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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Nivel 5 (52 page)

BOOK: Nivel 5
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—Hace más calor que en una condenada sartén —comentó el muchacho.

Nye lo ignoró. Había descubierto una rozadura en una piedra. Carson tenía que haber realizado un pronunciado rodeo después de encontrarse con la serpiente. Dios, cómo le palpitaba la cabeza.

—Tengo una idea —dijo el muchacho—. Adelantémoslo hasta el paso.

A través de una neblina de dolor, Nye recordó sus mapas. No estaba tan familiarizado con la zona norte del desierto de Jornada como con la del sur. No parecía probable, pero supuso que sería posible encontrar una forma de adelantar a Carson en alguna parte.

Claro que él todavía contaba con ventaja. Le quedaban unos cuarenta litros de agua, y su caballo se mantenía fuerte. Ya era hora de que dejara de reaccionar ante las estratagemas de Carson y empezara a controlar la situación.

Localizó una zona plana en la lava, desplegó sus mapas y sujetó los bordes con piedras. Quizá Carson se había dirigido al norte sólo para despistarlo. El expediente de Carson ponía que había trabajado en ranchos en Nuevo México. Quizá se dirigía hacia un terreno que conocía bien.

Los mapas mostraban grandes y complicados ríos de lava en el norte del Jornada. Puesto que los topógrafos no se habían molestado en investigarlos, había grandes secciones de los mapas cubiertas indiscriminadamente con puntos que indicaban presencia de lava. No se indicaban datos sobre las distancias. Sin duda los mapas eran bastante inexactos, y la información habría sido obtenida por fotografía aérea, no por medición directa de campo.

Nye descubrió una serie de conos de ceniza señalizados como «Cadena de cráteres», que se extendían en una línea irregular a través del desierto. Una meseta de lava, la Mesa del Contadero, se apoyaba contra uno de los lados del río de lava, y el extremo de las montañas Fray Cristóbal bloqueaban las extensiones de lava por el otro lado. No se trataba exactamente de un paso, pero estaba claro que existía un estrecho hueco en el Malpaís, cerca del extremo norte de las Fray Cristóbal. A juzgar por lo que indicaba el mapa, aquel hueco en el flujo de lava parecía el único camino posible para salir del Jornada sin tener que cruzar la interminable extensión del Malpaís.

El muchacho se inclinó sobre el hombro de Nye.

—¡Vamos! ¿Qué te acabo de decir? Adelántalo en el paso.

Unos treinta kilómetros más allá se veía en el mapa el símbolo de un molino de viento, un triangulo rematado por una X, y un punto negro indicaba la existencia de un tanque de agua para el ganado. Junto a ambos había un diminuto cuadrado negro señalizado como «CAMPAMENTO LAVA». Nye supuso que era un campamento de un rancho situado a treinta kilómetros más al norte, marcado en el mapa como «DIAMOND BAR».

Carson se dirigía hacia allí. Probablemente aquel hijo de puta habría trabajado en ese rancho cuando era un muchacho. Sin embargo, había más de ciento sesenta kilómetros desde Monte Dragón a Campamento Lava, y unos ciento veinte kilómetros hasta el estrecho paso. Eso significaba que a Carson todavía le faltaban más de noventa kilómetros para llegar al molino de viento y al agua. Ningún caballo podría recorrer esa distancia sin beber al menos una vez. Seguían estando condenados.

A pesar de todo, cuanto más tiempo observaba el mapa, más se convencía de que Carson se dirigiría hacia aquel paso. Sólo se quedaría en la lava el tiempo suficiente para tratar de despistar a Nye, y luego se dirigiría en línea recta hacia el paso y el Campamento Lava situado más allá, donde encontraría agua, comida y probablemente gente, e incluso era posible que alguien tuviera un teléfono móvil.

Nye guardó los mapas en los tubos y miró alrededor. La lava parecía extenderse interminablemente de un horizonte a otro, pero ahora sabía que el linde occidental sólo estaba a un par de kilómetros.

El plan que fue adquiriendo forma en su mente era muy simple. Saldría de la lava y cabalgaría en dirección a aquel paso en el Malpaís. Una vez allí, esperaría. Carson no podía saber que disponía de estos mapas. Por astuto que fuera, probablemente sabía que Nye no estaba familiarizado con la parte norte del Jornada. No esperaría verle salir al paso. Y, en cualquier caso, estaría demasiado sediento para preocuparse por nada que no fuera encontrar agua. Nye tendría que describir un prolongado arco para asegurarse de que Carson no le viese, pero al disponer de mucha agua y de un caballo fuerte, sabía que podía llegar al paso mucho antes que Carson.

Y en aquel paso sería donde Carson y la zorra india encontrarían su fin, abatidos por su Holland Holland.

Los buitres estaban quizá a un kilómetro y medio de distancia. Todavía trazaban lentas espirales en la ondulación térmica que se elevaba. Carson y Susana caminaron en silencio, conduciendo los caballos a través de la lava. Eran las dos de la tarde. La lava parecía relucir con interminables lagos de agua azulada, cubiertos por capas de nieve. A él ya le resultaba imposible mantener los ojos abiertos sin ver agua.

La sed que sentía era atroz. Nunca había padecido una sensación tan desesperada. La lengua era como un estropajo reseco en la boca, y los labios se le habían agrietado. La sed también empezaba a causar estragos en su mente; mientras caminaba, le parecía que el desierto se había convertido en un vasto incendio, que lo levantaba como una tea encendida hacia el cegador e implacable cielo.

Los caballos empezaban a deshidratarse. La alteración que les había producido el sol era grave. Había deseado esperar hasta la puesta de sol para darles de beber, pero ahora estaba claro que entonces sería demasiado tarde.

Se detuvo. Susana aún avanzó unos pasos más, arrastrando los pies y luego se detuvo también.

—Demos de beber a los caballos —dijo Carson. El hecho de hablar con la garganta reseca fue muy doloroso.

Ella no dijo nada.

—¿Susana? ¿Está bien?

Ella no contestó. Se sentó a la sombra del caballo e inclinó la cabeza.

Carson se acercó al caballo de la mujer. Desató la alforja y apartó las herraduras. Sacó la cantimplora, se quitó el sombrero y lo llenó de agua hasta el borde. La visión del agua que caía de la cantimplora le produjo un espasmo en la garganta.
Roscoe
, de pie junto a él, irguió la cabeza y avanzó. Bebió toda el agua en un momento y luego agarró el sombrero con los dientes. Carson se lo arrancó del hocico y el caballo se encabritó y resopló.

Llenó el sombrero por segunda vez y lo llevó hasta el otro caballo, que se la bebió ávidamente.

Sustituyó la cantimplora vacía por la segunda, y ofreció a cada caballo otro medio sombrero de agua. Los animales se mostraron repentinamente agitados, como él sabía que se sentirían, y resoplaban y meneaban las cabezas con ojos muy abiertos.

Al devolver la cantimplora a la alforja, oyó el roce de algo. Metió la mano y encontró una costura suelta a lo largo del forro de la solapa exterior. Por ella sobresalía un trozo de viejo papel amarillento, el mismo que Nye había examinado en el cobertizo, la noche de la tormenta de arena. Carson lo extrajo y lo examinó. Estaba estropeado y no era papel, sino una especie de trozo de cuero viejo. Sobre él había esbozos detallados de una cadena montañosa, una masa negra extrañamente configurada, numerosas marcas y palabras en español. Y a través de la parte superior las desconcertantes palabras escritas con caligrafía antigua: «Al despertar la hora el águila del sol se levanta en una aguja de fuego.» En la parte inferior, en medio de otra frase en español, había un nombre: Diego de Mondragón.

De pronto todo quedó repentinamente claro. De no haber sido por sus labios dolorosamente agrietados, Carson se habría echado a reír.

—¡Susana! — exclamó—. Nye ha estado buscando el tesoro de Monte Dragón. ¡El oro de Mondragón! He encontrado un mapa oculto en las alforjas. Ese loco bastardo sabía que el papel estaba prohibido en Monte Dragón, así que lo guardó donde nadie pudiera encontrarlo.

Ella miró sin interés el mapa. Carson sacudió la cabeza. Era algo ridículo. Nye no era ningún estúpido. Sin duda debía de haber comprado ese mapa en la trastienda de alguna tienducha de Santa Fe, y probablemente habría pagado por él una fortuna. Carson había visto muchos mapas similares; la venta a turistas de falsos mapas del tesoro era un gran negocio en Nuevo México. No era nada extraño que Nye se comportara de un modo tan receloso al verse seguido por Carson, al imaginar, probablemente, que le quería robar su imaginario tesoro.

Bruscamente, el regocijo de Carson desapareció. Al parecer, Nye iba en busca de ese tesoro desde hacía algún tiempo. Quizá todo había empezado como simple curiosidad, pero ahora, bajo la influencia de la PurBlood, lo que empezó como una suave obsesión se habría convertido en algo mucho más intenso. Y Nye, consciente de que Carson se había llevado sus alforjas, tendría aún más razones para perseguirlos sin piedad.

Observó más atentamente el mapa. Mostraba montañas y una zona ennegrecida que podría ser un río de lava. Podía encontrarse en cualquier parte del desierto. Pero Nye sabía que el jubón de Mondragón se había encontrado supuestamente al pie de la base de Monte Dragón, de modo que probablemente había iniciado su búsqueda a partir de ese punto.

Esta curiosa explicación de las extrañas desapariciones de Nye durante los fines de semana quedó oscurecida por la ardiente sed que sentía. Débilmente, Carson guardó el mapa en la alforja y miró las herraduras. Ahora no había tiempo para ponerlas. Tendrían que probar suerte en la arena. Ató las alforjas y se volvió.

—Susana, tenemos que continuar.

Sin decir palabra, ella se levantó y echó a caminar hacia el norte. Carson la siguió, con sus pensamientos disueltos en una oscura pesadilla de fuego.

Poco después se encontraron al borde del río de lava. Por delante de ellos, el desierto arenoso se extendía hasta el horizonte sin límites. Carson se inclinó sobre una pequeña salina que se había formado a lo largo del borde de lava y cogió unos trozos de sal alcalina. Nunca venía mal estar preparado.

—Ahora podemos montar —dijo, y se metió la sal en el bolsillo.

Observó cómo su ayudante apoyaba maquinalmente un pie sobre el estribo. Sólo pudo elevarse sobre la silla al segundo intento.

Al observar su silencioso esfuerzo, Carson se compadeció. Abrió la alforja y sacó la cantimplora.

—Susana, beba un trago.

Ella permaneció sentada sobre el caballo, silenciosa. Finalmente, sin levantar la mirada dijo:

—No sea estúpido. Aún tenemos noventa kilómetros por delante. Ahórrela para los caballos.

—Sólo un pequeño sorbo.

Un sollozo apagado escapó de la garganta de ella.

—No para mí. Pero si usted quiere, adelante.

Carson enroscó el tapón sin beber y volvió a guardar la cantimplora. Cuando se preparaba para montar, notó que algo le resbalaba por la barbilla. Al tocarse los labios, retiró los dedos manchados de sangre. Aquello no le había sucedido en el cañón del Carbón. Esto era mucho peor. Y aún faltaban noventa kilómetros. Se dio cuenta, con una especie de sordo fatalismo, que no había forma de que pudieran conseguirlo.

A menos que encontraran coyotes.

Colocó el pie en el estribo, experimentó un breve mareo y se izó sobre el caballo. El esfuerzo lo dejó exhausto.

Los buitres seguían describiendo círculos, unos cuatrocientos metros más allá. Se acercaron y Carson se irguió apoyado en el pomo de la silla. En la distancia vio algo tumbado sobre la arena, a merced de los coyotes.
Roscoe
, al ver algo en el monótono desierto, se dirigió automáticamente hacia allí. Carson parpadeó y trató de enfocar la vista. Sus ojos también se resecaban. Parpadeó de nuevo.

Los coyotes se alejaron. A unos cien metros se detuvieron y se volvieron a mirar. Nunca les han disparado, pensó Carson; no temen a la presencia humana.

Los caballos se acercaron. Carson bajó la vista e hizo esfuerzos por enfocarla sobre la criatura muerta. Tenía los ojos tan secos que los sentía envueltos de arena.

Era una cabra de largos cuernos. El cuerpo apenas sí era reconocible: un cráneo, con los característicos cuernos, sobresalía de una masa de carne reseca.

Carson miró a la mujer, que llegaba tras él.

—Coyotes —dijo sintiendo la garganta desollada.

—¿Qué?

—Coyotes. Eso significa agua. Nunca se alejan del agua.

—¿A qué distancia?

—No más de quince kilómetros.

Se inclinó sobre el pomo de la silla y trató de controlar un espasmo.

—¿Cómo sabremos dónde está? — preguntó De Vaca.

—Por el rastro —dijo Carson.

El calor era agobiante. Una nube se desplazó sobre el cielo, como un soplo de vapor acre. Las montañas Fray Cristóbal, a las que se habían aproximado durante todo el día, parecían blanqueadas por el sol. El horizonte había desaparecido por detrás de ellas, y el mismo paisaje parecía evaporarse, disolverse en las cortinas de luz, flotar hacia el cielo blanco y ardiente. Los coyotes se habían sentado sobre un altozano, a la espera de que los intrusos se alejaran.

—Se aproximaron en dirección contraria al viento —dijo Carson.

Desde la cabra muerta, cabalgó en espiral hasta localizar el lugar por donde habían llegado los coyotes. Se puso a seguir las huellas, y De Vaca le imitó. Cabalgaron varios kilómetros, con Carson delante, siguiendo la débil senda a través de la arena del desierto.

Más allá, las huellas giraban hacia la lava y desaparecían.

Carson detuvo a
Roscoe
y Susana llegó a su lado. Hubo un silencio. Nadie podía seguirle la pista a un coyote a través de la lava.

—Tendremos que compartir el agua que nos queda con los caballos —dijo al fin—. No podemos resistir mucho más.

Ella asintió con un gesto.

Se deslizaron de los caballos y se derrumbaron sobre la arena caliente. Carson, con mano débil, sacó la cantimplora.

—Beba lentamente —le dijo—. Y no se sienta desilusionada si eso le provoca más sed.

Ella bebió de la cantimplora con manos temblorosas. Carson no se molestó en sacar la sal de su bolsillo; no beberían agua suficiente para que eso importara. Tomó la cantimplora suavemente de manos de De Vaca y se la llevó a los labios. La sensación fue insoportablemente placentera, pero aún fue más insoportable cuando terminó.

Dio lo que quedaba a los caballos y luego ató las cantimploras vacías al pomo de la silla. Se tumbaron a la sombra de los animales, que permanecían cabizbajos bajo el sol de la tarde.

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