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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

No abras los ojos (20 page)

BOOK: No abras los ojos
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—Una criatura—dijo Peggy, cobrando vida—que encaja con la definición de perfección de Scott Ashton.

Madeleine le dedicó una mirada de asombro.

—Me estoy refiriendo al infame libro de Scott Ashton que trata de la empatía (la preocupación por el bienestar y los sentimientos de los demás) como un defecto, como una imperfección en el sistema de límites humano. La viuda negra, con su repugnante costumbre de matar y comerse a su compañero después del apareamiento, sería probablemente su idea de perfección. La perfección del sociópata.

—Pero como escribió un segundo libro en el que atacaba su primer libro—dijo Gurney—, es difícil saber qué piensa en realidad de los sociópatas o de las arañas negras, o de cualquier otra cosa, para el caso.

La mirada socarrona de Madeleine a Peggy se agudizó.

—¿Este es el hombre del que dijiste que es una gran autoridad en el tratamiento de víctimas de abuso sexual?

—Sí, pero… no exactamente. No trata a las víctimas. Trata a los abusadores.

La expresión de Madeleine cambió, como si aquello le pareciera más que revelador.

En el caso de Gurney lo único que provocó fue que lo sumara a la lista de preguntas que quería plantearle a Ashton por la mañana. Y eso le recordó otra cuestión abierta que quería plantear a sus invitados:

—¿El nombre de Edward Vallory significa algo para alguno de vosotros?

A las 22.45, justo cuando Gurney se había adormilado, su teléfono móvil sonó en la mesilla de noche de Madeleine. Lo oyó sonar, oyó que ella contestaba, y después que decía:

—Veré si está despierto.

Su mujer le dio unos golpecitos en el brazo y le tendió el teléfono hasta que él se incorporó y lo cogió.

Era la suave voz de barítono de Ashton, ligeramente tensa por la ansiedad.

—Perdone que le moleste, pero esto podría ser importante. He recibido un mensaje de texto hace un rato. El identificador indica que viene del teléfono de Héctor. Creo que es, palabra por palabra, el mismo mensaje que recibió Jillian el día de nuestra boda: «Por todas las razones que he escrito. Edward Vallory». He llamado a la oficina del DIC y lo he denunciado y quería que usted también lo supiera. —Hizo una pausa, se aclaró la garganta con nerviosismo—. ¿Cree que significa que Héctor podría volver?

Gurney no era un hombre que se regocijara en la mística de la coincidencia. En este caso, no obstante, que alguien mencionara ese nombre tan poco tiempo después de sacarlo a relucir él mismo le provocó un desagradable escalofrío.

Tardó más de una hora en volver a dormirse.

23
Influencia

—Solo dos semanas—dijo Gurney al llevar su café a la mesa del desayuno.

—Hum.

Madeleine era muy expresiva con sus pequeños sonidos. Este mostraba que comprendía lo que estaba diciendo, pero que no tenía ningún deseo de discutir el tema en ese momento. A la luz de la primera hora de la mañana, ella se las arreglaba para leer
Crimen y castigo
para una inminente reunión de su club de lectura.

—Solo dos semanas. No voy a dedicarle más.

—¿Es lo que has decidido?—preguntó Madeleine sin levantar la cabeza.

—No sé por qué ha de ser un problema tan enorme.

Madeleine cerró parcialmente el libro, dejando el dedo entre las páginas que estaba leyendo. Ladeó la cabeza y lo miró.

—¿Cómo de enorme crees tú que es el problema?

—Joder, no sé leer la mente. Olvídalo, bórralo, ha sido un comentario estúpido. Lo que estoy diciendo es que estoy limitando mi implicación en este asunto de Perry a un margen de dos semanas. No importa lo que ocurra, de ahí no paso. —Dejó la taza de café en la mesa, se sentó enfrente de ella—. Mira, quizá no tenga mucho sentido lo que digo. Pero entiendo tu preocupación. Sé lo que pasaste el año pasado.

—¿Sí?

Dave cerró los ojos.

—Creo que sí. De verdad. Y no volverá a ocurrir.

El hecho era que casi lo habían matado al final de la última investigación con la que había colaborado voluntariamente. Un año después de su jubilación, había estado más cerca de la muerte que en más de veinte años como detective de Homicidios del Departamento de Policía de Nueva York. Quizás era lo que había impactado más a Madeleine, no solo el peligro, sino el hecho de que este se había incrementado en el mismo momento de sus vidas en que ella imaginaba que desaparecería.

Se hizo un largo silencio entre ellos.

Finalmente, Madeleine suspiró, retiró el dedo que estaba usando como punto de libro y apartó la novela.

—Mira, Dave, lo que quiero no es tan complicado. O quizá sí. Pensaba que, cuando dejáramos atrás nuestras carreras, descubriríamos una clase de vida en común diferente.

Él sonrió débilmente.

—Todos esos malditos espárragos son algo muy diferente.

—Y tu excavadora es diferente. Y mi jardín de flores es diferente. Pero parece que tenemos problemas con la parte de la «vida en común».

—¿No crees que ahora estamos más tiempo juntos que cuando vivíamos en la ciudad?

—Creo que estamos en la misma casa más tiempo los dos a la vez. Pero ahora es obvio que yo estaba más dispuesta que tú a dejar atrás nuestra vida anterior. Así que ese fue mi error, pensar que estábamos en la misma longitud de onda. Mi error—repitió ella, hablando suavemente con rabia y tristeza en los ojos.

Dave se recostó en la silla, mirando al techo.

—Un terapeuta me dijo una vez que una expectativa no es nada más que el embrión de un resentimiento.

En cuanto lo dijo, lamentó haberlo hecho. Pensó que si hubiera sido tan torpe en su trabajo como lo era hablando con su propia esposa, lo habrían cortado y troceado una década antes.

—¿Solo el embrión de un resentimiento? Muy bonito—saltó Madeleine—. Muy bien. ¿Y qué hay de la esperanza? ¿Decía algo que fuera a la par ingenioso y desdeñoso para hablar de la esperanza?—La rabia se estaba desplazando desde sus ojos a su voz—. ¿Qué hay del progreso? ¿Tenía algo que decir sobre el progreso? ¿O la intimidad? ¿Qué decía sobre eso?

—Lo siento—dijo Gurney—. Solo ha sido otro comentario estúpido por mi parte. Parece que tengo un montón. Deja que empiece otra vez. Lo único que quería decir es que…

Ella lo interrumpió.

—¿Que has decidido comprometerte con «tu deber» durante dos semanas, que vas a trabajar para una mujer loca que busca a un asesino psicótico?—Madeleine lo miró, aparentemente retándolo a tratar de reevaluar la proposición en términos más suaves—. Vale, David. Está bien. Dos semanas. ¿Qué puedo decir? Lo vas a hacer de todas formas. Y por cierto, sé que lo que haces requiere mucha fuerza, gran coraje, gran honestidad y una mente soberbia. De verdad sé que eres un hombre muy especial. De verdad, eres uno entre un millón. Te respeto mucho, David. Pero ¿sabes qué? Me gustaría respetarte menos y estar un poco más contigo. ¿Crees que sería posible? Es lo único que quiero saber. ¿Crees que podríamos estar un poco más cerca?

La mente de Dave casi se puso en blanco.

Luego murmuró en voz baja:

—Dios mío, Maddie, eso espero.

Empezó a llover en el camino a Tambury. Una lluvia de las de limpiaparabrisas en posición intermitente, más bien una llovizna ligera. Gurney paró en Dillweed para comprar una segunda taza de café, no en una gasolinera, sino en el mercado de productos ecológicos Abelard’s, donde el café estaba recién molido y hecho, y muy bueno.

Se sentó con un café en su coche aparcado delante del mercado, hojeando las notas del caso y encontrando la página que quería: un informe suministrado por la compañía de teléfonos con las fechas y las horas de intercambios de mensajes de texto entre los móviles de Jillian Perry y Héctor Flores durante las tres semanas anteriores al homicidio: trece de Flores a Perry, doce de Perry a Flores. En un documento separado, grapado al informe, el laboratorio informático de la Policía del estado señalaba que todos los mensajes del teléfono de Jillian Perry habían sido borrados, con la excepción del mensaje final de «Edward Vallory», recibido aproximadamente una hora antes del margen de los catorce minutos en el cual se cometió el asesinato. El informe también señalaba que la compañía telefónica conservaba fecha, duración, número de origen y recepción, así como la torre de transmisión de datos en todas las llamadas de móviles, pero no datos de contenido. Así que una vez que todos esos mensajes habían sido borrados del teléfono de Jillian, no había forma de recuperarlos, a menos que Héctor hubiera guardado las cadenas de mensajes en su teléfono y se tuviera acceso a su memoria en el futuro; posibilidades sobre las que no cabía ser optimista.

Gurney volvió a poner las hojas en la carpeta, se terminó el café y, en esa mañana gris y lluviosa, reemprendió la marcha a su cita de las ocho y media con Scott Ashton.

La puerta se abrió antes de que Gurney tuviera ocasión de llamar. Ashton otra vez iba vestido con ropa informal muy cara, de la clase que podría esperarse en un catálogo con una casa de piedra de Cotswold en portada.

—Entre, vamos al grano—dijo con una sonrisa superficial—. No tenemos mucho tiempo.

Condujo a Gurney a través de un gran vestíbulo central a una sala de estar situada a la derecha que parecía haber sido amueblada un siglo antes. Las sillas tapizadas y los sofás eran casi todos de estilo reina Ana. Las mesas, la repisa de la chimenea, las patas de las sillas y otras superficies tenían una pátina antigua y suavemente lustrosa.

Entre las notas elegantes que cabía encontrar en una casa de campo de estilo de la clase alta inglesa había algo fuera de lugar por completo. En la pared de encima de la repisa de castaño oscuro colgaba una fotografía muy grande enmarcada. Era una imagen apaisada y del tamaño aproximado de una doble página en el dominical del
Times
.

Entonces Gurney se dio cuenta de por qué se le había ocurrido enseguida esa particular comparación de tamaño. Ya había visto esa fotografía en esa misma publicación. Encajaba en el género de anuncios caros en los cuales las modelos se miran entre sí o al mundo en general con una sensualidad arrogante y drogada. No obstante, incluso entre los anuncios de ese estilo, este sorprendía, pues tenía algo que era más que retorcido. Aparecían dos mujeres muy jóvenes, seguramente de menos de veinte años, tendidas en lo que parecía ser un suelo de dormitorio, cada una mirando el cuerpo de la otra con una combinación de cansancio e insaciable apetito sexual. Estaban desnudas salvo por un par de pañuelos de seda hábilmente colocados, se suponía que producto de la firma de moda que se anunciaba.

Cuando Gurney miró con más atención, vio que era una fotografía manipulada; de hecho, eran dos fotografías en las que la misma modelo posaba de manera diferente y que estaban retocadas para dar la impresión de que se miraban la una a la otra, lo que añadía una dimensión de narcisismo a la ya amplia patología de la escena. Era, en cierto modo, una obra de arte impresionante, una descripción de pura decadencia merecedora de ilustrar el infierno que retrató Dante. Gurney se volvió hacia Ashton, con curiosidad evidente en su expresión.

—Jillian—dijo Ashton con voz plana—. Mi difunta esposa.

Gurney se quedó sin habla.

La imagen planteaba tantas preguntas que no sabía por dónde empezar.

Tenía la sensación de que Ashton no solo lo estaba observando, sino que disfrutaba de su confusión. Y aquello planteaba más preguntas. Finalmente, Gurney pensó en algo que decir, algo que había olvidado por completo durante su primera reunión.

—Siento mucho su trágica pérdida. Y lamento no habérselo dicho ayer.

Una pesada nube de depresión y cansancio ensombreció los rasgos de Ashton.

—Gracias.

—Me sorprende que haya sido capaz de quedarse en esta casa; viendo esa cabaña allí atrás días tras día, sabiendo lo que ocurrió allí.

—Será demolida—dijo Ashton, casi con brutalidad—. Derruida, aplastada, quemada. En cuanto la Policía dé su permiso. Todavía tienen cierta jurisdicción sobre ella, como escena del crimen. Pero ese día llegará y, entonces, echaré la cabaña abajo.

En su rostro, una ola de aterradora determinación había reemplazado al cansancio.

Ashton respiró hondo y la muestra de emoción intensa se desvaneció poco a poco. Sonrió de manera adusta.

—Bueno, ¿por dónde empezamos?

Hizo un gesto hacia un par de sillones orejeros de terciopelo color borgoña entre los que se situaba una mesita cuadrada. El sobre de la mesa consistía en un tablero de taracea labrado a mano, pero no había piezas de ajedrez a la vista.

Gurney decidió lanzarse de cabeza a la cuestión más obvia: la foto de sensacional mal gusto de Jillian.

—Nunca habría adivinado que la chica de esa foto de la pared era la novia que vi en el vídeo.

—El ondulante vestido blanco, el maquillaje recatado, etcétera. —Ashton parecía casi divertido.

—Nada de eso parece encajar con esto—dijo Gurney, mirando la foto.

—¿Tendría más sentido si supiera que su vestido de novia tradicional era la idea de Jillian de una broma?

—¿Una broma?

—Esto puede parecerle crudo y sin sentimientos, detective, pero no tenemos mucho tiempo, así que deje que le hable deprisa de Jillian. Algunas cosas puede que las haya oído de su madre y otras no. Jillian era irritable, temperamental, inconstante, centrada en sí misma, intolerante, impaciente y voluble.

—Menudo perfil.

—Ese era su lado más brillante, la relativamente inofensiva Jillian, consentida y bipolar. Su lado más oscuro era algo distinto. —Ashton hizo una pausa, miró la imagen de la pared como para calibrar la precisión de sus palabras.

Gurney aguardó, se preguntó adónde iría a parar ese comentario extraordinario.

—Jillian…—empezó Ashton, todavía mirando la foto, hablando ahora con voz más suave y lenta—. Jillian fue en su infancia una depredadora sexual que abusaba de otros niños. Ese era el síntoma principal de la patología central que la llevó a Mapleshade a los trece años. Sus problemas afectivos y de conducta más obvios eran ondas en la superficie.

Se humedeció los labios con la punta de la lengua, luego se frotó con el pulgar y el índice como para secárselos otra vez. Su vista pasó de la foto a la cara de Gurney.

—Bueno, ahora quiere hacer preguntas ¿o prefiere que las formule por usted?

Gurney estaba satisfecho dejando que Ashton siguiera hablando. Lo alentó.

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