De pronto se quedó todo en silencio. Tenía todos los músculos del cuerpo en tensión. Aguzó el oído tratando de captar algún ruido que no llegó.
Permaneció durante casi una hora paralizado en la misma posición, antes de que se atreviera a levantarse. El rápido movimiento hizo que se sintiera algo mareado y que empezara a tambalearse. Veía estrellas blancas que centelleaban en medio de la oscuridad. Necesitaba ir al servicio, ya no podía aguantarse más. Las piernas lo sujetaban a duras penas.
Cuando abrió la puerta se dio cuenta inmediatamente de que había cometido un error.
F
anny se observó a sí misma en el espejo mientras se pasaba el peine por el cabello brillante. Tenía los ojos de color castaño oscuro, igual que su piel. Madre sueca y padre antillano. Mulata, sin los típicos rasgos africanos. Su nariz era pequeña y los labios, delgados. El cabello, negro como el azabache, le llegaba hasta la cintura. Algunos pensaban que era hindú o magrebí, creían que era de Marruecos o de Argelia.
Acababa de salir de la ducha, se había puesto las bragas y una camiseta grande. Bajo el chorro de agua se había frotado con unos cepillos de cerdas duras que había comprado en los grandes almacenes Åhléns. Le habían raspado el cuerpo y dejado la piel dolorida. Su madre le había preguntado para qué los quería.
—Para restregarme con ellos. Se queda una mucho más limpia. Es bueno para la piel —le respondió. Y le explicó que el olor de los caballos le impregnaba la piel. Que la ducha se había convertido en su mejor amiga.
Se puso de lado y contempló su delgado cuerpo de perfil. Tenía la espalda arqueada; si la ponía recta, el pecho salía hacia fuera y parecía aún más grande. Por eso iba siempre ligeramente encorvada. Se había desarrollado muy pronto. Le crecieron los pechos ya en cuarto. Al principio hizo cuanto pudo para ocultarlos. Los jerséis grandes y anchos ayudaban.
Lo peor era en la clase de gimnasia. A pesar de los sujetadores deportivos que le aplastaban los pechos, de todas formas se le notaban al saltar y al correr. Los cambios experimentados por su cuerpo le hacían sentirse mal. ¿Por qué se volvía una tan repugnante al hacerse mayor? El vello de las axilas se lo afeitaba en cuanto asomaba algún pelillo de más de un milímetro. Eso, por no hablar del pubis y de la sangre que llegaba cada mes y le manchaba las bragas y las sábanas mientras dormía. Detestaba su cuerpo.
Además, el hecho de que tuviera la piel oscura tampoco contribuía precisamente a mejorar las cosas. Ella quería parecer como todas las demás. En su clase sólo había otros dos chicos negros. Pero ellos eran mellizos, así que se tenían el uno al otro. Dos chicos adoptados en Brasil, que eran los mejores futbolistas de la escuela. Eran populares porque se parecían a Roberto Carlos. Para ellos el color de su piel era una ventaja. Para ella no. No quería destacar.
Le gustaría tener amigos, estar con ellos y, sobre todo, tener una amiga de verdad. Alguien en quien confiar, con quien compartir todas sus preocupaciones. En la escuela ya nadie parecía reparar en ella. Fanny iba y volvía a casa sola. Al mismo tiempo, era consciente de que la culpa era suya. Cuando empezó la secundaria, algunos niños le habían preguntado si quería quedar después de clase. Siempre contestaba que no. No porque no quisiera, sino porque tenía que volver a casa para sacar a
Mancha
y ocuparse de todo lo demás que hubiera que hacer. Invitar a algún compañero a casa era impensable. El riesgo de que se encontrara el piso sucio y lleno de humo, las persianas bajadas y la mesa del desayuno aún sin recoger era demasiado grande. Una madre deprimida con el cigarrillo en la comisura de los labios y un vaso de vino en la mano. No, gracias, no quería exponerse a sí misma a eso ni tampoco a ninguno de sus compañeros. Menudos comentarios habría. Sería muy bochornoso, y lo último que necesitaba eran más problemas.
Por eso Fanny se quedó sola. Sus compañeros se cansaron de preguntarle y al final nadie se molestaba en hablar con ella. Era como si no existiera.
E
l granizo que repiqueteaba con fuerza contra la chapa del tejado despertó al comisario Anders Knutas en su casa, que estaba a un tiro de piedra de la muralla de Visby.
Se levantó de la cama y empezó a tiritar al poner los pies sobre el frío suelo. Cansado, buscó a tientas la bata y levantó las persianas. Miró hacia fuera sorprendido, no era normal que granizara en el mes de noviembre. El jardín parecía sacado de alguna antigua película de Bergman en blanco y negro. Los árboles alzaban tristemente sus ramas desnudas hacia el cielo plomizo. Las nubes cruzaban el cielo amenazadoras. El asfalto de la calle parecía húmedo y frío. A lo lejos una mujer con un abrigo azul oscuro empujaba con dificultad un cochecito de bebé por la carretera. Iba agachada para protegerse del viento y de las punzantes gotas de hielo que iban cubriendo el suelo. Dos gorriones incautos se acurrucaban el uno contra el otro bajo los groselleros, aunque sus delgadas ramas prestaban poco cobijo.
«¿Para qué levantarse?», pensó y volvió a meterse en la cama entre las sábanas calientes. Line se había vuelto de espaldas a él y parecía que seguía durmiendo. Se acurrucó contra ella y la besó en la nuca.
L
a idea de sentarse frente al desayuno de los domingos con café y panecillos calientes hizo que al final decidieran abandonar la cama. En la radio local ponían melodías que habían pedido los oyentes y en la ventana el gato estaba intentando atrapar las gotas de agua que había al otro lado del cristal. Los niños no tardaron en hacer acto de presencia en la cocina, aún somnolientos, todavía con el pijama y el camisón. Petra y Nils eran gemelos y acababan de cumplir doce años. Tenían las pecas y los rizos pelirrojos de Line y la larguirucha complexión de su padre. Parecían iguales, pero sus personalidades eran totalmente distintas. Petra había heredado la calma de su padre y le gustaba la pesca, la vida al aire libre y el golf. Nils tenía un temperamento vivo, se reía a carcajadas, siempre estaba haciendo el payaso y le chiflaban el cine y la música, igual que a Line.
Knutas miró el termómetro que había fuera de la ventana. Dos grados. Con cierta tristeza constató que el mes de octubre, con su rojiza luz, había quedado atrás. Octubre era su mes favorito: el aire frío y despejado, los vibrantes colores de las hojas de los árboles, que iban del ocre al púrpura, el olor a tierra y a manzanas. Las relucientes bayas de brillante color rojo de los serbales y el bosque lleno de rebozuelos. El cielo azul. Ni demasiado calor ni demasiado frío.
Pero ahora octubre había dejado paso al grisáceo mes de noviembre, que difícilmente podía contentar a nadie. El sol salía poco después de las siete y se ponía antes de las cuatro. Los días se irían volviendo cada vez más cortos y más oscuros hasta la Navidad.
No era de extrañar que mucha gente se deprimiera en esta época del año. Todos los que estaban fuera de casa se apresuraban en volver lo antes posible. La gente caminaba encogida bajo el viento y la lluvia, sin ni siquiera fuerzas para mirarse. «Deberíamos hibernar como los osos —pensó Knutas—. Este mes es sólo un período de transición, nada más».
El verano parecía ya lejano. Entonces la isla presentaba un aspecto muy distinto. Cada verano invadían Gotland cientos de miles de visitantes, que llegaban para disfrutar de su singular naturaleza, de sus playas de arena fina y de la ciudad medieval de Visby. Sin duda, la isla necesitaba turistas, pero eso significaba también más trabajo para la policía. Hordas de adolescentes que llegaban a Visby para divertirse en los muchos bares que allí había. Los problemas por el abuso del alcohol y las drogas aumentaban considerablemente.
Pero el verano anterior todo eso había quedado en un segundo plano. Un asesino en serie tuvo en jaque a toda la isla, sembrando el miedo entre los turistas y los lugareños. La policía tuvo que trabajar bajo una gran presión, y la presencia masiva de los medios de comunicación no contribuyó precisamente a hacérselo más fácil.
Cuando todo terminó, Knutas se sintió descontento por cómo salieron las cosas. Estuvo dándole vueltas en la cabeza a los motivos por los que la policía no había visto antes la relación entre las víctimas y evitado que se malograsen las vidas de aquellas jóvenes.
La familia se tomó cinco semanas de vacaciones, pero cuando volvió al trabajó se sintió de todo menos descansado.
El otoño había resultado bastante anodino y eso era justamente lo que él necesitaba.
L
levaba llamando a la puerta más de cinco minutos, seguro. El
Flash
no podía estar tan profundamente dormido. Apretó el botón brillante del timbre sin levantar el dedo, pero dentro del apartamento no hubo ninguna reacción.
Se agachó haciendo un esfuerzo y lo llamó a través de la abertura del buzón de la puerta.
—¡
Flash
! ¡
Flash
! ¡Joder, abre!
Lanzando un suspiro se apoyó contra la puerta y encendió un cigarrillo, aunque sabía que la vecina se iba a quejar si lo veía fumando.
Había pasado ya casi una semana desde que se encontraron en Östercentrum y desde entonces no lo había vuelto a ver. No era propio de él. Como mínimo, deberían haberse encontrado alguna vez en la estación de autobuses o en la entrada de Domus.
Dio la última calada al cigarrillo y llamó a casa de la vecina.
—¿Quién es? —chilló una débil voz.
—Soy un colega de
Flash…
de Henry Dahlström, su vecino de al lado. Quería preguntarle una cosa.
La puerta se abrió un poco y una señora mayor lo observó con ojos escrutadores desde detrás de una gruesa cadena de seguridad.
—¿Qué sucede?
—¿Ha visto a Henry últimamente?
—¿Ha pasado algo? —preguntó con un destello de curiosidad en los ojos.
—No, no, no lo creo. Sólo que no sé dónde está.
—No he oído nada después del jaleo del fin de semana. Fue un escándalo terrible. Sería como siempre una de esas fiestas con demasiada bebida —dijo con insolencia, acusándolo con la mirada.
—¿Sabe si tiene alguien la llave de su apartamento?
—Los porteros tienen llaves de todos. Uno de ellos vive en el portal de enfrente. Puedes ir a preguntarle. Se llama Andersson.
Cuando entró en el apartamento con la ayuda del portero, se encontró un caos de cajones sacados, armarios arrasados y muebles volcados. Los papeles, los libros, la ropa y otros trastos estaban desperdigados por todas partes. En la cocina había restos de comida, colillas y otros desperdicios esparcidos por el suelo. Olía a cerveza rancia, a tabaco y a pescado frito. Alguien había tirado al suelo los cojines del sofá y la ropa de la cama.
Los dos hombres se quedaron de pie en medio del cuarto de estar con la boca abierta. A Andersson, el portero, las palabras le salían entrecortadamente.
—¿Qué demonios ha pasado?
Abrió la puerta del patio y miró fuera.
—Ahí tampoco está. Entonces sólo hay otro sitio donde mirar.
Bajaron la escalera hasta el sótano. A lo largo de uno de los lados del pasillo desierto había una hilera de puertas, marcadas con diferentes letreros: «Lavadero», «Sillas de bebés», «Bicicletas». Enfrente estaban los trasteros normales con las puertas de alambrera. Al fondo había una puerta normal que no tenía ningún letrero.
Del cuarto de revelado salía un olor a podrido que hizo que se les revolviera el estómago. El hedor estuvo a punto de tumbarlos. Andersson encendió la luz y lo que vieron fue espantoso. Henry Dahlström yacía en el suelo, anegado en su propia sangre. Estaba boca abajo. Tenía la parte posterior de la cabeza machacada y una herida abierta del tamaño de un puño. La sangre había salpicado las paredes e incluso hasta el techo. Tenía los brazos extendidos y cubiertos de pequeñas ampollas de color marrón. En los pantalones se apreciaba una mancha oscura como si se hubiera cagado encima.
Andersson retrocedió hacia el pasillo.
—Tengo que llamar a la policía —dijo volviendo en sí—. ¿Llevas un móvil? Me he dejado el mío arriba.
El otro hombre negó con la cabeza en respuesta.
—Quédate aquí mientras tanto. No dejes pasar a nadie.
El portero se dio la vuelta y se apresuró escaleras arriba.
Cuando regresó, el amigo del
Flash
había desaparecido.
L
os grises edificios de hormigón presentaban un aspecto sombrío en medio de la oscuridad de noviembre. Anders Knutas y su colaboradora más cercana, la inspectora Karin Jacobsson, se bajaron del coche en la calle Jungmansgatan, en el barrio de Grabo.
Un viento helado del norte les hizo acelerar el paso hasta el portal de Henry Dahlström. Frente a la casa se había congregado ya un grupo de personas. Algunas de ellas estaban hablando con la policía. Otros agentes estaban llamando a las puertas de los vecinos y el portero prestaba declaración en la comisaría.
El edificio parecía bastante deteriorado; el farol de la fachada estaba roto y en la escalera la pintura de las paredes estaba desconchada.
Saludaron a un compañero, que los condujo hasta el cuarto de revelado. Cuando éste abrió la puerta del sótano los asaltó un hedor insoportable. El olor a cadáver, desagradable y sofocante, evidenciaba que el cuerpo se encontraba en estado de descomposición. Karin sintió náuseas. Ya había vomitado con demasiada frecuencia al presentarse en los lugares donde se había cometido algún crimen y prefería evitarlo en esta ocasión. Sacó un pañuelo y se lo apretó contra la boca.
El técnico de la policía, Erik Sohlman, apareció en la puerta del cuarto de revelado.
—Hola. La víctima es Henry Dahlström. Sabéis quién es, ¿no? El
Flash
, ese viejo borrachín que había sido fotógrafo. Éste era su cuarto de revelado. Y, evidentemente, parece que seguía utilizándolo.
Hizo un gesto con la cabeza hacia atrás; hacia la habitación.
—Tiene el cráneo destrozado y no se trata de unos pocos golpes. Hay sangre por todas partes. Sólo quiero avisaros de que lo que vais a ver no es nada agradable.
Se quedaron en el vano de la puerta y miraron fijamente el cuerpo.
—¿Cuándo murió? —preguntó Knutas.
—Me atrevería a decir que lleva aquí casi una semana. El cuerpo ha empezado a descomponerse, no mucho, de momento, gracias al frío que hace aquí abajo. De haber permanecido algún día más habría empezado a oler en toda la escalera.