Sentía que estaba a punto de ceder.
—Por favor…
—Está bien. Suba detrás, delante llevo unos paquetes y no voy a moverlos ahora por usted. ¡Que ni siquiera lo conozco, leñe!
—¡Estupendo!
El asiento del acompañante estaba, en efecto, abarrotado. Rodeamos el vehículo y abrió las puertas traseras.
—Suba, ¡puede sentarse ahí! —dijo indicándome un par de cajas de madera que ocupaban el exiguo espacio interior.
Apenas había montado cuando cerró de golpe las puertas y quedé sumido en la más completa oscuridad. Tanteé las cajas y me senté como pude en una de ellas.
El hombre giró un par de veces la llave en el contacto para arrancar, haciendo carraspear el motor y finalmente la furgoneta se puso en marcha traqueteando. Un fuerte olor a gasoil se expandía a mi alrededor.
Las pasé canutas para mantenerme erguido en mi asiento. La parte de arriba de mi caja estaba extrañamente inclinada y estuve a punto de caer en cada acelerón, cada giro, cada frenazo. No veía absolutamente nada, y por más que palpaba a ciegas la pared lateral del vehículo, no encontraba nada para agarrarme. Me quedé allí, apretando los muslos a un lado y a otro de la caja para seguir en mi sitio mientras la furgoneta corría zumbando. La situación era tan chistosa que me entró un ataque de risa. No podía parar, zarandeado como iba, esnifando en la más completa oscuridad los vapores del gasoil. Creo que ésa era la primera vez en mi vida que me reía solo.
El vehículo acabó deteniéndose. El motor se ahogó y oí cerrarse la puerta del conductor. Luego, nada más. Silencio. No iba a olvidarse de mí, ¿no?
—¡Eh! ¡Eh!
Ninguna respuesta.
De pronto sentí un leve zumbido. Era raro, tenía la impresión de que venía de debajo del coche. Oí voces en el exterior. Cuando se está ciego, los demás sentidos se agudizan en seguida. Los zumbidos se intensificaron pero… sí, eso es, procedían… ¡del interior de mi caja! Pero… ¡Dios mío! ¡¿No sería… una colmena?!
Me incorporé de un salto y me golpeé la cabeza con el techo. En ese momento, se cerró la puerta delantera, el motor carraspeó y la furgoneta dio un brinco adelante. Fui proyectado contra las puertas traseras y caí, quedando atrapado entre éstas y las colmenas.
Debíamos de haber tomado un camino de tierra, pues el vehículo se sacudía hacia todos lados. Chirriaba por todas partes. Seguir en esa postura era sin duda lo mejor que podía hacer. Sólo me angustiaba algo: que me picasen las miles de abejas que viajaban conmigo. ¿Podían salir de sus colmenas?
Acabamos deteniéndonos, no sin una última sacudida del motor. La puerta delantera dio un portazo. Esperé. Las puertas se abrieron de golpe y rodé por el suelo a los pies de mi libertador.
—¡Ya decía yo que te apestaba el aliento a tintorro! Tal vez no hayas tenido oportunidad de comer nada, pero tus copitas no te las quita nadie, ¿eh?
Alcé la mirada hacia él, cegado por la luz.
—No es lo que cree…
—Yo creo sólo lo que veo, como santo Tomás, ¡o más bien lo que huelo!
Volví a levantarme parpadeando para acostumbrarme a la fuerte luminosidad.
El paisaje que se abría ante mí era deslumbrante por su belleza. A mis pies se extendían opulentas hileras de lavanda que inundaban de azul el valle donde nos encontrábamos, acariciando el pie de los árboles frutales que bordeaban, subiendo por la colina de enfrente. Y esa colorida belleza emanaba un delicioso aroma que casi me hacía olvidar lo delicado de mi situación. Pero lo más impresionante, sin duda porque estaba lejos de imaginarlo así, era el canto…, ¿qué digo?, ¡el estrépito de las cigarras! Los preciosos chirridos que tan bien casaban con el calor seco y el aire perfumado eran tan estridentes que uno habría creído que todas las cigarras de la Provenza se habían dado cita allí para recibirme.
—¡Vamos, muévete, tengo cosas que hacer!
Se inclinó hacia el interior de la furgoneta y cogió una de las dos colmenas.
—¡Toma, ayúdame! Cojamos una cada uno.
Lo seguí, llevando mi colmena a pulso.
—Las dejaremos allí —dijo señalando un punto en medio de las flores.
—Hace miel de lavanda… —dije maravillado.
—¡Pues claro! No iba a hacer Nutella…
—Es curioso, nunca habría imaginado que las colmenas se desplazaban para dejarlas en los campos de lavanda.
—¿Qué te crees, que basta con darles la guía Michelin y advertirles que no se detengan encima de otras flores de camino hacia aquí?
Se volvió.
—Bueno, cuéntamelo todo —dijo—. ¿Por qué tienes tanta prisa por ir a coger el tren a Aviñón?
—De hecho, es un poco complicado… Digamos que tengo una especie de desafío que cumplir. Me han quitado mis papeles y mi dinero y debo apañármelas para volver a París como sea. Para superar la prueba, es necesario que esté de vuelta a última hora de la tarde a más tardar.
—¿Una prueba? Es un juego, ¿es eso?
—De algún modo, sí.
Me miró de soslayo; luego se le iluminó la mirada.
—¡Ah! Déjame adivinar, estás haciendo las pruebas de selección de un programa de televisión tipo «Supervivientes», ¿verdad?
—De hecho…
—¡Vaya! Cuando se lo diga a Josette, no se lo va a creer, ¡pues claro que no!
—No, yo…
—Luego, si te seleccionan, ¡te veremos en la tele este invierno!
—Espere, no he…
—¡No se lo va a creer! ¡No se lo va a creer!
—Escuche…
—Espera, espera…
De repente parecía habérsele ocurrido algo.
—Oye —añadió—, si te dejo directamente en la estación de Aviñón, ¿estás seguro de ganar la prueba o qué?
—Sí, pero…
—Pues vaya, voy a decirte algo, chaval: te llevaré a la estación si, a cambio, me acompañas primero a casa y nos hacemos unas fotos de recuerdo con mi familia. ¿Qué me dices?
—Bueno, en realidad…
—Sólo unas pocas fotos, ¡y luego nos vamos rapidito a la estación! Así, te cogerán ¡y te veremos en la tele!
—No crea…
—Venga, ¡vamos! Date prisa, chico.
Volvió a abrir las puertas de la furgoneta, excitado.
—Ve detrás otra vez, no tenemos tiempo de mover todos los bultos, ¡tenemos un desafío que cumplir!
Me senté en el suelo, en absoluto descontento de viajar solo esta vez.
A la furgoneta le costó mucho arrancar, luego volvieron las vibraciones, y por fin sacudidas que hicieron que mis posaderas se resintieran.
Lo oí hablar del otro lado del fino tabique metálico. Estaba llamando por teléfono.
—¡Oye, Josette! Prepara el aperitivo, que llevo a un candidato a «Supervivientes». No, «Supervivientes», te digo. «Supervivientes.» Oye, que saldrá este invierno en la tele. Que sí, ¡que es verdad! Ve a buscar la cámara de fotos, y comprueba que tenga pilas! Pilas, te digo. Sí. Y avisa también a Babette, que mueva el culo si quiere salir en la foto. Te pierdo, date prisa… ¿Hola?
Dios mío, había congregado a toda la familia… No era verdad… ¿Qué iba a decirles?
Tras casi un cuarto de hora de trayecto, el vehículo acabó por detenerse y oí voces animadas en el exterior.
Abrieron las puertas traseras y, una vez mis ojos se acomodaron de nuevo a la luz cegadora, vi a una docena de personas inmóviles, reunidas en comité de bienvenida, que me miraban fijamente con unos grandes ojos escrutadores. Me sentía como un gilipollas, sentado en el suelo del vehículo polvoriento.
—Anda —me dijo mi conductor—, ¿cómo has dicho que te llamas?
—Alan.
—¿Alan? Eso es un nombre de estrella norteamericana. Muy televisivo.
—Alan… —repitió en un murmullo una mujer embarazada entre los allí congregados. Parecía que estuviera viendo una aparición.
Me hicieron entrar en la casa y luego todo el mundo volvió a reunirse en el jardín, en torno a una barbacoa donde se asaban ya unas salchichas con un olor apetitoso.
Muy
apetitoso. Empezaron las fotos. ¿Qué podía decirles? Estaba atrapado entre mi voluntad de ser sincero y mi deseo de no decepcionar a esa gente que se había embarcado ella solita en su sueño… Por no hablar de mi imperativo…
Creo que nunca me habían hecho tantas fotos en toda mi vida. Ya me imaginaba presidiendo un buen número de chimeneas hasta el arranque de la próxima temporada del programa televisivo.
Mi conductor estaba emocionado. Era el hombre del día. Bebía copa tras copa sin parar y estaba empezando a ponerse muy rojo. Por tres veces declinó mi sugerencia de irnos a la estación. «Más tarde, más tarde», repetía.
Ni siquiera me dejaban comer, solicitado como estaba todo el tiempo para posar con unos y otros.
—Escuche —acabé diciéndole—, de verdad tengo que irme, de lo contrario, perderé el tren y entonces todo esto no servirá para nada.
—Espera un poco… ¡Siempre con prisas, estos parisinos!
Cogió su teléfono.
—Mamá, apresúrate, ya te lo he dicho. Y avisa al abuelo, o no me lo perdonará.
—No, oiga —le dije—, no es posible. Debe cumplir su promesa, ahora…
Al parecer, mi comentario no le gustó y, de rojo, se puso escarlata.
—Oye, muchacho, no he sido yo quien te ha obligado a subir a mi furgoneta, ¿vale? Más bien creo que ha sido todo lo contrario, así que haz el favor de no ser tan ingrato. O eso, ¡o no voy a Aviñón!
Un hombre de carácter…
¿Cómo hacer que se moviera? El tiempo corría, y no tenía ni idea de los horarios de los trenes. Quizá ya era demasiado tarde para estar a las siete en casa de Dubreuil. Dubreuil… Él afirmaba que en la vida era importante saber conseguir cosas de los demás… Pero ¿cómo podía hacerlo en ese caso? ¿Cómo lo habría hecho Dubreuil?
«Si empujas, te repele… No lo empujes, tira…»
De inmediato tuve una idea. Hasta el momento me había aprovechado de un malentendido pero no había querido mentir explícitamente.
«Bueno, hagámoslo entonces de otra manera…»
—¿Sabe?, si algún día tengo la oportunidad de estar en un plató de televisión, sin duda tendré derecho a invitar a una persona, tal vez a dos…
Alzó la mirada hacia mí, de repente muy atento.
—Aunque no quiero darle falsas esperanzas… —añadí.
—Chico…
—No, no… No insista…
—Si te acompaño en seguida a la estación, ¿prometes invitarme al plató? —me preguntó, de pronto tan serio como si negociase el depósito de cien colmenas en mi campo de lavanda.
—Claro, pero no querría interrumpir su fiesta…
Se volvió hacia los presentes y se dirigió a ellos en voz alta.
—Amigos —dijo—, continuad sin nosotros. Volveré dentro de una horita, voy a llevar a Alan a Aviñón. Tiene que superar la prueba.
Treinta minutos más tarde salté a un TGV en dirección a la capital con el estómago todavía vacío, mi único euro en el fondo de mi bolsillo.
Conocía la norma: viajar sin billete se castigaba con una multa; indocumentado, además, me arriesgaba a que la policía me detuviera nada más llegar.
Mi plan era pobre, pero merecía la pena intentarlo. Me quedé de pie para vigilar de lejos la llegada del revisor. Cuando vi asomar su nariz por el otro lado del vagón, entré en el baño y cerré la puerta sin echar el pestillo. Si lo creía vacío, pasaría junto a él sin detenerse. Esperé. Pasaron los minutos y no sucedió nada. Estaba solo, encerrado con el ruido continuo del tren, sus temblores, a veces ligeras sacudidas que amenazaban mi equilibrio, y el olor infecto de aquel lugar minúsculo.
De repente la puerta se abrió y un viajero muy sorprendido se topó conmigo. Por encima de su hombro, mi mirada se cruzó con la de un hombrecillo visiblemente satisfecho dotado de un bigote negro, unas espesas cejas fruncidas, gorra azul marino y uniforme.
C
atherine, ceñuda, se inclinó levemente hacia adelante.
—Me gustaría hablar del modo en que has ayudado a Alan a dejar de fumar.
Yves Dubreuil se recostó en su profundo sillón de teca e hizo girar los cubitos en su vaso de bourbon con una ligera sonrisa en los labios. Le encantaba comentar sus hazañas.
—Lo has obligado a fumar cada vez más —añadió ella—, hasta que ha acabado asqueado, ¿no es eso?
—En absoluto —respondió él, dándose aires de genio.
—Creía…
—No, en realidad me contenté con volver las tornas —dijo Dubreuil, utilizando una formulación abstracta que obligaba a su interlocutora a seguir preguntando.
—¿Volver las tornas?
Se tomó su tiempo, saboreando tanto un trago de alcohol como la espera que le imponía a Catherine.
El día había sido particularmente caluroso, y la tarde ofrecía ahora una suavidad exquisita de la que se aprovechaban indolentemente en el jardín, confortablemente instalados ante una bandeja de dulces, a cual más delicioso.
—Acuérdate: Alan nos dijo que su problema era la libertad. En alguna parte de sí mismo, deseaba ardientemente dejar de fumar, pero lo que lo retenía era el sentimiento de libertad que asociaba al cigarrillo. Todo el mundo le aconsejaba que lo dejara, por lo que se sentía libre en su elección. Si hubiera puesto fin a su consumo, habría tenido la sensación de que renunciaba a su libertad para dar gusto a los demás.
—Ya comprendo.
Catherine lo escuchaba claramente concentrada en sus respuestas.
—Entonces volví las tornas de tal manera que fumar se convirtiese para él en un acto fastidioso impuesto por el exterior. Desde ese momento, la libertad pasó a estar en el otro campo, y sólo era dejando el tabaco como Alan podía satisfacer su sed de libertad.
Catherine no dijo nada, pero en ese instante un observador atento podría haber distinguido un brillo de admiración en sus ojos.
C
uando era niño, el inspector Petitjean pasaba sus fines de semana y sus vacaciones siguiendo a los paseantes con su bicicleta por las calles de Bourg-la-Reine, en las afueras de París. Anotaba cuidadosamente todas sus observaciones en una pequeña libreta azul de espiral que llevaba siempre encima. Algunos se dirigían a la estación; tomaba nota de la hora y vigilaba, a través de las verjas de la vía férrea, si al final montaban en el siguiente tren. Podrían haber estado fingiendo y desandar lo andado, tal vez para ir a asesinar a su vecino. Qué mejor coartada que ser visto por testigos en el andén de partida, justo antes de la hora del crimen… Otros volvían a su casa, y Petitjean se preguntaba qué podía llevarlos a encerrarse allí cuando hacía bueno fuera. Por fuerza debían de tener una razón oculta, y él acabaría descubriéndola. Vaya, vaya… La señora con la gran falda azul, ya la había visto la semana anterior.