Nana (27 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

BOOK: Nana
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Y yo le digo: Vete, Helen. Lárgate de aquí. No te necesito. Quiero pagar por mis crímenes. Estoy cansado de estropear el mundo para justificar mi mala conducta.

Y ahora el poli está llorando intensamente y entra otro poli. Es un poli joven, y se queda mirando al poli viejo lloroso y luego a mí, desnudo. El poli joven dice:

—¿Todo va bien por aquí, Sargento?

—Delicioso —dice el poli viejo, secándose los ojos—. Nos lo estamos pasando de maravilla.

Se da cuenta de que se ha secado los ojos con el guante, con los dedos que me ha sacado del culo, y se quita el guante con un gritito. Todo su cuerpo se estremece y tira el guante grasiento a la otra punta de la sala.

Le digo al poli joven que solamente estamos teniendo una pequeña charla.

El poli joven me pone un puño delante de la cara y dice:

—Tú te callas, coño.

El poli viejo, el Sargento, se sienta en el borde de la mesa y cruza las piernas a la altura de la rodilla. Se sorbe las lágrimas y echa atrás la cabeza como si se estuviera apartando el pelo de la cara y dice:

—Ahora, si no te importa, nos encantaría quedarnos a solas.

Yo me limito a mirar el techo.

El poli joven dice:

—Claro, Sargento.

Y el Sargento coge un pañuelo de papel y se seca los ojos.

El poli joven se gira deprisa, me agarra por debajo de la mandíbula y me empuja contra la pared. Con mi espalda y mis piernas contra el cemento frío. El poli joven me empuja la cabeza hacia arriba y hacia atrás, me aprieta la garganta y dice:

—¡No se lo hagas pasar mal al Sargento! —Y dice—: ¿Me entiendes?

Y el Sargento levanta la vista con una sonrisa débil y dice:

—Eso, ya lo has oído. —Y se sorbe la nariz.

Y el poli joven me suelta la garganta. Retrocede hasta la puerta y dice:

—Estaré ahí fuera si me necesita... Bueno, si necesita lo que sea.

—Gracias —dice el Sargento. Agarra la mano del poli joven, se la aprieta y dice—: Eres un encanto.

Y el poli joven aparta la mano con brusquedad y abandona la sala.

Helen está dentro de este hombre, igual que la televisión planta su semilla dentro de uno. Igual que la cebadilla invade un paisaje. Igual que una canción se te queda en la cabeza. Igual que los fantasmas ocupan casas. Igual que un germen te infecta. Igual que el Gran Hermano ocupa tu atención.

El Sargento, Helen, se pone de pie. Toquetea la pistolera y se saca la pistola. Sostiene la pistola con las dos manos, me apunta con ella y dice:

—Ahora saca la ropa de la bolsa y póntela. —El Sargento se sorbe las lágrimas y le da una patada a la bolsa de basura llena de ropa en mi dirección y dice—: Vístete, joder. —Y dice—: He venido a salvarte.

Con la pistola temblando, el Sargento dice:

—Te quiero fuera de aquí para poder cascármela.

42

Las palabras se están mezclando por todas partes. Las palabras y las letras de canciones y los diálogos se están mezclando en una sopa que podría provocar una reacción en cadena. Tal vez los actos divinos son simplemente la combinación adecuada de basura mediática lanzada al aire. Las palabras equivocadas colisionan e invocan un terremoto. Igual que las danzas por la lluvia invocaban tormentas, la combinación adecuada de palabras puede invocar tornados. Demasiadas melodías publicitarias mezcladas pueden estar detrás del recalentamiento del planeta. Demasiadas reposiciones televisivas pueden causar huracanes. El cáncer. El sida.

En el taxi, de camino a la agencia inmobiliaria de Helen Boyle, veo titulares de periódico mezclados con letreros escritos a mano. Folletos grapados a postes de teléfonos mezclados con correo de franqueo económico. Las canciones de los músicos callejeros se mezclan con el Muzak que se mezcla con los vendedores ambulantes que se mezclan con las tertulias radiofónicas.

Vivimos en una Torre del Balbuceo tambaleante. Una realidad temblorosa de palabras. Un caldo genético del desastre. Una vez destruido el mundo natural, nos queda este mundo abarrotado del lenguaje.

El Gran Hermano está cantando y bailando, y nosotros nos quedamos a mirar. Los palos y las piedras pueden romperte los huesos, pero nuestro papel consiste simplemente en ser un buen público. Prestar atención y esperar al siguiente desastre.

Sobre el asiento del taxi, sigo notando el culo grasiento y dilatado.

Quedan treinta y tres ejemplares del libro por encontrar. Tenemos que hacer una visita a la Biblioteca del Congreso. Necesitamos limpiar el marrón y asegurarnos de que nunca más va a suceder.

Necesitamos avisar a la gente. Mi vida se ha terminado. Esta es mi nueva vida.

El taxi entra en el aparcamiento y Mona está frente a la puerta principal, cerrándola con un llavero enorme. Por un momento, podría ser Helen. Mona, con el pelo cardado y crepado en forma de burbuja negra y roja. Lleva un traje marrón, pero no marrón como el chocolate. Más bien marrón como una trufa de avellana y chocolate servida sobre un cojín de satén en un hotel de lujo.

Hay una caja a los pies de Mona. Encima de la caja hay algo rojo, un libro. El grimorio.

Estoy cruzando a pie el aparcamiento cuando ella me grita:

—Helen no está aquí.

El escáner de la policía ha dicho algo de que en un bar de la Tercera avenida todo el mundo estaba muerto, dice Mona, y de que a usted lo han detenido. Pone la caja en el maletero del coche y dice:

—No ha pillado a la señora Boyle por los pelos. Ha salido corriendo y llorando hace un segundo.

El Sargento.

El enorme coche con olor a cuero de la inmobiliaria de Helen no está a la vista.

Mona se mira los zapatos marrones de tacón alto, el traje a medida, ajustado y con hombreras, ropa de muñeca con botones de topacio, se mira la falda corta y dice:

—No me pregunte cómo ha pasado esto. —Levanta las manos, con las uñas negras pintadas de color rosa con las puntas blancas—. Por favor, dígale a la señora Boyle que no aprecio que me secuestren el cuerpo y me hagan cosas. —Se señala la burbuja rígida de pelo, mejillas maquilladas y el pintalabios rosa y dice—: Esto es el equivalente a una violación indumentaria.

Con sus nuevas uñas de color rosa, Mona cierra de golpe el maletero.

Me señala la camisa y dice:

—¿Se ha vuelto un poco sangrienta la entrevista con su amigo?

Las manchas rojas son chile, le digo.

El grimorio, le digo. Lo he visto. La piel humana roja. El pentagrama tatuado.

—Ella me lo ha dado —dice Mona. Se abre el bolso, busca dentro y dice—: Me ha dicho que ya no lo necesita más. Ya le he dicho que estaba trastornada. Estaba llorando.

Con dos uñas de color rosa, Mona saca un papel doblado de su bolso. Es una página del grimorio, la página que tiene mi nombre escrito, me la tiende y dice:

—Cuídese. Sospecho que algún gobierno quiere verlo muerto.

Mona dice:

—Sospecho que el hechizo de amor de Helen debe de haberle salido por la culata. —Se tambalea sobre sus zapatos marrones de tacón alto, se apoya en el coche y dice—: Lo crea o no, estamos haciendo esto para salvarlo a usted.

Ostra está encorvado en el asiento de atrás, demasiado quieto y demasiado perfecto para estar vivo. Su pelo rubio desgreñado está esparcido sobre el asiento. La bolsa de curandero hopi todavía le cuelga del cuello, y de ella le caen cigarrillos. Cicatrices rojas en sus mejillas de las llaves del coche de Helen.

Le pregunto si está muerto.

Y Mona dice:

—Ya le gustaría a usted. —Y dice—: No, se pondrá bien. —Se sienta al volante, arranca el coche y dice—: Mejor será que se dé prisa y encuentre a Helen. Temo que pueda hacer algo desesperado.

Cierra de golpe la portezuela del coche y empieza a salir marcha atrás de su plaza de aparcamiento.

Desde el otro lado de su ventanilla, Mona grita:

—Mire en el New Continuum Medical Center. —Se aleja gritando—: Solamente espero que no llegue usted demasiado tarde.

43

El suelo de la habitación 131 del New Continuum Medical Center lanza destellos. El linóleo cruje y se parte cuando lo piso, cuando piso los pedazos y astillas rojos y verdes, amarillos y azules. Las gotas rojas. Los diamantes y los rubíes, las esmeraldas y los zafiros. Los dos zapatos de Helen, el amarillo y el rosa, tienen los tacones hechos papilla. Los zapatos destrozados están en medio de la habitación.

Helen está de pie en la otra punta de la habitación, bajo la luz de una lamparilla, al borde de la luz de la lámpara de una mesilla. Está apoyada en un armario de acero inoxidable. Tiene las manos apoyadas en el acero. La mejilla apretada contra el acero.

Hay una mancha de sangre sobre su pintalabios rosa. En el armario hay un beso rosa y rojo. En donde estaba apoyada hay una vitrina gris borrosa, y dentro hay algo demasiado perfecto y demasiado blanco para estar vivo.

Patrick.

El hielo en los bordes de la vitrina ha empezado a derretirse y gotea agua del armario.

Y Helen dice:

—Has venido. —Y su voz es débil y pastosa. Le sale sangre de la boca.

Solamente de mirarla me duele el pie.

Le digo que estoy bien.

Y Helen dice:

—Me alegro.

Su estuche de cosméticos está tirado en el suelo. Entre las piezas de colores hay cadenas y engarces retorcidos, de oro y de platino. Helen dice:

—He intentado romper los más grandes. —Y se tose en la mano—. El resto he intentado morderlos —dice, y tose hasta que se le llena la palma de la mano de sangre y de astillas blancas.

Al lado del estuche de cosméticos hay un frasco derramado de desatascador de cañerías, con el líquido vertido formando un charco verde a su alrededor.

Tiene los dientes hechos astillas, huecos sanguinolentos y agujeros en la boca. Pone la cara sobre la vitrina gris. Su aliento empaña el cristal y se lleva la mano ensangrentada a un lado de la falda.

—No quiero regresar a como era antes —dice—, A la vida que tenía antes de conocerte. —Se seca la mano ensangrentada y se la sigue secando en la falda—. Ni siquiera con todo el poder del mundo.

Le digo que tenemos que llevarla a un hospital.

Helen sonríe con una sonrisa llena de sangre y dice:

—Esto es un hospital.

No es nada personal, dice. Solamente necesitaba a alguien. Incluso si podía traer de vuelta a Patrick, nunca querría estropearle la vida revelándole el hechizo sacrificial. Aunque comportara vivir otra vez sola, nunca querría que Patrick tuviera ese poder.

—Míralo —dice, y toca el cristal gris con las uñas de color rosa—. Es tan perfecto...

Traga sangre y astillas de dientes y de diamantes y arruga la cara en una mueca terrible. Se agarra el estómago con las manos y se inclina sobre el armario metálico, sobre la vitrina gris. Por la vitrina caen regueros de sangre y de vapor.

Con una mano temblorosa, Helen abre su bolso y saca un pintalabios. Se retoca los labios y aparta el pintalabios manchado de sangre.

Dice que ha desenchufado la unidad criogénica. Que ha desconectado la alarma y las baterías de seguridad.

Quiere que termine aquí. El conjuro sacrificial. El poder. La soledad. Quiere destruir todas las joyas que la gente cree los van a salvar. Todo el residuo que sobrevive al talento y la inteligencia y la belleza. Toda la porquería decorativa que queda detrás de los logros verdaderos y del éxito. Quiere destruir todos los maravillosos parásitos que sobreviven a los anfitriones humanos.

Se le cae el bolso de las manos. En el suelo, la roca gris le sale rodando del bolso. Por la razón que sea, me viene Ostra a la mente.

Helen eructa. Se saca un pañuelo de papel del bolso y se lo pone debajo de la boca y escupe sangre y bilis y esmeraldas rotas. Brillando dentro de su boca, enganchados en la carne hecha trizas de sus encías, hay trozos de zafiros de color rosa y de berilos anaranjados rotos. Clavados en su paladar hay fragmentos de espinela purpúreos. Clavadas en la lengua tiene astillas de diamante de baja calidad negro.

Y Helen sonríe y dice:

—Quiero estar con mi familia.

Hace una bola con el pañuelo de papel ensangrentado y se lo mete dentro del puño del traje. Sus pendientes, sus collares y sus anillos, todo ha desaparecido.

Los detalles de su traje son: es de algún color. Es un traje. Está echado a perder.

Ella dice:

—Abrázame, por favor.

Dentro de la vitrina gris, el niño perfecto está encogido de lado sobre un cojín de plástico blanco. Con un pulgar en la boca. Perfecto y pálido como hielo azul.

Rodeo a Helen con los brazos y ella se estremece.

Se le empiezan a doblar las rodillas y la dejo en el suelo. Helen Hoover Boyle cierra los ojos. Dice:

—Gracias, señor Streator.

Con la piedra gris en el puño, rompo de un puñetazo la vitrina gris y fría. Con las manos sangrando, cojo a Patrick, frío y pálido. Con mi sangre sobre Patrick, lo pongo en brazos de Helen. Abrazo a Helen.

Ahora mi sangre y la de ella están mezcladas.

En mis brazos, Helen cierra los ojos y frota la cabeza contra mi regazo. Sonríe y dice:

—¿No te pareció demasiada coincidencia que Mona descubriera el grimorio?

Mirándome con expresión burlona, abre los ojos y dice:

—¿No te pareció un poco demasiado conveniente el hecho de que hubiéramos estado viajando todo el tiempo con el grimorio?

En mis brazos, Helen mece a Patrick. Entonces sucede. Extiende la mano y me pellizca la mejilla. Helen levanta la vista para mirarme y sonríe con la mitad de la boca, clava en mí una mirada burlona con sangre y bilis verde en los labios. Me guiña un ojo y dice:

—¡Le pillé, papi!

Todo mi cuerpo sufre un espasmo muscular mojado de sudor.

Helen dice:

—¿De verdad creía que mami se iba a liquidar a sí misma por usted? ¿Y cargarse sus preciosas joyas? ¿Y derretir a este cacho de carne? —Se ríe, con la sangre y el desatascador de tuberías burbujeando en la garganta, y dice—: ¿De verdad creía que mami iba a masticar sus putos diamantes porque usted no la quería?

Yo digo: ¿Ostra?

—En carne y hueso —dice Helen, dice Ostra con la boca de Helen, con la voz de Helen—. Bueno, en la carne y el hueso de la señora Boyle, pero apuesto a que usted también ha estado dentro de ella.

Helen levanta a Patrick en brazos. A su hijo, frío y azul como si fuera de porcelana. Congelado y frágil como el cristal.

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