Y el sueño nunca terminaba.
—Oh, no. Joder, no lo hagáis.
Todos se volvieron, Dark incluido.
No se había tomado la molestia de hacerlo cuando los dos agentes entraron en la habitación. Supuso que eran los matones de Wycoff, Pelo-cepillo y el tipo al que le faltaban dedos en la mano. Llevaban la pistola en la mano y no dejaban de ordenarle a gritos que se quedara quieto y se echara al suelo con las manos detrás de la cabeza.
Dark tampoco se volvió cuando empezaron a sufrir arcadas al ver todo lo que los rodeaba. Los cuerpos. Los monitores. La fetidez. El charco de sangre negra que se había formado bajo el mutilado cuerpo de un monstruo que solía esconderse bajo las camas y en los armarios de la gente.
—Madre de Dios, ¿qué cojones es esto…?
Pero unos instantes después oyó otra voz. Una que sí reconoció.
Riggins. Y les estaba diciendo a los agentes de Artes oscuras que no, joder, que no lo hicieran.
Al oír eso, Dark finalmente se volvió.
Riggins tenía las manos en alto, con las palmas extendidas para enseñarles que no llevaba ningún arma. Miró a los agentes a los ojos.
—Antes de que hagáis una tontería —dijo—, mirad a vuestro alrededor, chicos. ¿Os parece que se trata de una operación normal? Mirad al bebé que sostiene en sus brazos. Mirad a la mujer que yace a su lado. Se llama Sibby Dark, y cuando se despertó esta mañana estaba luchando por sobrevivir. Ése es su marido, y tiene en brazos a la hija de ambos, que ha nacido en esta maldita mazmorra hace unas horas. Sé que tenéis órdenes; sé que esto es a lo que os dedicáis. También es a lo que yo me dedico. Pero os pido que miréis a vuestro alrededor y os lo penséis. ¿De verdad queréis hacerlo?
Nellis había pasado el suficiente tiempo observando los movimientos de aquel agente de mediana edad y bastante quemado como para saber que hablaba en serio. Sus órdenes eran eliminar todo lo que hubiera en aquella casa. Pero ¿un bebé? ¿Nacido de una mujer que había sido capturada y torturada allí, en aquella especie de osario?
No, había cosas demasiado oscuras incluso para Artes oscuras.
Los horrores de aquel sótano… Maldita sea, tendría suerte si alguna vez conseguía borrar aquellas imágenes de su cabeza. Allí abajo había demasiadas preguntas, demasiadas incertidumbres.
Y durante los últimos días le había empezado a coger cierto cariño al decrépito agente que tenía delante, aunque nunca se atrevería a reconocerlo en voz alta.
—Baja el arma —le dijo Nellis a McGuire.
Dark vió que Constance se acercaba a él con los brazos abiertos. Era como si saliera de un sueño perteneciente a otra vida.
—¿Puedo? —le preguntó ella.
Al principio Dark no entendió a qué se refería. Luego bajó la mirada y se dio cuenta de que sí, tenía un bebé en los brazos. Su pequeña. En algún momento, la había recogido del suelo. Era curioso que no lo recordara. ¿Antes de acercarse Sibby? ¿Después? ¿Quizá cuando los de Artes oscuras irrumpieron en la habitación? Los últimos minutos eran una nebulosa. Los bordes de su visión se derretían.
Notó que Constance le quitaba al bebé de los brazos, pero, por alguna razón, él seguía notando el peso. Dark sentía que unos enormes bloques de granito le presionaban el pecho. Se tambaleó hacia atrás hasta dar con la pared, y entonces se fue deslizando lentamente hasta el suelo.
A Constance parecía dársele bien el bebé, pensó Dark. Debería haber tenido el suyo.
El de ellos.
El de él.
Ni siquiera había mirado a la niña. No se atrevía. ¿Y si veía algo en sus ojos?
¿Algo que no tuviera nada que ver con él?
Riggins le puso la mano en el hombro.
—Salgamos de una puta vez de aquí.
Dark se sentó en el borde de la cama del hospital. Las medicinas por fin le habían hecho efecto. No aliviaban el dolor. No exactamente. Lo hacían a un lado y lo animaban a pensar en otra cosa. Allí, mira eso. Una gigantesca pelusa de nada. ¿No es interesante? Y ahora presta atención a aquella otra cosa. No al dolor. El dolor siempre estará ahí. Puedes volver a él siempre que quieras. Pronto le darían el alta. Había insistido en ello. Prefería recuperarse en casa que allí, en un hospital que le recordaba a Sibby y a los horrores que su esposa había tenido que soportar.
En algún lugar de la pelusa gris había un pensamiento que lo turbaba de un modo incesante. Sintió una sacudida. Al contraer los músculos, le tiraban los puntos. Pero no importaba.
—El bebé —dijo.
Para su sorpresa, alguien le contestó.
—En pediatría —le dijo Constance—. Querían hacerle una revisión completa. Han dicho que mañana le darán el alta.
Había dos visitantes de pie en la puerta de su habitación, Constance y Riggins. Constance se acercó a la cama, le puso una suave y fría mano en la mejilla y le sonrió.
—Es una niña, ¿verdad? —preguntó Dark—. Eso no me lo esperaba.
—Sí, Steve, es una niña sana y hermosa.
Entonces todo aquello no era una mera pelusa gris. Había una razón para seguir adelante, al fin y al cabo. Más allá de la carnicería, el dolor, las cancioncillas, las mentiras y la sangre, había algo. Había una vida. Sibby no estaba muerta. Viviría siempre en su hija. El monstruo no les podría arrebatar aquello.
Pero entre aquellas palabras surgió lo que seguía inquietándolo, se dio cuenta de qué era lo que le había causado aún más dolor que la cirugía y los puntos. Las palabras del monstruo, que seguían resonando por encima de la pelusa gris:
«¿Por qué no nos disparas y lo averiguas? Puedes hacernos análisis de sangre a ambos, y así comprobarás cómo la verdad sale a la superficie». Siempre.
—Necesito que me hagas un favor —dijo Dark de repente—. Id a buscar a una enfermera para que me extraiga un poco de sangre.
—¿Para qué? —preguntó Riggins—. ¿Te encuentras mal?
—No. No es eso. El bebé. Necesito saber si es mío.
—Lo que necesitas es descansar, amigo…
—Necesito saberlo.
Riggins asintió. La expresión de su rostro dejaba claro que había comprendido que cualquier discusión sería fútil y que el descanso y la recuperación deberían esperar hasta que supiera la verdad.
—Iré a buscar a una.
Para conocer los resultados de la prueba de paternidad
regístrate en level26.com
e introduce la siguiente clave:
father
Normalmente, hay reglas para este tipo de cosas.
Los cuerpos de los asesinos en serie capturados suelen mantenerse en hielo durante un cierto período de tiempo. A menudo, varias agencias piden partes de ellos —especialmente ciertas divisiones científicas—. Consideran a los cazadores de hombres como una especie ligeramente distinta que debe estudiarse más a fondo. La noticia del fallecimiento de Sqweegel se había filtrado por toda la comunidad científica y todo el mundo pedía un fragmento de su cuerpo.
Al fin y al cabo, se trataba de un nuevo tipo de depredador. Un monstruo que el mundo nunca había visto.
Un nivel 26.
Pero Dark no iba a permitir que eso sucediera.
No eran sólo las pesadillas —que ya eran suficientemente malas—. Las imágenes de la mano cercenada, todavía enguantada, reptando por el suelo del sótano como una tarántula blanca. Arrastrando su propio brazo mutilado hacia el torso. Con las venas asomando como gusanos, desesperadas por volver a unirse a su origen. Los ojos —esos terribles ojos negros— volviendo a la vida tras los agujeros de la máscara. Y el cuerpo reanimado saliendo a gatas de debajo de la cuna del bebé, abalanzándose sobre la niña, y ella balbuceando sin comprender lo que estaba a punto de sucederle…
Sí, las pesadillas eran malas.
Pero también la idea de que, en cierto modo, Sqweegel siguiera viviendo, aunque fuera sobre la placa de petri en un laboratorio gubernamental. Eso era una especie de inmortalidad, y Dark no podía permitirla. Todos sus restos tenían que ser destruidos. La carne quemada, los huesos reducidos a polvo. Todas y cada una de sus células separadas de sus membranas y disueltas hasta desaparecer.
Sqweegel se había pasado toda su vida adulta evitando dejar rastros tras él. Dark creía que los deseos de aquel pequeño cabrón debían seguir cumpliéndose después de su muerte.
Razón por la cual se encontraban allí, en un crematorio privado, junto a una resistente caja de cartón que contenía los restos mortales de Sqweegel. Riggins había infringido al menos una docena de leyes para conseguirlo, pero ¿qué iba a decir a aquellas alturas? ¿«Lo siento, Dark, no puedo?». No, llevó a cabo las gestiones sin quejarse ni discutir. Dark sospechaba que Riggins tenía tantas ganas como él de freír al monstruo.
Sqweegel había asegurado que él era el padre del bebé de Sibby. Afortunadamente, la prueba de paternidad había demostrado que no era así. Y después de aquel día, no quedaría ni un solo rastro mortal del monstruo en la tierra.
Dark asintió y los empleados del crematorio accionaron la palanca. La cinta empezó a trasladar la caja hacia el horno. Las llamas ya ardían en su interior.
Al principio, los trabajadores miraban la caja con recelo. ¿Quién coño lleva un cadáver en una caja de cartón? Y además un cadáver desmembrado y amontonado en la caja como si se tratara de trozos de carne. Brazos y piernas cercenados. Un tronco despedazado. Una cabeza decapitada con los ojos todavía abiertos.
Pero Riggins les enseñó la placa y los empleados se concentraron en su trabajo sin rechistar.
La caja se balanceaba un poco en su camino hacia la abertura del horno, que estaba a diez mil grados centígrados de temperatura.
Las llamas rodearon la caja con avidez.
El cartón se contrajo, se retorció y desapareció rápidamente, pero los miembros que había en su interior parecían resistentes al calor.
Los trabajadores hicieron amago de cerrar la puerta del horno con unas barras metálicas, pero Dark alzó el brazo y los detuvo.
Quería ver hasta el último detalle.
Necesitaba estar seguro.
Dark se acercó al horno; se situó tan cerca que podía sentir el calor requemándole el rostro. Los inertes ojos negros de Sqweegel lo miraban; como provocándolo, negándose a sucumbir al fuego.
Pero finalmente lo hicieron; se convirtieron en unos pequeños charquitos burbujeantes que terminaron por desaparecer. Los trozos de carne que habían conformado su cuerpo se tornaron negros en medio de las intensas llamas. El calor carbonizó y desmenuzó los huesos.
Aproximadamente una hora después, los trabajadores del crematorio recolocaron los restos con rastrillos y barras metálicas para asegurarse de que ardían de forma adecuada y completa.
Otra hora después, lo único que quedaba eran cenizas y testarudos restos de calcio, que serían rastrillados y molidos hasta convertirse en diminutas partículas blancas.
Sqweegel ya no existía.
El asesino de nivel 26 había sido eliminado de la faz de la tierra… para siempre.
Incluso habían limpiado todo rastro físico de su calabozo, incluidos los de sus víctimas descompuestas.
Pero el aroma acre de la carne quemada permanecería en las narices de los empleados del crematorio durante días. Los aerosoles, pañuelos y soluciones salinas que utilizaron no sirvieron para deshacerse del olor. A Dark y Riggins les pasó lo mismo.
El olor no es una neblina ni un humo. Está formado por partículas de lo que hueles; se introducen por la cavidad nasal y se aferran a los receptores nasales.
Mientras Dark estuviera dando de comer a su hija, o lavándose la cara, o mirándose en el espejo del cuarto de baño, o sosteniendo la cuchilla de afeitar contra la mejilla… con tan sólo respirar, Sqweegel regresaría.
En mitad de la noche, unas horas después de la incineración, Dark se despertó y se dio cuenta de que había cometido una terrible equivocación.
Debería haber guardado el ADN de Sqweegel. Una pequeña muestra que se pudiera utilizar como futura referencia para contrastar en crímenes sin resolver. Si el mundo quería librarse para siempre de Sqweegel, sus acciones debían ser catalogadas, entendidas, archivadas. Uno no finge que el hombre del saco no existe; lo coloca bajo el foco científico y le muestra al mundo que no era más que un perturbado.
Horas después, mientras contemplaba el techo, Dark se dio cuenta de que todavía había un lugar en el que se podía encontrar el ADN de Sqweegel.
Riggins se ofreció voluntario.
Había visto la expresión del rostro de Dark mientras le explicaba lo que quería hacer. Intentaba mostrarse distante y clínico, pero Riggins sabía lo que le pasaba realmente por la cabeza. Dark se había armado de valor y había decidido recoger restos de ADN de Sqweegel del cadáver de su esposa. Aquélla era una tarea con la que ningún hombre debería enfrentarse. Sobre todo Dark, después de todo lo que había pasado.
De modo que Riggins fue en su lugar.
Dentro del depósito levantó la mano de Sibby y pasó el palillo por debajo de una uña, con cuidado, como si estuviera limpiando una lágrima de la comisura de los ojos de un bebé. Pensó en la fortaleza de aquella mujer, que se había resistido y le había clavado las uñas a Sqweegel. Había atravesado el traje de látex y le había rasgado la carne. Se aseguró de sacar de aquel sótano un resto del asesino que ahora, cuando más lo necesitaban, estaba a su disposición.
Riggins analizó la muestra personalmente y se sentó en el vacío laboratorio para esperar los resultados. No sabía si lo identificarían, pero supuso que sí tendrían bastantes posibilidades de localizar a algún pariente. Los resultados llegaron con un «cling» digital.
Siete de los once alelos coincidían.
«No —pensó Riggins—. No es posible».
Poco después, Dark le preguntó por los resultados.
—Nada —le contestó Riggins—. Ningún resultado. Ese cabrón provenía de la nada.
De todas las mentiras que Riggins había dicho en su vida, aquélla fue la más difícil.
Cementerio de Hollywood/Boulevard Wilshire
El funeral de Sibby fue una confusa sucesión de trajes negros, cruces blancas y flores acres. El dulce olor de la tierra revuelta impregnó el aire veraniego.
Su familia acudió desde el norte de California. Dark no fue capaz de mirarlos. Riggins también estuvo allí, claro está, junto con Constance y, por lo que pudo ver, la mayoría de los agentes de Casos especiales. Aunque tampoco les prestó demasiada atención. Sólo pudo pensar en Sibby.