A ambos lados de la isla del centro de la cocina había dos taburetes atornillados al suelo. Los electrodomésticos eran de acero inoxidable, que no son baratos, y parecían aún por estrenar. Tanto el blanco de los dos fregaderos de esmalte como las superficies de trabajo estaban relucientes, y un olor a lejía impregnaba el ambiente.
Cuando intenté accionar uno de los fogones de lo que parecía una cocina de gas o de propano, lo único que oí fue un clic. Aquel hombre debía de haber desconectado el gas. Me pregunté si podría desmontar alguna parte de la cocina, pero no podía quitar los fogones, y cuando miré en el interior del horno, vi que se habían llevado las bandejas. El cajón que había debajo del horno estaba cerrado con candado.
No había ninguna forma de encontrar algo con lo que protegerme, ni tampoco de salir de allí. Tenía que prepararme para lo peor, pero ni siquiera sabía qué podía ser lo peor.
Había empezado a temblar de nuevo. Respiré hondo varias veces e intenté centrarme en los hechos. Aquel hombre no estaba allí, y yo seguía estando viva. Alguien tenía que encontrarme pronto. Me dirigí al fregadero y acerqué la boca al grifo para beber un poco de agua. Antes de acabar de dar el primer sorbo, oí el ruido de una llave en la cerradura, o al menos en lo que creía que era la cerradura. Se me aceleró el corazón mientras la puerta se iba abriendo muy lentamente.
Se había quitado la gorra de béisbol, dejando al descubierto un pelo rubio y ondulado y un rostro carente de cualquier expresión. Examiné sus facciones con detenimiento. ¿Cómo había conseguido que me inspirara confianza? Tenía el labio inferior más grueso que el superior, de forma que parecía, levemente, que estuviera haciendo pucheros, pero aparte de eso, lo único que veía eran unos ojos azules inexpresivos y un rostro agradable, pero no era de esas caras en las que alguien se fija de entrada, ni tampoco de las que se recuerdan.
Se quedó allí quieto mientras posaba la mirada en mí y entonces, todo su rostro se deshizo en una sonrisa. Ahora estaba mirando a un hombre completamente distinto… y lo entendí: era de esa clase de hombres que podían escoger entre pasar desapercibidos o no.
—¡Qué bien, te has despertado! Empezaba a pensar que te había puesto demasiado.
Avanzó hacia mí a grandes zancadas. Yo eché a correr de nuevo a la esquina del fondo de la cabaña, junto a la cama, y me agaché, agazapándome con todas mis fuerzas en el rincón. Él se detuvo en seco.
—¿Por qué te escondes en el rincón?
—¿Dónde coño estoy?
—Entiendo que aún no estés recuperada por completo, pero en esta casa no se dicen palabrotas. —Se acercó al fregadero—. Esperaba ansioso nuestra primera comida juntos, pero siento decirte que te has pasado la hora de la cena durmiendo. —Se sacó un enorme llavero del bolsillo, abrió uno de los armarios y cogió un vaso—. Espero que no tengas mucha hambre.
Dejó correr el agua un rato y a continuación llenó el vaso. Cerró el grifo y se volvió para mirarme de frente, de espaldas a la encimera de la cocina.
—No puedo infringir la regla de la hora de la cena, pero estoy dispuesto a ser un poco más flexible hoy, como excepción. —Alargó el brazo con el vaso—. Debes de tener la boca muy seca.
En esos momentos, el papel de lija era más suave que mi garganta pero no pensaba aceptar nada que viniese de él. Agitó el vaso.
—No hay nada como el agua fresca de las montañas.
Esperó un par de segundos, arqueando la ceja con aire interrogador, y acto seguido se encogió de hombros y giró la cintura a medias para arrojar el agua por el fregadero. Enjuagó el vaso y luego lo levantó en el aire y le dio unos golpecitos con los nudillos.
—¿A que es increíble lo auténtico que parece este plástico? Las cosas no siempre son lo que parecen, ¿a que no?
Lo secó con cuidado y lo devolvió al armario, que cerró con llave. A continuación, dando un suspiro, se sentó en uno de los taburetes de la isla de la cocina y estiró las manos hacia arriba, por encima de su cabeza.
—Bueno, qué bien sienta poder relajarse por fin… —¿Relajarse? No quería ni imaginar qué hacía cuando lo que quería era adrenalina—. ¿Qué tal la pierna? ¿Aún te duele por el pinchazo?
—¿Por qué estoy aquí?
—Ah, caramba. Pero si habla… —Apoyó los codos en la superficie de la isla e hincó los dedos por debajo de la barbilla—. Esa es una muy buena pregunta, Annie. Por decirlo de la forma más sencilla posible, eres una chica con mucha suerte.
—Pues yo no considero que ser secuestrada y drogada sea tener suerte.
—¿No crees que a veces es posible que las personas se den cuenta de que lo que hasta entonces creían que era un hecho desgraciado en su vida, en realidad era lo mejor que les podía haber pasado, si supieran cuál era la alternativa?
—Cualquier cosa sería mejor que esto.
—¿Cualquier cosa, Annie? ¿Incluso si la alternativa de pasar algún tiempo con un tipo simpático como yo fuese tener un accidente de coche al acabar tu jornada de puertas abiertas, por ejemplo? ¿O tener un accidente con una joven madre que acaba de salir de una tienda y matar a toda una familia? ¿O tal vez sólo a uno de sus hijos, a su favorito, quizá? —Mi mente retrocedió al día del funeral, cuando mi madre gritaba entre sollozos el nombre de Daisy. Aquel capullo, ¿sería de Clayton Falls?—. ¿No dices nada?
—No es una comparación justa. No sabes lo que podría haberme pasado.
—Pues verás, ahí es donde te equivocas, porque sí que lo sé. Sé exactamente lo que les pasa a las mujeres como tú.
Aquello estaba bien, tenía que conseguir que siguiese hablando. Si lograba averiguar cuál era su punto débil, tendría alguna posibilidad de descubrir el modo de librarme de él.
—¿Las mujeres como yo? ¿Es que has conocido a alguien como yo alguna vez?
—¿Has tenido ocasión de echar un vistazo a esto? —Miró alrededor, al interior de la cabaña, con una sonrisa—. A mí me parece que ha quedado bastante bien.
—Si alguna otra mujer te ha herido, quiero que sepas que lo siento de veras, te lo digo de corazón, pero no es justo que me castigues a mí, yo nunca te he hecho nada.
—¿A ti te parece que esto es un castigo? —Abrió los ojos como platos, asombrado.
—No puedes secuestrar a alguien y luego llevar a esa persona a… donde sea. No puedes hacerlo.
Sonrió.
—Detesto señalar lo obvio, pero es justo lo que acabo de hacer. Mira, voy a resolverte parte del misterio: estamos en una montaña, en una cabaña que he escogido personalmente para nosotros. Me he encargado de todo, he cuidado hasta el último detalle, así que aquí dentro estarás segura.
¿El cabrón hijo de puta que acababa de secuestrarme me decía que allí iba a estar «segura»?
—He tardado un poco más de lo previsto, pero mientras lo ponía todo a punto, he tenido tiempo para conocerte un poco mejor. Ha sido un tiempo bien empleado, creo.
—¿Conocerme…? Pero si yo no te había visto en mi vida. ¿Es David tu verdadero nombre?
—¿Es que David no te parece un nombre bonito?
Había sido el nombre de mi padre, pero no pensaba decírselo.
Intenté hablar con voz pausada, tranquila y agradable.
—David es un nombre estupendo, pero creo que me confundes con alguna otra chica, así que ¿por qué no dejas que me vaya y ya está, de acuerdo?
Empezó a negar con la cabeza despacio.
—No soy yo el que se confunde, Annie. En realidad, nunca había estado tan seguro de algo en toda mi vida.
Volvió a sacarse el llavero del bolsillo, abrió un armario de la cocina, extrajo una caja grande con la etiqueta «Annie» en el lateral y la trajo a la cama. Sacó varios folletos de la caja, de todas las casas que había vendido. Hasta tenía algunos de mis anuncios de los periódicos. Levantó uno en el aire: era el anuncio de la jornada de puertas abiertas.
—Este es mi favorito. La dirección encaja a la perfección con la fecha del primer día que te vi.
Y luego me dio un mazo de fotos.
Ahí estaba yo, sacando a pasear a
Emma
por las mañanas, entrando en mi despacho, yendo a buscar un café a la tienda de la esquina… En una de las fotos llevaba el pelo más largo, y ya ni siquiera conservaba la camisa con la que aparecía en ella. ¿Habría robado esa foto de mi casa? Era imposible que hubiese burlado la vigilancia de
Emma
, debía de haberla robado de mi oficina. Me arrebató las fotos de las manos, se estiró sobre la cama apoyado en un codo y las desplegó en abanico sobre la colcha.
—Eres muy fotogénica.
—¿Cuánto tiempo llevas vigilándome?
—Yo no lo llamaría «vigilarte». Observándote, tal vez. Desde luego, no me he engañado a mí mismo pensando que estás enamorada de mí, si es eso lo que te preocupa.
—Estoy segura de que eres un buen tipo, pero yo ya tengo novio. Lo siento si, sin querer, he hecho algo que haya podido darte falsas esperanzas y estés un poco confuso, pero no siento lo mismo que tú. A lo mejor podemos ser amigos…
Me dedicó una sonrisa amable.
—Estás haciendo que me repita. No estoy confuso: sé perfectamente que las mujeres como tú no sienten sentimientos románticos por los tipos como yo. Las mujeres como tú ni siquiera me ven.
—Yo sí te veo, es sólo que creo que te mereces a alguien que…
—¿Alguien que qué? ¿Que quiera sentar la cabeza y formar un hogar? ¿Una bibliotecaria baja y gorda, tal vez? Eso es a lo máximo que puedo aspirar, ¿verdad?
—No quería decir eso. Estoy segura de que tienes mucho que ofrecer…
—Yo no soy el problema. A las mujeres les gusta decir que quieren a alguien que siempre esté a su lado, mostrándoles su apoyo: un amigo, un amante… alguien que las trate de igual a igual. Pero en cuanto lo tienen, lo mandan todo a la mierda por el primer hombre que las trata como si fueran basura, y no importa lo que les haga, siempre vuelven a por más.
—Algunas mujeres son así, eso es verdad, pero muchas otras no. Mi novio y yo mantenemos una relación de igual a igual y yo le quiero mucho.
—¿Luke? —Expresó su asombro arqueando las cejas—. ¿Consideras a Luke tu igual? —Soltó una breve carcajada y negó con la cabeza—. Le habrías dado la patada en cuanto hubiese aparecido un hombre de verdad. Ya te estabas aburriendo de él.
—¿Cómo sabes que se llama Luke? ¿Y por qué estás hablando en pasado? ¿Es que le has hecho algo?
—Luke está bien. Lo que está padeciendo ahora no es nada comparado con lo que le habrías hecho sufrir tú. Tú no lo respetabas. Aunque tampoco te culpo, porque podrías haber elegido a alguien mucho mejor. —Se echó a reír—. Oye, pero espera un momento… Es justo lo que has hecho.
—Bueno, yo te respeto porque sé que eres un hombre muy especial que en el fondo no quiere hacer nada de esto, y si me dejaras marchar yo…
—Por favor, no me trates con condescendencia, Annie.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres? Todavía no me has dicho por qué estoy aquí.
Empezó a cantar:
—
«Time is on my side…»
—Y luego siguió tarareando los siguientes compases de la canción de los Rolling Stones.
—¿Quieres tiempo? ¿Tiempo para pasarlo conmigo? ¿Tiempo para hablar?
«¿Tiempo para violarme, tiempo para matarme?», pensé. Se limitó a sonreír.
Cuando algo no funciona, pruebas otra cosa. Me levanté, abandoné la seguridad de mi rincón y me puse de pie junto a él.
—Escucha, David, o como te llames: tienes que soltarme.
Desplazó las piernas a un lado de la cama y se sentó en la orilla, de cara a mí. Incliné el cuerpo hasta colocarme frente a frente.
—La gente empezará a buscarme por todas partes… mucha gente. Todo iría mucho, pero que mucho mejor, si me soltases ahora. —Lo señalé con el dedo—. No pienso participar en tu jueguecito enfermizo, de ninguna manera. Esto es una locura. Seguro que sabes…
En un abrir y cerrar de ojos, estiró el brazo y me agarró la cara con tanta fuerza que creí que me iba a triturar todos los dientes. Centímetro a centímetro, me fue atrayendo hacia sí. Perdí el equilibrio y prácticamente me caí en su regazo. Lo único que me sostenía en pie era su mano en mi mandíbula.
Con la voz temblando de ira, dijo:
—No vuelvas a hablarme así nunca más, ¿entendido?
Me tiró de la cara hacia arriba y hacia abajo, ejerciendo todavía más presión cada vez que tiraba hacia abajo. Era como si se me fuese a desencajar la mandíbula. Me soltó.
—Echa un vistazo a tu alrededor. ¿Crees que ha sido fácil preparar todo esto? ¿Crees que sólo con chasquear los dedos todo esto ha aparecido de la nada?
Sujetando la parte delantera de la chaqueta de mi traje, me atrajo hacia sí y volvió a empujarme hacia la cama. Se le marcaban las venas de la frente, y tenía el rostro enrojecido. Tumbado en parte encima de mí, me agarró la mandíbula de nuevo y me la apretó con fuerza. Me miró fijamente a la cara, un intenso brillo refulgía en sus ojos. Esos ojos iban a ser lo último que iba a ver antes de morir. Todo se estaba volviendo de color negro…
Entonces, toda la ira se esfumó de su rostro. Me soltó y me besó la línea de la mandíbula, donde hasta segundos antes había estado hincando los dedos.
—Y bien, ¿se puede saber por qué me has hecho hacer eso? Me estoy esforzando, Annie, estoy haciendo un gran esfuerzo, pero mi paciencia tiene un límite. —Me acarició el pelo y sonrió.
Permanecí allí, tumbada y en silencio.
Se levantó de la cama. Oí correr el agua en el grifo del cuarto de baño. Con mis fotos distribuidas alrededor de mi cuerpo, fijé la mirada en el techo. Me dolía la mandíbula. Las lágrimas me resbalaban por las comisuras de los ojos, pero ni siquiera me las sequé.
Me he dado cuenta de que no tiene usted mucha parafernalia navideña aquí en su despacho, sólo la corona de Navidad en la puerta de entrada. Hace bien, teniendo en cuenta que dicen que por estas fechas es cuando se produce la tasa más alta de suicidios, y la mayoría de sus pacientes seguramente ya están al borde del suicidio.
Desde luego, si hay alguien capaz de entender por qué a la gente se le cruzan los cables en esta época del año, ésa soy yo. De pequeña, las Navidades eran una tortura: ver como mis amigas recibían regalos que yo sólo podía ver en los escaparates de las tiendas o en los catálogos era muy duro. Pero ¿las Navidades antes de mi secuestro? No, ése sí que fue un buen año. Me gasté una fortuna en adornos de colorines y en lucecitas. Naturalmente, me resultaba imposible decidirme por un solo motivo decorativo, así que para cuando acabé, cada una de las habitaciones de la casa parecía una carroza distinta en el desfile de Navidad de algún zumbado.