Gurney suspiró suavemente.
—Creo que nos estamos adelantando un poco.
—¿Qué se supone que significa eso?—La presión de sus manos en la mesa le había puesto los nudillos blancos.
Él respondió como si estuviera medio dormido, su reacción habitual a las muestras de emoción.
—Todavía no sé si tiene sentido que me involucre en una situación que es objeto de una investigación policial activa.
Los labios de ella se torcieron en una sonrisa fea.
—¿Cuánto quiere?
Gurney negó lentamente con la cabeza.
—¿No ha oído lo que le he dicho?
—¿Cuánto quiere? Ponga un precio.
—No tengo ni idea de lo que quiero, señora Perry. Hay muchas cosas que no sé.
Ella separó las manos de la mesa y las situó en su regazo, entrelazando los dedos como si fuera una técnica para mantener el autocontrol.
—Lo diré de manera sencilla. Encuentre a Héctor Flores. Deténgalo o mátelo. Haga lo que haga, le daré lo que quiera. Lo que quiera.
Gurney se apartó de la mesa, dejando vagar su mirada por las matas de espárragos. Al fondo, había un comedero rojo para los colibríes colgado de un gancho. Él oía el tono que subía y bajaba, provocado por el batir de las alas de dos de los pequeños pájaros al volar con violencia el uno hacia el otro, ambos reclamando el derecho exclusivo al agua con azúcar, o eso parecía. Por otra parte, podría tratarse de un extraño resto de una danza primaveral de apareamiento y lo que parecía directamente un instinto asesino podía ser otro instinto.
Se esforzó por concentrar su atención en los ojos de aquella mujer, tratando de discernir lo que había detrás de esa belleza: el contenido real de ese envase perfecto. Había rabia en su interior, sin lugar a dudas. Desesperación. Un pasado difícil, apostaba a ello. Remordimientos. Soledad, aunque ella no admitiría la vulnerabilidad que implicaba esa palabra. Inteligencia. Impulsividad y terquedad: el impulso de coger algo sin pensar, el empeño terco de no soltarlo. Y algo más oscuro. ¿Un desprecio de su propia vida?
«Basta», se dijo. Era demasiado fácil confundir la especulación con perspicacia. Demasiado fácil enamorarse de una conjetura y seguirla al abismo.
—Hábleme de su hija—dijo.
Algo en la expresión de la mujer cambió, como si también ella estuviera dejando de lado cierta línea de pensamiento.
—Jillian era difícil—respondió con el tono dramático de la frase inicial de un cuento leído en voz alta.
Gurney sospechaba que lo que escucharía a continuación era algo que Val Perry había dicho muchas veces.
—Más que difícil—continuó ella—. Jillian dependía de la medicación para ser simplemente difícil y no absolutamente imposible. Era desenfrenada, narcisista, promiscua, maquinadora, viciosa. Adicta a oxicodona, oxicontina, éxtasis y cocaína, crac. Una mentirosa de campeonato. Peligrosamente precoz. Horriblemente sintonizada con la debilidad de otras personas e impredeciblemente violenta. Con una pasión malsana por los hombres desequilibrados. Y eso con los beneficios de la mejor terapia que el dinero podía pagar. —Era extraño, pero parecía excitada con esta letanía de injurias; sonó más como una sádica atacando a un desconocido con una cuchilla que como una madre describiendo los trastornos emocionales de su hija—. ¿Hardwick le contó lo que estoy diciendo de Jillian?—preguntó.
—No recuerdo esos detalles.
—¿Qué le dijo?
—Mencionó que venía de una familia con mucho dinero.
Ella prorrumpió en un sonido alto y rasposo, un sonido que a él le sorprendió oír procedente de una boca tan delicada. Le sorprendió aún más darse cuenta de que era un estallido de risa.
—¡Oh, sí!—gritó, con la dureza de la risa todavía presente en la voz—. Somos, sin lugar a dudas, una familia con mucho dinero. Podría decir que estamos podridos de dinero. —Articuló la vulgaridad con desdén—. ¿Le sorprende que no me exprese como debería una madre afligida?
El espectro desgarrador de su propia pérdida limitó la respuesta de Gurney, haciendo que le costara hablar. Por fin dijo:
—He visto reacciones a la muerte más extrañas que la suya, señora Perry. No estoy seguro de cómo hemos…, de cómo alguien en sus circunstancias… se supone que tiene que expresarse.
Ella pareció considerarlo.
—Ha dicho que ha visto reacciones más extrañas a la muerte, pero ¿alguna vez ha visto una muerte más extraña? ¿Una muerte más extraña que la de Jillian?
Gurney no respondió. La pregunta sonaba histriónica. Cuanto más miraba a esos ojos intensos, más difícil le resultaba reunir lo que veía en una personalidad. ¿Siempre había sido tan fragmentada, o algo en la muerte de su hija la había roto en esas piezas incompatibles?
—Cuénteme algo más de Jillian—dijo.
—¿Como qué?
—Aparte de las características personales que ha mencionado, ¿sabe algo de la vida de su hija que pudiera haber dado a Flores un motivo para matarla?
—¿Me está preguntando por qué Héctor Flores hizo lo que hizo? No tengo ni idea. Ni la Policía tampoco. Han pasado cuatro meses rebotando entre dos teorías igual de estúpidas. Según una, Héctor era homosexual y estaba secretamente enamorado de Scott Ashton, resentido por la relación de Jillian con él, y los celos lo impulsaron a matarla. Y la oportunidad de matarla con su vestido de novia sería irresistible para su sensibilidad de reina del drama. Es una bonita historia. Su otra teoría contradice la primera. Un ingeniero naval y su mujer vivían al lado de la casa de Scott. El ingeniero pasaba mucho tiempo fuera, de viaje, en barco. La mujer desapareció el mismo día que Héctor. Así que los genios de la Policía concluyeron que tenían una aventura, que Jillian lo descubrió y amenazó con revelarlo para recuperar a Héctor, con quien también tenía una aventura, y una cosa llevó a la otra y…
—¿Y le cortó la cabeza en la fiesta de su boda para que no hablara?—intervino Gurney con incredulidad.
Al oírse a sí mismo, lamentó de inmediato la brutalidad del comentario. Estaba a punto de disculparse, pero la mujer no mostró ninguna reacción a ello.
—Le he dicho que son estúpidos. Según ellos, Héctor Flores era un homosexual en el armario enamorado hasta la desesperación de su jefe o un macho latino que se follaba a cualquier mujer a la vista y usaba su machete con cualquiera que protestara. Quizás echaran una moneda al aire para decidir qué cuento creerse.
—¿Qué contacto tuvo personalmente con Flores?
—Ninguno. Nunca tuve el placer de conocerlo. Por desgracia, tengo una imagen muy vívida de él en mi mente. Vive en mi cabeza, sin ninguna otra dirección. Como ha dicho, se desconoce su paradero actual. Tengo la sensación de que vivirá en mí hasta que lo capturen o lo maten. Con su ayuda espero resolver ese problema.
—Señora Perry, ha hablado de matar en varias ocasiones, así que he de dejarle algo claro, para que no haya malentendidos. No soy un sicario. Si eso forma parte del encargo, explícito o tácito, ha de buscar en otra parte, desde ya.
Ella examinó su rostro.
—El encargo es encontrar a Héctor Flores… y llevarlo ante la justicia. Eso es. Ese es el encargo.
—Entonces he de preguntarle…—empezó Gurney, luego se detuvo cuando un movimiento de color marrón grisáceo en el prado captó su atención.
Un coyote, probablemente el mismo que había visto el día anterior, estaba cruzando el campo. Gurney siguió su progreso hasta que desapareció entre los arces, al otro lado del estanque.
—¿Qué es?—preguntó ella volviéndose en la silla.
—Quizás un perro suelto. Perdón por la distracción. Lo que quiero saber es ¿por qué yo? Si el dinero es ilimitado, como ha dicho, podría contratar a un pequeño ejército. O podría contratar a gente que sería, digámoslo así, menos cuidadosa con la responsabilidad de que un fugitivo se presente a un juicio. La pregunta es: ¿por qué yo?
—Jack Hardwick me lo recomendó. Dijo que era usted el mejor. El mejor de todos. Dijo que si alguien podía resolverlo, ponerle fin, era usted.
—¿Y lo creyó?
—¿No debería?
—¿Por qué lo hizo?
Se pensó la respuesta, como si hubiera mucho en juego en ella.
—Él era el agente oficial del caso. El investigador jefe. Me pareció rudo, obsceno, cínico, pinchaba a la gente siempre que podía. Horroroso. Pero casi siempre acertado. Puede que esto no tenga mucho sentido para usted, pero comprendo a personas tan espantosas como Jack Hardwick. Incluso confío en ellas. Así que aquí estamos, detective Gurney.
Él miró las matas de espárragos, calculando, por alguna razón de la que no era consciente, el punto magnético hacia el que se inclinaban en masa. Presumiblemente, estaría a 180 grados de los vientos preponderantes de la montaña, en el sotavento de la tormenta. Ella parecía satisfecha con el silencio. Gurney aún podía oír el modulado zumbido de las alas de los colibríes que continuaban su ritual de combate, si es que de eso se trataba. En ocasiones duraba una hora o más. Resultaba difícil comprender cómo una confrontación, o una seducción, tan prolongada constituía un uso eficiente de energía.
—Hace unos minutos ha mencionado que Jillian tenía un interés enfermizo en hombres desequilibrados. ¿Incluía a Scott Ashton en esa descripción?
—Dios mío, no, por supuesto que no. Scott fue lo mejor que le pasó nunca a Jillian.
—¿Aprobaba su decisión de matrimonio?
—¿Aprobarla? ¡Qué pintoresco!
—Lo expresaré de otra forma, ¿estaba complacida?
La mujer esbozó una sonrisa en los labios, pero sus ojos miraban con frialdad.
—Digamos que Jillian tenía ciertos… déficits significativos. Déficits que exigían la intervención profesional para el futuro inmediato. Estar casada con un psiquiatra, uno de los mejores en su campo, podía, sin duda, suponer una ventaja. Sé que suena… mal, en cierto modo. Explotador, quizá. Pero Jillian era única en muchos aspectos. Y única en su necesidad de ayuda.
Gurney levantó una ceja, confundido.
Ella suspiró.
—¿Sabe que el doctor Ashton es el director de la escuela especial a la que asistía Jillian?
—¿Eso no crearía un conflicto de…?
—No—lo interrumpió Perry, como si estuviera acostumbrada a discutir ese punto—. Era psiquiatra, pero cuando entró en la escuela, nunca fue su médico. Así que no había problemas éticos, ninguna cuestión médico-paciente. Por supuesto, la gente hablaba. Rumores, rumores, rumores. «Él es médico y ella paciente, bla, bla, bla.» Pero la realidad legal y ética se parecía más a la de una antigua estudiante que se casa con el director de su colegio. Jillian se fue de allí cuando tenía diecisiete años. Ella y Scott no se relacionaron personalmente hasta al cabo de un año y medio después. Fin de la historia. Por supuesto, no fue el final de las habladurías. —El desafío destelló en sus ojos.
—Es casi como pasearse al borde del precipicio—comentó Gurney, tanto para sí mismo como para ella.
Una vez más la mujer estalló en una risa asombrosa.
—Si Jillian pensaba que estaban paseando al borde del precipicio, para ella eso habría sido lo mejor. Siempre disfrutó de estar abocada al precipicio.
«Interesante», pensó Gurney. Igual de interesante que el destello en los ojos de Val Perry. Quizá Jillian no era la única enamorada del precipicio.
—¿Y el doctor Ashton?—preguntó con voz suave.
—A Scott le da igual lo que piense la gente. —Ese era un rasgo que ella sin duda admiraba.
—Así que cuando Jillian tenía dieciocho, quizá diecinueve años, le propuso matrimonio.
—Diecinueve. Jillian lo propuso y él aceptó.
Gurney observó la extraña excitación que la mujer transmitía.
—Así que el doctor aceptó su propuesta. ¿Cómo se sintió al respecto?
Al principio pensó que no lo había oído. Luego en voz baja y ronca, apartando la mirada, ella dijo:
—Aliviada.
Miró las matas de espárragos de Gurney como si en algún sitio entre ellas pudiera localizar una explicación apropiada para sus sentimientos rápidamente cambiantes. Se había levantado una suave brisa mientras habían estado hablando y las partes superiores de las matas oscilaban con suavidad.
Gurney esperó, sin decir nada.
Ella pestañeó, apretando y relajando los músculos de la mandíbula. Cuando habló, lo hizo con visible esfuerzo, pronunciando las palabras como si cada una de ellas fuera pesada, como sucede en los sueños.
—Me sentí aliviada de que me quitaran la responsabilidad de las manos.
La mujer abrió la boca como si fuera a decir algo más, pero luego la cerró con un ligero movimiento de cabeza. Un gesto de desaprobación, pensó Gurney. Desaprobación por sí misma. ¿Era esa la raíz de su deseo de ver muerto a Héctor Flores? ¿Pagar una deuda de culpabilidad con su hija?
«Uf. Despacio. No pierdas contacto con los hechos.»
—No pretendía…—Dejó que su voz se fuera apagando, sin dejar claro lo que no pretendía.
—¿Qué opina de Scott Ashton?—preguntó Gurney en un tono enérgico, lo más alejado posible del temperamento oscuro y complejo de ella.
Perry respondió al instante, como si la pregunta fuera una vía de escape.
—Scott Ashton es brillante, ambicioso, decidido…—Hizo una pausa.
—¿Y?
—Y frío al tacto.
—¿Por qué cree que quería casarse con una…?
—¿Con una mujer tan loca como Jillian?—Se encogió de hombros de manera poco convincente—. ¿Tal vez porque era asombrosamente hermosa?
Gurney asintió, poco convencido.
—Sé que no puede resultar más trillado, pero Jillian era especial, muy especial. —Dio a la palabra un énfasis y un color casi morbosos—. ¿Sabe que su coeficiente intelectual era de ciento sesenta y ocho?
—Eso no está nada mal.
—Sí. Es la puntuación más alta que nadie obtuvo jamás en el test. Se lo hicieron tres veces para asegurarse.
—Así pues, además de todo lo que ha mencionado, ¿Jillian era un genio?
—Oh, sí, un genio—coincidió, recuperando un destello de animación en la voz—. Y, por supuesto, ninfómana. ¿He olvidado mencionar eso?
Buscó una reacción en la cara de Gurney.
Él miró a la distancia, más allá de las copas de los árboles y del granero.
—Y lo único que quiere que haga es buscar a Héctor Flores.
—No quiero que lo busque, quiero que lo encuentre.
A Gurney le encantaban los rompecabezas, pero este le parecía más bien una pesadilla. Además, Madeleine nunca…