre de aceptar automáticamente lo que me proponían. En resumen, estaba bien tratado pero, aun así, en absoluto curado.

Mi vida en la oficina continuó, más triste que nunca. ¿Fue por tratar de compensar la degradación del ambiente que Luc Fausteri propuso a los consultores de su área unirse a él todas las mañanas a las ocho para hacer
footing
? Como el tipo no era en absoluto creativo, estaba convencido de que esa idea descabellada ni siquiera procedía de él. Debía de haberla sacado de un libro para aprender a trabajar en equipo del tipo
Convierta a sus colaboradores en triunfadores
. En cualquier caso, el proyecto había sido aprobado por la jerarquía, ya que había logrado que Grégoire Larcher, su superior, accediera a instalar duchas comunes en el edificio. Increíble.

Other books

Pricolici by Alicia Nordwell
Scarred Hearts (Blackrock) by Kelly, Elizabeth
Game for Five by Marco Malvaldi, Howard Curtis
I Am in Here by Elizabeth M. Bonker