—Antes de que se me olvide —dije—, ¿puedes pasar luego por casa a devolverme la cafetera para hacer capuchinos?
Se quedó callada un momento y luego exclamó:
—¿La quieres hoy mismo?
—Por eso te lo he pedido, mamá.
—El caso es que acabo de invitar a algunas de las mujeres del parque a tomar un café mañana. Desde luego, tienes el don de la oportunidad, como siempre.
—Oh, vaya, lo siento, mamá, pero Luke va a quedarse aquí esta noche y quiero prepararle un capuchino para el desayuno. Pensaba que ibais a compraros una y que sólo querías probar la mía primero.
—Sí, es cierto, íbamos a comprarnos una, pero ahora tu padrastro y yo andamos un poco justos de dinero. Bueno, llamaré a las chicas esta tarde para anularlo y se lo explicaré.
Genial, ahora me sentía como una bruja.
—No importa, no te preocupes, ya me la traerás la semana que viene o cuando te vaya bien.
—Gracias, Annie, tesoro.
Ahora era «Annie Tesoro».
—De nada, pero de todos modos la necesito…
Colgó el teléfono.
Lancé un gruñido y volví a meter el teléfono dentro del bolso. La mujer nunca me dejaba terminar una maldita frase a menos que fuese algo que quisiese oír.
Paré en la gasolinera de la esquina a pillarme un café y un par de revistas. A mi madre le encanta la prensa rosa, pero yo sólo compro revistas sensacionalistas para tener algo que hacer si nadie entra en las casas en las que hay una jornada de puertas abiertas. En la portada de una de ella aparecía la foto de una pobre chica desaparecida. Miré su cara sonriente y pensé: «Antes se limitaba a vivir su vida tranquilamente, y ahora todo el mundo cree que lo sabe todo acerca de ella».
La mañana de la jornada de puertas abiertas fue más bien tranquila. Supongo que la mayoría de la gente estaba fuera, disfrutando del buen tiempo, que es lo que yo debería haber hecho. Unos diez minutos antes de que terminara el plazo fijado, empecé a recoger mis cosas. Cuando salí a meter unos folletos en mi coche, una furgoneta de color tierra y aspecto flamante se detuvo y aparcó justo detrás de mi coche. Un tipo mayor, de unos cuarenta y largos, se dirigió hacia mí con una sonrisa.
—Vaya, veo que ya te marchas. Me está bien empleado, por dejar lo mejor para el final. ¿Te importaría mucho si echo un vistazo muy, pero que muy rápido?
Durante una fracción de segundo, pensé en decirle que ya era demasiado tarde. Una parte de mí sólo tenía ganas de irse a casa, y todavía tenía que ir a comprar un par de cosas al supermercado, pero mientras dudaba, se puso las manos en las caderas, retrocedió un par de pasos y examinó la fachada de la casa.
—¡Caramba! Qué maravilla… —exclamó.
Lo miré de arriba abajo. Llevaba los pantalones caquis perfectamente planchados, y eso me gustó. Ahuecar la ropa en la secadora es mi alternativa a usar la plancha. Sus deportivas eran de un blanco inmaculado, y llevaba una gorra de béisbol con el logo de un campo de golf local en la visera. Su chaqueta de color beis lucía el mismo logo en el bolsillo delantero. Si pertenecía a ese club de golf, era sinónimo de que tenía dinero. Las jornadas de puertas abiertas solían atraer a los vecinos o a la gente que salía a dar un paseo el domingo y se encontraba con las casas por casualidad, pero cuando eché un vistazo a la furgoneta de aquel tipo, vi nuestra revista de la inmobiliaria en el salpicadero. Bah, total, no iba a morirme por enseñar la casa unos minutos más…
Le dediqué una sonrisa radiante y dije:
—Pues claro que no me importa. Para eso estoy, ¿no? Me llamo Annie O'Sullivan.
Alargué la mano, y cuando se acercó para estrechármela, tropezó con las losas del camino. Para no caer de rodillas, extendió las palmas de las manos y acabó con el culo en pompa. Traté de ayudarlo a levantarse, pero se incorporó en un visto y no visto, riéndose y sacudiéndose de las manos la suciedad del suelo.
—Ay, Dios… Cuánto lo siento… ¿Estás bien?
Sus enormes ojos azules, en aquel rostro de expresión afable y abierta, le chispeaban, risueños. Cuando se reía, las arrugas de expresión de las comisuras de los ojos terminaban en unas mejillas sonrosadas, y entrecomillaban una amplia sonrisa de dentadura blanca y perfecta. Era una de las sonrisas más francas que había visto en mucho tiempo, y un rostro al que sólo cabía devolverle la sonrisa.
Hizo una reverencia teatral y dijo:
—Desde luego, yo sí que sé cómo hacer una entrada triunfal, ¿no crees? Deja que me presente, soy David.
Incliné la cabeza levemente y contesté:
—Encantada de conocerte, David.
Ambos nos echamos a reír, y él añadió:
—Te lo agradezco de todo corazón, y te prometo que no te robaré mucho tiempo.
—No te preocupes, date una vuelta por la casa y tómate todo el tiempo que necesites.
—Eres muy amable, aunque seguro que estarás deseando irte, para disfrutar del buen tiempo. Seré muy rápido.
Madre mía… Qué maravilla encontrar un posible comprador capaz de tratar con consideración a una agente inmobiliaria. Por lo general, siempre suelen comportarse como si nos estuvieran haciendo un favor.
Lo llevé dentro y le hablé de la casa, explicándole que era la típica casa estilo Costa Oeste, con el techo abovedado, revestimiento de madera de cedro y espectaculares vistas al mar. A medida que iba siguiéndome, sus comentarios eran tan entusiastas que incluso también a mí me parecía estar viendo la casa por primera vez, y me sorprendí ansiosa por resaltar todas las virtudes de la vivienda.
—En el anuncio decía que la casa sólo tiene dos años, pero no se hacía ninguna mención al constructor —señaló.
—Se trata de una empresa local, Corbett Construction. Todavía cuenta con una garantía por un par de años más, que viene con la casa, por supuesto.
—Eso es estupendo. Toda precaución es poca con algunos de esos constructores. Hoy en día no se puede confiar en nadie.
—¿Cuándo has dicho que te gustaría mudarte a una casa nueva?
—No lo he dicho, pero soy flexible. Cuando encuentre lo que busco, lo sabré.
Le devolví la mirada y él me sonrió.
—Si necesitas pedir una hipoteca, yo te podría dar una lista de nombres.
—Gracias, pero la pagaría en metálico. —La cosa se ponía cada vez mejor—. ¿Está vallado el patio trasero? —preguntó—. Es que tengo perro.
—Ah, me encantan los perros. ¿De qué raza?
—Un golden retriever, un pura raza, y necesita un montón de espacio para correr.
—Lo entiendo perfectamente, yo también tengo una golden retriever, y se pone muy pesada cuando no hace suficiente ejercicio. —Abrí la puerta corredera de cristal para enseñarle la valla de madera de cedro—. ¿Y cómo se llama tu perro?
Mientras aguardaba su respuesta, me di cuenta de que estaba demasiado cerca de mí. Algo duro me apretaba la parte baja de la espalda.
Intenté dar media vuelta, pero me agarró del pelo y me tiró de la cabeza hacia atrás con tanta fuerza, tan rápido y haciéndome tanto daño, que creía que iba a arrancarme todo el cuero cabelludo. El corazón empezó a latirme a toda velocidad en el pecho, y la sangre se me agolpó en la cabeza. Ordené mentalmente a mis piernas que se pusieran a dar patadas, que echaran a correr, que hicieran algo, lo que fuese, pero no conseguía hacer que se movieran.
—Sí, Annie, es un arma, así que escúchame con atención. Ahora voy a soltarte el pelo y vas a estarte tranquilita mientras damos un paseo hasta mi furgoneta. Y quiero que conserves esa preciosa sonrisa en tus labios mientras seguimos andando, ¿de acuerdo?
—No… No puedo…
«No puedo respirar.»
En voz baja y con calma, me dijo al oído:
—Respira hondo, Annie.
Tomé aire con fuerza.
—Y ahora, suéltalo despacio.
Exhalé el aire muy lentamente.
—Otra vez.
La habitación volvió a perfilarse ante mis ojos, ya enfocada.
—Buena chica.
Me soltó el pelo.
Todo parecía suceder a cámara lenta. Sentía que el arma se me hincaba en las lumbares mientras él la empleaba para empujarme y hacerme avanzar hacia delante. Me obligó a salir por la puerta y a bajar las escaleras, tarareando una pequeña melodía. Mientras nos dirigíamos a su furgoneta, me susurró al oído:
—Relájate, Annie. Sólo tienes que prestar atención a todo lo que te diga y no tendremos ningún problema. Y no te olvides de sonreír.
A medida que nos íbamos alejando de la casa, miré a mi alrededor, alguien tenía que estar presenciando aquello, pero no se veía a nadie por ninguna parte. Nunca me había percatado de la cantidad de árboles que rodeaban la casa, ni de que las dos viviendas vecinas daban hacia el otro lado.
—Me alegro mucho de que el sol haya salido para nosotros. Hace un día precioso para dar una vuelta en coche, ¿no te parece?
¿Lleva un arma en la mano y se pone a hablar del tiempo?
—Annie, te he hecho una pregunta.
—Sí.
—¿Sí, qué, Annie?
—Hace un día precioso para dar una vuelta en coche.
Como si fuéramos dos vecinos charlando a través de la cerca del jardín. No dejaba de pensar que era imposible que aquel tipo estuviera haciendo aquello a plena luz del día. «Es una jornada de puertas abiertas, por el amor de Dios… He clavado un cartel a la entrada de la casa y de un momento a otro parará un coche.»
Habíamos llegado a la furgoneta.
—Abre la puerta, Annie.
No me moví. Me apretó el cañón del arma contra la región lumbar. Abrí la puerta.
—Ahora, sube.
Me hincó el arma con más fuerza. Me metí dentro y cerró la puerta.
Cuando se volvió para alejarse, tiré con fuerza de la manilla y apreté el cierre automático repetidas veces, pero no funcionaba. Golpeé la puerta con el hombro. «¡Ábrete, maldita sea!»
Cruzó por delante de la furgoneta.
Aporreé el seguro de la puerta, el botón del elevalunas eléctrico y volví a tirar de la manija. Oí que se abría la puerta del conductor y me volví: en la mano sostenía el mando a distancia del cierre centralizado.
Lo levantó para enseñármelo y sonrió.
A medida que él daba marcha atrás por el camino de entrada y yo veía como se iba empequeñeciendo la casa, no me podía creer lo que estaba sucediendo. Nada de aquello era real. Al final del camino se detuvo un momento, para comprobar si venían coches. El cartel que había plantado en el césped anunciando la jornada de puertas abiertas ya no estaba. Miré en la parte de atrás de la furgoneta y lo vi, junto con los otros dos que había colocado al final de la calle.
Y entonces lo supe. Aquello no era fruto del azar: debía de haber leído el anuncio y comprobado la calle.
Me había elegido a mí.
—Bueno, ¿y cómo han ido las puertas abiertas?
Bien, hasta que él había aparecido.
¿Y si arrancaba las llaves del contacto? O al menos, podía pulsar el botón del cierre centralizado del mando y saltar por la puerta antes de que le diera tiempo a atraparme. Muy despacio, empecé a alargar la mano izquierda, manteniéndola abajo…
Me puso la mano en el hombro de golpe, y presionó sus dedos en torno a mi clavícula.
—Intento preguntarte qué tal te ha ido la mañana, Annie. No sueles ser tan arisca.
Lo miré fijamente.
—Que cómo te ha ido la jornada de puertas abiertas.
—No ha venido… No ha venido mucha gente.
—Entonces, ¡debes de haberte alegrado de verme!
Me dedicó aquella sonrisa suya que me parecía tan auténtica. Mientras aguardaba a que le respondiera, la sonrisa se le fue desdibujando y empezó a sujetarme con más fuerza.
—Sí, sí, me he alegrado mucho de que viniera alguien.
Volvía a sonreír. Me masajeó la zona del hombro donde había tenido la mano y me apoyó la palma en la mejilla.
—Intenta relajarte y disfruta del sol; últimamente pareces muy estresada. —Cuando volvió a mirar en dirección a la carretera, sujetó el volante con una mano y apoyó la otra encima de mi muslo—. El sitio adonde te llevo te va a gustar.
—¿Adónde? ¿Adónde me llevas?
Empezó a tararear.
Al cabo de un rato, tomó una carretera secundaria y aparcó. Yo no tenía ni idea de dónde estábamos. Apagó el motor, se volvió hacia mí y me sonrió como si aquello fuese una cita romántica.
—Ya no falta mucho.
Se bajó de la furgoneta, la rodeó por delante y a continuación me abrió la puerta. Vacilé unos segundos. Carraspeó y arqueó las cejas. Acto seguido, salí.
Me rodeó los hombros con el brazo, mientras con la otra mano sujetaba el arma, y nos dirigimos a la parte trasera de la furgoneta.
Inspiró con fuerza.
—Mmm… Huele este aire… Es increíble.
Se respiraba una calma absoluta, era una de esas calurosas tardes de verano donde la quietud te permite oír hasta el vuelo de una mosca. Pasamos junto a unos arbustos de arándanos cerca de la furgoneta, con los frutos casi maduros. Empecé a llorar y a temblar con tanta fuerza que apenas podía andar. Desplazó la mano de mi hombro hasta la parte superior de mi brazo, para sostenerme en pie. Seguíamos andando, pero yo no me notaba las piernas.
Me soltó un momento, se metió el arma en la cintura del pantalón y abrió las puertas traseras de la furgoneta. Me volví con la intención de echar a correr, pero me agarró por la parte posterior del pelo, me obligó a girar sobre mis talones para mirarlo de frente y me levantó en el aire, sin dejar de tirarme del pelo, hasta que los dedos de mis pies rozaron el suelo. Intenté darle una patada en las piernas, pero me sacaba más de una cabeza y me apartó de sí sin hacer el menor esfuerzo. El dolor era atroz. Lo único que podía hacer era patalear en el aire y golpearle el brazo con los puños. Grité con todas mis fuerzas.
Me dio un revés en la boca con el dorso de la mano y dijo:
—A ver, ¿se puede saber por qué has hecho semejante tontería?
Me aferré al brazo que me sostenía en el aire e intenté elevar el cuerpo para reducir la presión que ejercía sobre mi cuero cabelludo.
—Vamos a intentarlo otra vez. Ahora, te soltaré, y tú vas a entrar ahí dentro y a tumbarte boca abajo.
Bajó el brazo despacio hasta que mis pies tocaron el suelo. Se me había caído uno de los zapatos de tacón cuando había intentado darle una patada, de modo que perdí el equilibrio y me tambaleé hacia atrás. Me golpeé la parte posterior de las rodillas con el parachoques y aterricé con el trasero en el interior de la furgoneta. Había una manta gris extendida en el suelo. Permanecí allí sentada y me lo quedé mirando de hito en hito; temblaba con tanta violencia que me castañeteaban los dientes. El sol brillaba con fuerza por detrás de su cabeza, ensombreciéndole el rostro y recortando su perfil a contraluz.