Nadie lo conoce (2 page)

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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Nadie lo conoce
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De repente Steven, que estaba en cuclillas en la cuadrícula de al lado, gritó y todos corrieron hacia allí. Estaba limpiando el esqueleto de un hombre y había descubierto sobre el cuello un trozo de lo que él creía que era una fíbula de bronce. Staffan Mellgren, el profesor que dirigía las excavaciones, se deslizó con precaución dentro de la cuadrícula y tomó un cepillo pequeño que había en un cubo junto con otros utensilios. Retiró con cuidado los restos de tierra y al cabo de unos minutos consiguió sacar la fíbula entera. Los estudiantes, reunidos alrededor del hueco, observaban fascinados cómo poco a poco iba saliendo a la luz la fíbula perfectamente conservada. El entusiasmo del profesor se extendió entre los alumnos.

—¡Fantástico! —exclamó—. Está muy bien conservada, el alfiler está intacto y ¿podéis ver aquí la decoración?

Mellgren tomó un pincel aún más pequeño y con pasadas suaves limpió los restos de tierra. Señaló con el mango la parte superior de la fíbula.

—Lo que veis aquí sujetaba la camisa manteniéndola en su sitio. Era la prenda más fina que llevaba en contacto con el cuerpo. Si tenemos suerte, seguro que lleva también una fíbula más grande en el hombro. Sólo hay que seguir buscando.

Asintió con la cabeza para animar a Steven, que se mostró orgulloso y contento.

—Trabaja con mucho cuidado y procura no ponerte demasiado cerca del esqueleto. Puede que haya más.

Los demás volvieron al trabajo con renovadas fuerzas. La idea de encontrar pronto algo digno de mención les daba energía. También Martina siguió excavando. Al cabo de un rato llegó el momento de ir a vaciar el cubo y se dirigió a una de las grandes cribas alineadas en el borde del área de excavación. Vació con cuidado el contenido del recipiente sobre la criba, que consistía en un cajón cuadrado de madera con una fina red de hierro en el fondo. El cajón estaba montado sobre un rodillo de hierro que facilitaba el movimiento de la criba. La chica agarró las asas de madera que había a ambos lados y la movió con fuerza para que cayera la tierra y la arena. Era un trabajo duro y después de agitar la criba durante unos minutos sudaba a mares. Una vez cribado lo peor, observó detenidamente los restos que habían quedado en la criba para no tirar nada de valor. Primero descubrió un hueso de animal, y luego otro. Había también un objeto pequeño de metal, probablemente un clavo.

No podían tirar nada, tenían que guardar y documentar todo meticulosamente puesto que, después de ellos, nadie podría excavar ya ese yacimiento. Cuando se excavaba un terreno, éste quedaba «destruido» para siempre, por eso recaía sobre los arqueólogos la responsabilidad de conservar todo cuanto pudiera tener valor para explicar cómo vivían las personas en aquel lugar.

Martina tuvo que tomarse unos minutos de descanso. Tenía sed y fue a buscar la botella de agua que guardaba en la mochila. Se sentó sobre una caja de madera, a la que le habían dado la vuelta, se masajeó los hombros lo mejor que pudo y observó a los otros mientras recuperaba el aliento. Sus compañeros de curso trabajaban concentrados, de rodillas, en cuclillas o tumbados en el borde de su cuadrícula, buscando incansablemente en la tierra oscura.

Advirtió las miradas de Mark, pero fingió no darse cuenta. Su corazón pertenecía a otra persona y no quería que se hiciera ilusiones. Eran buenos amigos y eso era suficiente para ella.

Jonas, un chico muy simpático del sur de Suecia que lucía un aro en la oreja y un pañuelo pirata en la cabeza, observó que se estaba masajeando.

—¿Te duele? ¿Quieres que te dé un masaje?

—Sí, gracias —respondió Martina chapurreando un poco en sueco. Hablaba sólo un poco la difícil lengua de su madre y quería practicar, aunque todos sus compañeros hablaban inglés con soltura.

Jonas era uno de sus mejores amigos dentro del grupo y lo pasaban muy bien juntos. Martina le agradeció el detalle, aunque suponía que no lo hacía sólo por simple consideración hacia ella. Las atenciones que recibía por parte de algunos hombres del grupo eran agradables, pero, en realidad, la traían sin cuidado.

Miércoles 30 de Junio

C
onducía la furgoneta roja por el camino de grava tan deprisa que el polvo se arremolinaba a su paso. Era muy temprano, alrededor de las dos de la madrugada, y los primeros rayos del sol asomaban en el horizonte. El campo dormía, hasta las vacas tenían los ojos cerrados tumbadas unas junto a otras en los prados que iba dejando atrás. La única señal de vida la ponía algún que otro conejo saltando por los campos. Iba fumando y escuchando la radio. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan satisfecho.

En el estrecho camino de grava sólo había espacio para un vehículo. Aquí y allá, la calzada se ensanchaba para permitir el cruce con coches que vinieran en dirección contraria, las señales de tráfico azules con una «M» pintada en blanco indicaban dónde estaban. Maldita la falta que hacían. Aquí no se cruzaban nunca dos automóviles. Su granja estaba al final del camino, no se podía ir más allá. No recordaba que hubieran recibido nunca una visita. Eso era algo sobre lo que no reflexionó nunca en su infancia, seguramente porque creía que todos vivían más o menos como ellos. Aquélla era la realidad que conocía, a la que se amoldó.

Cada vez que aparecía la casa de su infancia tras el último recodo del camino, surgía, como por ensalmo, un acceso del antiguo pánico: sentía una presión en el pecho, los músculos se le tensaban y le costaba respirar. Los síntomas remitían enseguida. Se preguntaba cuándo lo superaría. Era como si el cuerpo, después de todos aquellos años, aún reaccionara por su cuenta, sin que él interviniera. Más o menos como cuando tenía una erección, aunque no sabía por qué.

La granja albergaba una vivienda de madera pintada de amarillo, que en su día fue suntuosa, pero que ahora tenía la pintura desconchada. A un lado de la casa había un viejo establo y al otro un pajar más pequeño. Los restos del estercolero, en la parte trasera, recordaban los años en que habían tenido animales en la granja. Los prados de los alrededores estaban ahora vacíos, las últimas cabezas de ganado se vendieron el año anterior, tras la muerte de sus padres.

Aparcó detrás del pajar, una precaución innecesaria en realidad, pero ya era una antigua costumbre. Abrió la puerta trasera, cogió el saco y cruzó deprisa el patio. La puerta del establo chirrió; allí dentro olía a cerrado. Del techo colgaban gruesas telarañas junto a tiras adhesivas cubiertas de motas negras, moscas muertas hacía mucho tiempo.

El viejo frigorífico seguía en su sitio, aunque llevaba mucho tiempo en desuso. Lo había enchufado unos días antes y se había asegurado de que todavía funcionaba.

Cuando abrió la puerta lo golpeó el aire frío. El saco cabía sin problemas, cerró enseguida la puerta y fregó cuidadosamente la nevera por fuera con jabón y una bayeta húmeda. Nunca había estado así de limpia. Después recogió el fardo junto con la ropa y la bayeta, y lo metió todo en una bolsa de plástico.

En la parte trasera cavó un profundo agujero en la tierra e introdujo la bolsa dentro de él. Volvió a rellenar bien el hoyo y lo cubrió con paja y ramas. Nada en el terreno revelaba el escondite.

Quedaba el coche. Fue a buscar la manguera y tardó más de una hora en dejarlo limpio, tanto por dentro como por fuera. Al final, retiró la matrícula falsa y la sustituyó por la de verdad. Nadie podría decir que no era meticuloso.

Después entró en la casa y se preparó el desayuno.

S
obre los prados, aún húmedos por el rocío de la noche, se elevaba una fría niebla, que se deslizaba lentamente entre los campos de cereales y los prados. Planeaba sobre los cañaverales, donde un par de cisnes se limpiaban con esmero su plumaje blanco. Algunas golondrinas de mar graznaban sobre la bahía y los botes se mecían suavemente en el agua al lado de las boyas. Abajo, en la orilla, las deslustradas casetas de los pescadores estaban abandonadas.

Era una mañana singularmente bella. Una de esas mañanas de verano para grabar en la memoria y rememorarla cuando el invierno desplegara su negra capa sobre Gotland.

Agnes, una niña de doce años, se había despertado más temprano que de costumbre. No eran aún las ocho y media cuando llamó a su hermana pequeña, que todavía medio dormida se dejó convencer para ir a darse un baño antes del desayuno. Su abuela, que estaba sentada en la escalera de entrada tomando café mientras leía el periódico, les dijo adiós con la mano cuando las chicas se alejaron pedaleando con las toallas en el portaequipajes. El camino de grava discurría paralelo al mar unos cientos de metros por encima de la playa. Tenían que recorrer alrededor de un kilómetro en bicicleta para llegar al sitio donde podían girar para bajar hasta la zona de baño.

Agnes pedaleaba un trecho por delante de su hermana, aunque podrían haber ido la una al lado de la otra. El tráfico en ese camino era inexistente, incluso en pleno verano. Agnes quería ir siempre un poco adelantada. Había arrancado una brizna de hierba de la orilla del camino e iba chupándola, le gustaba el sabor de la savia fresca.

El camino discurría al principio a través del bosque, luego el paisaje se abría ante ellas. Campos de cultivo y prados se alternaban hasta la orilla del mar, visible a lo largo de casi todo el recorrido. Había varias granjas a lo largo de la calzada, con caballos, vacas y ovejas pastando. Tras pasar la última casa de piedra que se alzaba junto al camino, pedalearon bordeando un extenso prado antes de girar para descender hasta la playa. En esta época del año, los caballos, tres ponis de Gotland y un caballo noruego, se pasaban todo el día pastando fuera, igual que las lanudas ovejas de la isla. Los carneros, con sus característicos cuernos retorcidos en forma de rosca a ambos lados de la cabeza, eran imponentes. Los animales pertenecían a un granjero, quien a veces les permitía montar los ponis. Tenía una hija unos años mayor que ellas y ésta solía dejar que la acompañaran a dar un paseo a caballo. Agnes y Sofie visitaban a menudo a sus abuelos maternos. Aquí, en Petesviken, al suroeste de Gotland, pasaban la mayor parte de las vacaciones de verano, mientras sus padres se quedaban en Visby, donde residían, trabajando.

—Espera, vamos a ver a los caballos —propuso Agnes deteniéndose junto a la cerca.

Chasqueó la lengua y silbó, lo cual dio resultado al instante. Los animales dejaron de pastar, alzaron la cabeza y trotaron hacia las niñas.

El carnero más grande empezó a balar. Lo siguió otro, hasta que todos se incorporaron al coro. Al momento todos los animales se apretujaron contra la valla en busca de un bocado apetitoso. Las dos hermanas se estiraron para acariciarlos desde fuera. No se atrevían a entrar dentro del cercado cuando estaban solas.

—¿Dónde está
Pontus?

Agnes lo buscó por el prado. Sólo había tres caballos. Su favorito, un poni castrado pinto con manchas negras y blancas, no estaba.

—Tal vez esté entre los árboles —sugirió Sofie señalando la estrecha franja boscosa que se dibujaba como una cinta de color verde oscuro en medio del prado.

Las chicas lo llamaron y esperaron unos minutos, pero el poni no apareció.

—Déjalo —dijo Sofie—. Vamos a bañarnos.

—Qué raro que no venga. —Agnes arrugó la frente preocupada—. Con lo cariñoso que es. —Recorrió con la mirada la ladera, el abrevadero, las piedras de sal y los árboles más alejados.

—Bah, olvídalo, estará tumbado, durmiendo —insistió Sofie dando un empujón a su hermana—. Eras tú la que quería ir a bañarse ¿no? Pues vamos.

Sofie se montó en la bicicleta.

—Hay algo que no va bien. Al menos deberíamos poder ver dónde está
Pontus
.

—Seguro que lo han metido dentro. Puede que Veronica vaya a salir a dar un paseo a caballo.

—¿Y si está enfermo, tumbado en algún sitio, y no se puede levantar, qué? A lo mejor se ha roto una pata o algo. Tenemos que ir a mirar.

—Qué pesada eres. Podemos ir a saludarlo al volver.

Pese a que los caballos eran mansos y no muy grandes, Sofie los tenía cierto respeto y no quería entrar en el prado. El caballo noruego era grande y fuerte y no parecía de fiar; una vez le había dado una coz. Los carneros también le inspiraban un poco de miedo con aquellos cuernos tan grandes.

Agnes no hizo ningún caso de las protestas de su hermana, sino que abrió la verja y entró en el prado.

—Yo no pienso dejar tirado a
Pontus
—gritó enojada.

Sofie se quejó en voz alta para manifestar su disconformidad. Se bajó de la bici de mala gana y siguió a su hermana.

—Pues ya puedes ir tú delante —refunfuñó.

Agnes daba palmadas y voceaba para espantar a los animales, que se alejaron cada uno por un lado. Sofie se mantenía cerca de su hermana mayor y miraba asustada a su alrededor. La hierba alta les hacía cosquillas y les arañaba las pantorrillas. Iban en silencio. El poni no aparecía por ningún sitio.

Cuando llegaron a la zona arbolada sin haber descubierto nada extraño, Agnes se encaramó a la valla del otro lado del prado para tener una vista más amplia.

—Mira —gritó señalando con el dedo.

Un poco más allá, en la linde del bosque, vio a
Pontus
tendido de costado, parecía que dormía. Una bandada de cuervos revoloteaba y graznaba en lo alto.

—Ahí está. ¡Dormido como un tronco!

Impaciente, se echó a correr hacia el caballo.

—Bueno, pues entonces vámonos. No le pasa nada. No querrás que vayamos hasta allí, ¿no? —protestó Sofie.

La visibilidad estaba parcialmente reducida. El caballo no se movía del sitio.

Lo único que se oía eran los estridentes graznidos de los cuervos. A Agnes, que iba delante, le dio tiempo a pensar que era extraño que en aquel lugar hubiera tantos cuervos. Cuando llegó, se paró tan en seco que su hermana se le echó encima.

Pontus
yacía sobre la hierba y su pelaje lucía al sol. La vista hubiera podido tranquilizarlas de no haber sido por una cosa: en el lugar donde debería estar la cabeza no había nada. Le habían cortado el cuello. Todo lo que ellas vieron fue un enorme agujero ensangrentado y una nube de moscas que zumbaban alrededor de la abertura carnosa.

Agnes oyó un sonido sordo a sus espaldas. Su hermana se había desmayado.

T
ras aparcar su viejo Mercedes junto a la comisaría de policía, Anders Knutas, el comisario de la Brigada de Homicidios, descubrió molesto que las manchas de sudor ya se le habían extendido por debajo de los sobacos. Era uno de esos pocos días del año en que se echaba dolorosamente en falta que el viejo coche no tuviera aire acondicionado y Line, su mujer, tendría nuevos argumentos para abogar por la compra de un automóvil nuevo.

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