Al mismo tiempo, todo parecía planeado fríamente. El crimen se había cometido a una hora en la que la gente estaba acostada y dormida, pero cuando ya había la claridad suficiente. Según el granjero, el autor debió de echar comida al resto de los animales para asegurarse de poder llevar a cabo su fechoría sin problemas. Eso le permitió matar al caballo de un golpe y mutilarlo tranquilamente. La pregunta era para qué se había llevado la cabeza el malhechor. No sería para pescar anguilas, como Knutas había visto en una película hacía mucho tiempo.
Sacó la pipa, la llenó con esmero y le dio una bocanada sin encenderla. Era lo que solía hacer cuando tenía que pensar. La encendía pocas veces, además, no se podía fumar en el interior del edificio. Con un suave giro de la silla tuvo ante sus ojos la vista del aparcamiento del centro comercial Coop Forum completamente lleno. Tras las fiestas del solsticio de verano la temporada turística había empezado en serio. La isla tenía 58.000 habitantes, pero durante los meses de verano la población se incrementaba con otras 800.000 personas. A mediados de agosto terminaba la temporada con la misma rapidez que había comenzado.
Les había pedido a Wittberg y a Karin que por la tarde investigaran más detenidamente el pasado del dueño. Los técnicos, con Sohlman a la cabeza, se hallaban en el lugar de los hechos y estaban en marcha los interrogatorios con los vecinos y demás personas de quienes pudiera sospecharse que habían visto algo.
Lo llamó Line y, por la voz, parecía estresada. Llegaría tarde, estaba en medio de un parto. Knutas le respondió que él también estaba muy ocupado.
La mujer de Knutas era danesa. Trabajaba como matrona en el hospital de Visby; de un tiempo a esta parte, las isleñas parían como nunca antes. Un nuevo
baby boom
parecía recorrer la isla. Line llevaba varias semanas haciendo horas extras y aquello no tenía pinta de acabar. Él y los mellizos tenían que arreglárselas lo mejor que podían. No es que eso supusiera ningún problema, los chicos ya sabían hacer solos la mayor parte de las cosas. Hasta ahora, Petra y Nils habían dedicado sus vacaciones de verano a ir a la playa y a jugar al fútbol, y no tenían nada en contra de que les diera dinero para ir a comprarse una pizza o una hamburguesa, en vez de comer las sencillas comidas que preparaba su padre. El colmo fue cuando una vez más les sirvió lo que él presentaba, todo ufano, como «macarrones y queso especialidad de papá», un plato insípido, baboso y, para remate, con los bordes quemados.
Para Knutas la primavera había sido relativamente tranquila. Se había sentido deprimido durante algún tiempo, tras un caso de asesinato que despertó mucha expectación, sobre una joven desaparecida que más tarde descubrieron muerta. Aquel caso le había calado hondo y se había sentido involucrado a un nivel muy personal. En qué medida eso había influido en su modo de pensar, era algo imposible de saber, pero temía que su juicio hubiera flaqueado. En ese caso había contribuido a la muerte de la chica. Fue duro cargar con aquellos remordimientos.
En algún momento pensó que iba a caer en una profunda depresión. El insomnio era la señal más evidente, que se sintiera a menudo desanimado y apático tampoco era propio de él. De repente se le puso tan mal genio que, en comparación, los gritos de Line parecían chillidos de rata. Se encolerizaba por cualquier cosa insignificante y cuando el resto de los miembros de la familia reaccionaban ante lo absurdo de su enfado, se sentía humillado y ofendido. Como un pobre mártir. Al final, Line lo acompañó a un psicólogo. Por primera vez en su vida, Knutas solicitó la ayuda de un profesional para resolver sus problemas personales. Nunca había pensado que lo haría. Tenía muy pocas expectativas, pero se quedó sorprendido. La psicóloga estaba allí para atenderlo y se dedicaba sólo a él, lo escuchaba sin darle consejos ni juzgarlo. Escuchaba lo que él decía y de vez en cuando le hacía preguntas que le sugerían nuevas formas de pensar. A través de aquella terapia llegó a conocerse mejor a sí mismo y a conocer mejor su forma de relacionarse con los demás, los remordimientos fueron desapareciendo poco a poco. En realidad, era ahora cuando había empezado a sentirse mejor.
El teléfono volvió a sonar e interrumpió sus pensamientos. Desde la centralita le preguntaron si podía recibir a un equipo de la Televisión Sueca. Knutas aceptó con un suspiro. Mantenía una relación ambivalente con Johan Berg. La terquedad del periodista podía sacar de quicio al comisario, aunque tenía que reconocer que Berg era un buen profesional. A menudo, conseguía averiguar cosas por su cuenta y, además, tenía una endiablada capacidad para conseguir que la gente, incluido el propio comisario, le revelara más cosas de lo que en principio había pensado contarle.
Johan parecía agobiado cuando asomó por el pasillo, tendría prisa para sus emisiones. Llevaba el flequillo negro pegado a la frente y la camisa de algodón arrugada y con manchas. A Knutas se le ocurrió que probablemente ya habría estado en Petesviken y seguro que venía directamente de allí. Ojalá que no hubiera conseguido entrevistar a nadie. Knutas no quería decirle nada al respecto, pues no tenía ningún derecho a inmiscuirse en el trabajo de los periodistas. Su labor consistía en recabar información, pero la responsabilidad de Knutas era que ésta no se filtrara. Se preparó para responder a preguntas molestas y notó cómo se le tensaban las mandíbulas antes incluso de comenzar la entrevista.
Acompañaba a Johan esa fotógrafa nueva de aspecto punki con el pelo negro disparado en todas las direcciones. También llevaba un aro en la nariz.
Pia no se conformó con hacer la entrevista en el pasillo, sino que los convenció para que salieran a un balcón construido cuando renovaron la comisaría. Quería conseguir que Knutas hablara del espantoso crimen con el paradisiaco verdor estival, la muralla y el mar de fondo. Típico de la gente de la tele, sólo pensaban en sus fotos.
Johan formuló primero las preguntas habituales acerca de lo que había sucedido y luego, como cabía esperar, llegó una pregunta inesperada, o tal vez no del todo.
—¿Habéis encontrado la cabeza?
Knutas apretó los dientes sin contestar. La policía había tomado la decisión de mantener en secreto que la cabeza había desaparecido. Las personas que lo sabían habían recibido órdenes estrictas de no hablar de ello.
—¿Te preguntaba que si habíais encontrado la cabeza? —repitió Johan impertérrito.
—No voy a hablar de eso —respondió Knutas irritado.
—Sé, de una fuente segura, que no ha aparecido —aseguró Johan—. ¿No me lo puedes confirmar?
De la indignación que sintió, a Knutas se le puso la cara roja como la grana. Comprendió que la policía ya no tenía nada que ganar negándolo.
—No, no hemos encontrado la cabeza —reconoció dejando escapar un suspiro de resignación.
—¿Tenéis alguna hipótesis de adonde puede haber ido a parar?
—No.
—Es decir, ¿que el autor del crimen se la ha llevado?
—Probablemente.
—¿Qué puede significar eso?
—Imposible saberlo en estos momentos.
—¿Para qué crees que quiere la cabeza la persona o las personas que lo hayan hecho?
—Esa es una cuestión sobre la que sólo cabe especular y en la policía no nos dedicamos a eso. Lo que tenemos que hacer ahora es detener al culpable.
—¿Cuál ha sido tu reacción personal ante lo sucedido?
—Me parece que es terrible que alguien pueda hacerle una cosa así a un animal. La policía, lógicamente, considera los hechos muy graves y vamos a dedicar todos los recursos disponibles para hallar al o a los culpables. Queremos rogar a los ciudadanos que, si han visto u oído algo que pueda estar relacionado con el crimen, se pongan en contacto con la policía.
Knutas dio la entrevista por finalizada.
Tenía calor y estaba indignado. Aunque sabía que no iba a conseguir nada, trató de convencer a Johan para que no incluyera en su reportaje el detalle de que la cabeza había desaparecido. Como era de suponer, el periodista se mostró inflexible y objetó que aquella información era tan importante para los ciudadanos que tenían que emitirla.
C
uando Pia y Johan regresaron a la redacción disponían de muy poco tiempo para editar el reportaje si querían llegar al informativo de la tarde. Se sentaron juntos en la única sala de montaje que había. Johan llamó a Grenfors, a quien le pareció bien que hubieran entrevistado a las niñas. Eran lo suficientemente mayores y él era de la opinión de Pia, estaban hablando de un caballo. Por otro lado, Grenfors no destacaba en la redacción por pertenecer al grupo de los más prudentes.
—Sólo espero que nadie más haya conseguido enterarse de que ha desaparecido la cabeza —murmuró Pia mientras tecleaba concentrada. Disponían de treinta minutos antes de que comenzara el primer avance de
Noticias Regionales
, y le habían prometido al redactor jefe preparar una entradilla de al menos minuto y medio. Terminaron de editarla a las seis menos diez y enviaron el archivo digital a la redacción central de Estocolmo por correo electrónico.
Después de la emisión llamó Grenfors.
—Buen trabajo —elogió—. Estupendo que consiguieras entrevistar a las niñas, han estado la mar de bien y creo que no las ha entrevistado nadie más.
—No, por lo que sé, sólo han accedido a hablar con nosotros.
—Oye, ¿cómo conseguiste que lo hicieran?
—Eso ha sido mérito de Pia —respondió Johan—. Logró convencerlas.
—¿No me digas? —Grenfors parecía sorprendido—. Dile que lo ha hecho asombrosamente bien. ¿Cómo vais a continuar mañana?
Johan se imaginó a su jefe columpiándose en su silla frente a la mesa de la redacción de
Noticias Regionales
en el edificio de la televisión, en el barrio de Gärdet en Estocolmo. Un cincuentón alto, asiduo al gimnasio, con el cabello teñido y obsesionado con dar la talla.
Algo que, en opinión de Johan, últimamente se le había exacerbado. Grenfors se había vuelto cada vez más quisquilloso. Su preocupación por que las crónicas no llegaran a tiempo se manifestaba de varias formas: continuas llamadas para preguntar cómo iba el trabajo, largas discusiones sobre cómo había que hacer el reportaje y, cada dos por tres, el redactor jefe llamaba directamente a las personas con las que ya habían quedado para hacerles una entrevista con el fin de asegurarse de que no se iban a echar atrás.
La verdad es que Grenfors siempre había sido algo entrometido, pero nunca como ahora. Johan se preguntaba si obedecería a la creciente presión y los márgenes cada vez más estrechos de la redacción. Los recortes afectaban a los informativos a intervalos regulares, reducían cada vez más la plantilla, menos empleados tenían que hacer cada vez más reportajes a costa de presionar a sus colaboradores y empeorar la calidad.
Esa era una de las ventajas de trabajar en Gotland: no tener que soportar el continuo desasosiego del redactor jefe. Ahora, al menos, lo mantenía a distancia.
C
omo Knutas se había temido, la noticia de que el caballo había aparecido degollado desató una fuerte reacción.
Desde que llegó al trabajo a las siete y media, el teléfono no había dejado de sonar. Tras la difusión de la noticia en los medios, y siguiendo la senda abierta por los periodistas, llegaron las reacciones de los políticos locales, de la gente del mundo de los caballos, de los defensores de los animales, de los vegetarianos y de la gente de a pie. Todos exigían la detención inmediata del desalmado que había cometido aquel crimen.
C
uando Knutas entró en la sala de reuniones, cada uno de los miembros del equipo encargado de la investigación que asistían a la reunión de las ocho hojeaban los periódicos de la mañana.
Lars Norrby había vuelto tras pasar dos semanas de vacaciones en Canarias. Había llegado tarde a casa la noche anterior y estaba sentado con la cabeza hundida en el periódico. El portavoz de la policía era alto y moreno, y ahora, además, lucía un favorecedor bronceado. Había trabajado en la policía de Visby tanto tiempo como Knutas y era su lugarteniente. Norrby era flemático, pero meticuloso y de fiar. No era un hombre de sorpresas, con él Knutas siempre sabía a qué atenerse.
Abrieron la reunión con una discusión acerca de lo que habían publicado los medios locales.
—Es increíble que las niñas aparecieran en televisión —señaló Karin—. Con lo claro que les explicamos que no debían conceder ninguna entrevista.
—Ese Johan Berg de
Noticias Regionales
es un cerdo, manipular a los niños de esa manera… —soltó Wittberg—. Qué cabrón.
—No podemos impedir que la gente, sean niños o adultos, hable con la prensa si quiere —afirmó Knutas—. Además, eso no tiene por qué ser sólo negativo. Que las chiquillas aceptaran salir en la entrevista puede ayudar a que recibamos algún que otro soplo. Y lo necesitamos, no es mucho lo que tenemos hasta ahora. Peor es que haya salido a la luz pública que falta la cabeza del caballo, eso dará lugar a un montón de especulaciones.
Sohlman parecía cansado, probablemente había estado trabajando hasta tarde la noche anterior.
—Hemos examinado las roderas de los coches más a fondo y podemos distinguir las huellas de dos vehículos diferentes. Las unas, fáciles de identificar, corresponden al coche del granjero; hemos comparado la profundidad del dibujo de los neumáticos y no hay ninguna duda. En cuanto a las otras, es más complicado. Los neumáticos son anchos y con el dibujo bastante gastado, podrían ser de un camión pequeño o de una camioneta. Pero también podrían ser, por ejemplo, de una furgoneta.
—¿Y algún otro rastro? —preguntó Karin.
—Hemos recogido bastantes cosas: bolsas de plástico, palitos de helado, colillas, alguna que otra botella, nada particularmente interesante.
—Deberíamos ir a hablar con otros propietarios de caballos de esa zona para averiguar si a ellos les ha sucedido algo sospechoso —propuso Karin—. A veces no queda más remedio que ir a hablar con la gente.
—Lo que no sé es cuántos medios debemos destinar a un caso así —comentó Knutas—. A pesar de todo, sólo se trata de un animal.
—¿Cómo que sólo? Es un caso espantoso de maltrato animal —replicó Karin indignada—. ¿Vamos a dejar de investigarlo sólo porque la víctima no sea una persona?
—Alguien que actúa de esa manera contra un animal seguro que también puede ser peligroso para las personas —añadió Wittberg.