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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Necrópolis (23 page)

BOOK: Necrópolis
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—Mierda —soltó José.

—¡Vamos, vamos! —pidió Dozer, moviendo las manos entrecruzadas para indicar que subieran.

—¡Os cubro desde arriba! —dijo José encaramándose con rapidez. Trepó ágilmente hasta el tejado del kiosco y allí hincó la rodilla en el suelo apuntando a los zombis. No disparó aún sin embargo, demasiado bien sabía que con el primer disparo revelarían a todos su posición.

El gigante sin cara comenzó a correr hacia ellos, a punto de tropezar con sus propias piernas al principio y virando peligrosamente a un lado como si fuera a caer de bruces al suelo, pero a mitad de la calle tomó carrerilla y embistió con una ferocidad incontenible. Para entonces también Susana había subido arriba.

—¡Ya! —gritó José apretando el gatillo. El rifle escupió una breve ráfaga que impactó en el muerto viviente. Saltaron trozos de carne muerta en la zona del pecho, el cuello y la boca y provocaron que el coloso se combara hacia atrás. El disparo en plena garganta cortó su horripilante grito de raíz, que se redujo a un siseo sibilino como el de una olla Express. Cuando estaba a punto de caerse sobre Uriguen una segunda ráfaga descarnó completamente su cabeza, revelando una masa fungiforme, palpitante y gris. Dio unos cuantos pasos más erráticos y sin dirección, y se estrelló contra la pared del kiosco. El golpe arrancó un profundo sonido metálico.

Mientras tanto, Uriguen se había encaramado arriba y apuntaba a los otros espectros que ya empezaban a moverse hacia ellos. Unos todavía lentamente, pero otros comenzaban a trotar como marionetas a las que les faltan unos cuantos hilos. Sus ojos muertos estaban fijos en todos ellos.

Dozer saltó sobre sus pies con la mano en alto y José lo atrapó en el aire, dándole el apoyo necesario para que se impulsara hacia arriba y se encaramara al tejado. Mientras lo hacía, Susana y Uriguen habían empezado a disparar a los zombis más cercanos. Su puntería era implacable.

—¡Ya estamos! —anunció Dozer.

Decirlo y saltar sobre la verja de hierro fue todo uno. Cayeron sobre un trozo de tierra cubierto de maleza, apenas un arriate que daba paso a una extensa explanada llena de coches aparcados. El caos era enorme, como si alguien hubiera conducido un autobús o un descomunal tráiler entre ellos, golpeándolos y haciéndolos dar vueltas de campana para dejarlos inservibles y trocados en lamentables chatarras.

Hacia el este a unos ochenta metros se levantaban dos edificios, el más pequeño era el de la Autoridad Portuaria y el segundo era para recibir y dar salida a los pasajeros, cruceristas en su mayoría. Ahora, sólo los
zombis
lo poblaban.

Y entonces lo vieron.

Se trataba de un buque mercante gigantesco cuyo casco estaba pintado de negro en su parte superior y de un color rojo oxidado desde la mitad hasta el agua. En la proa, dos protuberancias gigantes con un ancla en cada una le daban el aspecto de una cara cuyos ojos ciegos miraban apesadumbrados hacia el mar, como un borrego que va al matadero. En su cubierta se erigían cuatro grúas de carga de un color ocre desgastado, orgullosas como extraños monolitos egipcios, y ya en la proa se distinguía una construcción blanca, alta y aséptica con la bandera de Liberia ondeando tímidamente. En la línea del casco se podía ver la palabra
CLIPPER
escrita en mayúsculas con grandes caracteres, y en la curvatura de la proa el nombre del barco, el
Clipper Breeze.

El barco había entrado en el puerto en línea recta, pasando por los dos grandes espigones que lo protegían, y avanzaba lentamente hacia los muelles seis y siete, que se adentraban en las aguas como un brazo acusador. Allí descansaban, solitarios y despuntando contra el horizonte, dos grandes sitios de almacenaje de casi cuatro mil toneladas métricas. Enormes bidones que estaban en ruta de colisión directa.

—Dios de mi vida —exclamó Dozer.

Susana disparó una ráfaga contra un
zombi
de color que llevaba únicamente unos desgastados calzoncillos raídos. Cayó derribado sobre el capó de un coche cercano, desparramando sus sesos por el cristal agrietado del parabrisas.

—¿Va a estrellarse? —preguntó Uriguen tras disparar dos veces, una a su izquierda y otra a su derecha. Uno de los disparos alcanzó su objetivo en el brazo, que salió despedido hacia atrás y aleteó en el aire hasta caer en suelo con un húmedo chapoteo.

—Eso vamos a ver, vamos en aquella dirección —dijo Dozer señalando—, por la derecha de ese edificio hasta la parte de atrás, ¡vamos!

Corrieron entre los coches despertando inevitablemente a todos los muertos que había alrededor. Los gruñidos guturales se mezclaban con los disparos de los rifles que descargaban ráfaga tras ráfaga. Disparaban tan rápido como podían, alternándose en el avance para darse cobertura unos a otros cada pocos metros, pero la oleada de
caminantes
parecía no tener fin. En un minuto, alcanzaron la sombra del edificio de la estación marítima perseguidos todavía por un número considerable de muertos vivientes.

Desde allí avanzaron a buen paso hasta la parte de atrás, otra gran superficie llena de contenedores de transporte de mercancía, bastos cajones de hierro de diferentes colores, en mejor o peor estado, almacenados en torres de diferentes alturas conformando un laberinto endemoniado. Pero ahora eran capaces de ver el barco acercándose al muelle, tejiendo ondas en la superficie de un mar verdoso y quedo como la superficie de un plato de porcelana. Se aproximaba inexorablemente al brazo de puerto.

—¡¿Por qué hace eso?! —preguntó Uriguen fuera de sí. Según venían las cosas creía obvio que el barco iba a colisionar con el enorme espigón, aunque fuera por muy poco. Sin embargo, en el último momento, la proa pareció resbalar contra las rocas de la pared de cemento. El sonido del metal rasgando contra el suelo de rocas inflamó el aire, llenándolo tan completamente que fue como si todo se detuviese en el tiempo. La superficie del agua se encrespó, indicio de las espantosas reverberaciones submarinas que el casco estaba levantando. Incluso José y Uriguen, que eran los que cubrían sus espaldas disparando contra sus perseguidores, se encontraron a sí mismos girando la cabeza para ver cómo el barco pasaba rozando el lateral contra las rocas y el mismísimo hormigón.

—Hostia puta —dijo Dozer de pronto viendo cómo el barco había modificado ligeramente su rumbo. —Viene directo hacia aquí.

Así era, el
Clipper Breeze
avanzaba ahora con la misma lentitud en claro rumbo de colisión frontal contra ellos. Cuánto daño había causado la exasperante fricción contra el manto rocoso no lo sabían, pero de algún modo el colosal buque mercante parecía escorar ligeramente hacia babor, lo que propiciaba la nueva ruta. Mientras tanto, la sirena continuaba su desesperada llamada, que ahora lo sabían muy a las claras era de socorro.

El monstruoso rechinar del metal, alto y vibrante, había provocado otras cosas sin embargo. El sonido no era grave y apagado como el de la sirena del barco que llevaba oyéndose durante bastantes horas en casi toda Málaga, sino agudo y desquiciante, vibrante, y tuvo un efecto inmediato en las hordas
zombi
que vagaban erráticas por toda la periferia, los atrajo como el aroma del pescado a las moscas. Además, la vibración provocada por la prolongada fricción del barco había causado un problema del que aún nada sabían. Se trataba de las cinco grúas
Súper Post Panamax
que se erigían como ídolos o, acaso, celosos guardianes del comercio internacional sobre la línea del firmamento de la ciudad; altas estructuras de casi sesenta metros de altura que se usaban para descargar los grandes buques mercantes.

Habían sido diseñadas para resistir los más fenomenales embistes de las aguas y los fuertes vientos, pero los pilares principales de la quinta estaban seriamente comprometidos; en los días en los que los malagueños huían en los barcos, hubo escenas escalofriantes en aquel mismo lugar. Un autobús en llamas recorrió los últimos veinte metros que le separaban de una de las patas de acero y terminó por estrellarse violentamente contra ella. Explotó violentamente, generando una onda expansiva de calor intenso y esquirlas en llamas, acabando con la vida de seis hombres que esperaban para subir a una de las embarcaciones. Allí permaneció ardiendo durante tres horas, durante las cuales las llamas hicieron su trabajo contrayendo todas las juntas, debilitando los tornillos, calcinando las partes móviles pequeñas y haciendo reventar los cojinetes de las bases. Ahora, aunque ninguno de los miembros podía escucharlo la estructura chirriaba ensimismada, las vigas de unión se tensaban más allá de lo que el castigado metal podía soportar, y amenazaba con desmoronarse.

Pero eso aún no había ocurrido, y a muchos metros de allí, el
Clipper Breeze
continuaba su avance. En el muelle, Dozer y el Escuadrón escuchaban con creciente inquietud los gritos cada vez más encolerizados de las hordas
zombi.

—Esto se pone muy jodido —dijo Dozer con los tendones del cuello en tensión y mirando alrededor. Los intensos alaridos salvajes provenían de algún lugar al otro lado del edificio. Naturalmente, sabían lo que eso significaba. Estaban entrando en el puerto. Estaban entrando en masa.

—¡No llegaremos a las alcantarillas! —chilló Uriguen.

—¡No hay tiempo! —confirmó Susana— ¡al edificio, resistiremos en el edificio!

Como si fueran uno solo corrieron tan rápido como pudieron hasta uno de los accesos al edificio. Era apenas una puerta metálica de una sola hoja, una entrada trasera, pero mientras avanzaban hacia ella ensombrecidos por el griterío de los muertos, José se descubrió a sí mismo rezando para que estuviera abierta.

Lo estaba, y con los pasos estremecedores de los z
ombis
doblando ya la esquina desaparecieron en su interior. Era apenas una escalera que ascendía una docena de peldaños y viraba a la derecha, fundiéndose con un corredor monótono y aséptico. Dozer y Uriguen apoyaron sus hombros contra la puerta respirando agitadamente. Susana, mientras tanto, se concentraba en proporcionar cobertura apuntando a la parte superior de las escaleras.

Y por fin, el
Clipper Breeze
llegó al término de su azaroso viaje. La proa golpeó brutalmente contra el muelle provocando una vibración insólita que reverberó por toda la estructura de hormigón. Los cristales del edificio estallaron en millones de pequeñas esquirlas, provocando un sonido ensordecedor. El casco del buque, ya oxidado y testigo de innumerables viajes por aguas salubres se comprimió como un viejo acordeón; el metal se retorcía y reventaba por mil sitios diferentes exponiendo sus impudencias a la luz del Sol. La sirena enmudeció de pronto, interrumpida en plena colisión y dos de las grúas de la cubierta cayeron hacia los lados como si fueran de papel. Y ahora sí, sacudida finalmente por la reverberación, la fenomenal grúa
Súper Post Panamax
se inclinó peligrosamente como un malabarista que fuerza su representación hasta el extremo, y por fin sucumbió como la enorme mole de hierro y acero que era. Lo hizo cayendo sobre la segunda grúa que tenía a su lado, que se desmoronó también prácticamente al instante. Cayeron al suelo abrazadas una a la otra, retorcidos sus hierros mortales en un abrazo lascivo. Algunos trozos alcanzaron el agua, creando fuentes de espuma que se levantaron muchos metros por encima del nivel del mar.

Semejante fanfarria provocó un escándalo de unas dimensiones tan impresionantes como no las recordaba Málaga desde los días en los que la ciudad era bombardeada masivamente por tierra y aire, en plena Guerra Civil. La onda de sonido llegó inexorable a todas partes, y en las calles y la procelosa oscuridad de los edificios abandonados, los muertos despertaban.

Fuera del edificio los muertos aullaban completamente fuera de sí, entregados a una especie de orgía cruel y sobrecogedora. Era tal su enajenación que arremetían unos contra otros, desbocados, salvajes, enloquecidos como una estampida que no se había visto desde los peores días de la Pandemia
Zombi.

¿Y en su interior? El Escuadrón vivía, sí, pero prisioneros de los muertos vivientes.

16. Espías y jeringas

Desde el primer momento en el que Reza decidió ir a la capital a llevar a cabo su terrible plan, supo que no tomarían la autovía. Ni la de peaje que llegaba hasta Fuengirola, ni la vieja carretera que serpenteaba sinuosa por toda la Costa. Eran impracticables. En lugar de eso, se las ingeniaron para llegar a las tranquilas playas de Nueva Andalucía donde había gran cantidad de chalets de lujo a pie de playa.

Llegaron allí al final del día cuando la luz comenzaba a desaparecer y el cielo se oscurecía por el este. Tras la línea del horizonte el Sol se ocultaba a ojos vista, arrojando destellos de un naranja coléricamente inflamado.

No había muchos
zombis
por aquella zona residencial de casas grandes y pocos vecinos, y los que hubo se dispersaron por las muchas parcelas a medida que el tiempo pasaba. Fue extraordinariamente fácil deslizarse entre ellos, sabían moverse y eliminarlos en silencio sin ser vistos incluso con las mochilas donde llevaban el armamento a la espalda.

Tanto Dustin como Reza habían estado en muchos de aquellos chalets, suntuosas propiedades que pertenecían a gente con las que habían hecho negocios en el pasado, hombres y mujeres en extremo adinerados que llevaban un tren de vida que la mayoría de la población solo podía soñar. Ellos guardaban en sus inmensos garajes todo tipo de vehículos de lujo:
Ferraris,
un
Lotus,
un
Chrysler 300...
pero no era eso lo que buscaban, se trataba de las exclusivas motos de agua que muchos habían usado quizá cuatro o cinco veces en toda su vida pero que alguien mantuvo en perfecto estado de funcionamiento hasta el fin de los tiempos.

Para conseguir embarcación no pensaron en ningún momento en acudir a cualquiera de los puertos deportivos de la ciudad, sabían a la perfección que estaban vacíos, que las embarcaciones desaparecieron cuando las carreteras se colapsaron y todo el mundo quería estar en otra parte. No, los garajes privados eran proveedores mucho mejores.

No les costó sacar una de ellas y llevarla al agua empujándola a través de las olas mansas que llegaban a la orilla como si no quisieran ser vistas. Se subieron encima y permanecieron a horcajadas sin arrancar la moto, en silencio, respirando el olor salubre a mar y a pescado, a playa. Reza no esperaba a nadie, ni disfrutaba el precioso atardecer como lo haría cualquiera con un alma dentro del cuerpo no, él esperaba a que terminara de anochecer. Si iba a ir hasta Málaga sentado como un pato en su peana quería que fuera por la noche cuando nadie pudiese verlo, porque el monstruo
sabe
que los monstruos existen. Así que cuando el Sol se hubo ocultado ya y el cielo era un hermoso gradiente de negro a azul marino arrancó la moto y se pusieron en marcha a una prudente velocidad, no quería hacer ruido.

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