Nacida bajo el signo del Toro (6 page)

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Authors: Florencia Bonelli

BOOK: Nacida bajo el signo del Toro
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—Está bien. Entiendo. Dale —la animó Alicia—, andá a buscarla y traela.

—Gracias, Ali.

Pasaron una linda tarde y en ningún momento se tocó el tema del incidente en el subte ni de la extraña declaración de Bárbara, de que no deseaba ir a su casa. Lucito la conquistó en poco tiempo, e incluso Bárbara rio a carcajadas cuando el muy pillo orinó antes de que Camila tuviese tiempo de colocarle el pañal.

 

♦♦♦

 

Al día siguiente, durante el primer recreo, Camila se sentó en un lugar alejado y solitario dispuesta a escribir su diario. Se sentía ansiosa por transformar en palabras los pensamientos que la inundaban: desde el encuentro con Bárbara en la estación de subte hasta la feroz pelea de sus padres la noche anterior, que incluso su hermano Nacho había oído.

—Hola.

Camila levantó la vista, se hizo sombra con la mano y descubrió a Bárbara Degèner, que se sentó a su lado y le colocó un chocolate Cadbury sobre el libro.

—Gracias por bancarme ayer.

—De nada.

—Lo pasé muy bien en casa de tu vecina. ¿Puedo volver hoy?

—No —dijo, seca, cortante, sintiéndose invadida por la propuesta—. Ese es mi trabajo, Bárbara. No puedo estar llevando a quien yo quiero. Ayer Alicia me permitió que me acompañases, pero como una excepción.

—Qué bien hablás. —Camila la observó con asombro—. Digo, sabés decir bien lo que pensás. Yo siempre digo huevadas.

—Será porque leo mucho. ¿Por qué no querías volver a tu casa ayer?

Bárbara sacudió los hombros, y su actitud descuidada irritó a Camila. Se dio cuenta de que había construido una imagen falsa en torno a la más linda de la división. Bárbara no era perfecta, su vida no era perfecta. ¿Por qué lloraba el día anterior en el aula clausurada? ¿Por qué se había colocado en ese sector tan inusual y apartado del andén? ¿Quería arrojarse o se había tratado de una percepción equivocada?

Así como la había ayudado –quizá le había salvado la vida–, en ese momento la quería lejos. Camila se imaginaba a sí misma con facetas luminosas y otras oscuras, como si dos seres la habitasen: uno con sentimientos nobles; el otro, con sentimientos mezquinos. Según Alicia, ella “etiquetaba” a la gente de malvada o de bondadosa porque proyectaba las dos caras de su interior en quienes la rodeaban. Y, cuando se daba cuenta de que una persona no era completamente mala o completamente perfecta, el orden se alteraba y la ponía nerviosa, tal como estaba ocurriendo en ese momento con Bárbara Degèner, la perfecta, la linda, la del cuerpo para el infarto, la de la vida color de rosa. En realidad, en la vida de Bárbara había tintes grises, aun negros, y esa revelación se presentaba como perturbadora. Un poco gracias al fastidio, otro poco impulsada por una repentina oleada de superioridad, la increpó:
—No sacudas los hombros como si fueses tonta, Bárbara. Existe una razón por la cual no querías ir a tu casa.

—No quería encontrarme con la pareja de mi mamá.

—¿No te lo bancás?

—Es un imbécil.

—Pero, a esa hora, ¿no está trabajando?

—Está sin trabajo, el muy guarro. ¿Es cierto que vas a hacer el trabajo de Geografía con Gómez?

La pregunta la tomó por sorpresa, y giró el rostro hasta encontrar la mirada ansiosa de su compañera.

—Sí. ¿Por qué me preguntás?

Bárbara volvió a sacudir los hombros.

—Por nada. Siempre hacés los trabajos con Benigno.

—Benigno lo va a hacer con Karen.

—¡Uf! A esa estúpida no me la banco. Se cree… —Bárbara guardó silencio al ver que Lautaro Gómez se aproximaba, y Camila advirtió una drástica transformación en su semblante.

—Hola, Lauti —lo saludó Bárbara.

“¿Lauti?”.

—Hola —contestó, parco, como de costumbre—. Camila, ¿puedo hablar con vos?

—Sí.

—¿Podés venir un momento, por favor?

—Bueno.

—¿Qué pasa? —Bárbara se puso de pie de un salto—. ¿No podés hablarle enfrente de mí?

A Camila la perturbó la hostilidad con que Gómez examinó a Bárbara. Esta había recuperado el talante vanidoso y seguro en la mirada que le devolvió.

—Y, ¿qué pasa? —lo provocó—. ¿No vas a hablar? ¿Qué tenés que decirle?

—Camila. —Gómez habló en voz baja y medida, como si luchara para contenerse—. Tenemos que reunirnos para hacer el trabajo de Geografía. ¿Querés que vaya hoy a tu casa?

—Hoy no puedo. En realidad, no puedo los días de semana.

—Camila trabaja —intervino Bárbara—. Cuida a un bebé.

Gómez no la miró.

—¿Cuándo podés, entonces? —Habló con aire malhumorado.

—¿Te parece el fin de semana?

—Vamos a tener que juntarnos sábado y domingo si queremos terminarlo a tiempo.

—No hay problema.

—El domingo no la esperes muy temprano —expresó Bárbara—. Vamos a ir a bailar a Promenade. —Camila se volvió hacia su compañera con gesto desmesurado—. Bueno, no me mires así. Venía a decírtelo.

—A mí no me gusta ir a bailar.

—¿Por qué te reís como un pelotudo? —Bárbara increpó a Gómez.

—Porque solamente a las minitas huecas les gusta ir a bailar.

—¡Sos un imbécil! ¡Un hijo de puta!

Camila dio un paso atrás. Gómez la tomó por el brazo y la alejó de Bárbara, que los siguió de cerca, lanzando insultos.

—¡Puto! ¡Eso es lo que sos, un puto!

—¿El sábado en mi casa o en tu casa? —dijo, y elevó el tono para hacerse oír.

—En la tuya —respondió Camila, al pensar en las comodidades estrechas de su departamento.

Gómez asintió con un profundo ceño.

—¿A las nueve de la mañana te parece bien?

“¡Qué temprano!”. No obstante, tendría que madrugar si quería terminarlo en dos días.

—Sí.

—Te paso a buscar por tu casa. —Se alejó sin darle tiempo a preguntarle por qué y si sabía dónde vivía.

Sonó el timbre y regresaron al aula. Durante la hora de Literatura y después, durante la de Física, Camila buscó el momento para cuestionar a su compañero, sin éxito. Este mantenía la vista al frente, reconcentrado, y ella no se atrevía a llamarlo. Se dio cuenta de que Gómez la intimidaba más que nadie.

 

♦♦♦

 

En el último recreo, Bárbara regresó acompañada de Lucía Bertoni, que no hacía ningún misterio de su antipatía por Camila. Se sentaron en el suelo, una de cada lado.

—Cami, ¿te gusta Gómez?

Se sintió amenazada, y eso resultaba inaceptable.

—No, para nada.

—A vos te gusta Sebas, ¿no? —afirmó Lucía.

—¿Qué decís? —se enojó.

—Sí, te gusta. Dale, admitilo. Lo mirás con ojitos de enamorada.

El corazón le latía ferozmente. Apretó el diario y la lapicera.

—Dejá de joderla, Lucía. ¿Vamos a bailar el sábado, Cami?

—No sé. No me gusta.

—Pero este lugar es el mejor de la Costanera, es súper
cool
.

¡Cómo le molestaba que empleasen esa palabra! Inspiró para calmarse, y se dio cuenta de que, durante más de un año, había añorado que esas dos le dirigiesen la palabra. En ese momento, no solo estaban hablándole, sino invitándola a bailar, y ella experimentaba fastidio. Le molestaba el aliento a cigarrillo de Lucía, como también el color con que Bárbara se había pintado las uñas, una tonalidad verde loro. ¡Qué mal gusto! ¿A quién se le ocurría pintarse las uñas de verde cuando el día anterior había intentado suicidarse? “¿Lo habré soñado?”, se cuestionó por enésima vez. Bárbara desplegaba un ánimo alegre que desmentía su sospecha.

—No me dejan salir a bailar de noche —mintió.

—¡Es una matiné! Empieza a las diez de la noche, como mucho a las tres estamos de vuelta.

—¡No vamos a ir a la matiné, Bárbara!

—¡Callate!

—De todos modos, no sé. Tengo que preguntarle a mi mamá.

—Oh, tiene que preguntarle a su mamá —se burló Lucía.

—¿Qué te pasa, idiota? ¿Por qué la tratás así? Si vos no tenés que preguntarle a tu vieja es porque se lo pasa putañeando y nunca está en tu casa.

—¡No te metas con mi vieja! ¡La tuya no es una santita tampoco!

—Por favor, no peleen —terció Camila, que aborrecía las situaciones conflictivas, y con la del primer recreo, entre Gómez y Bárbara, había tenido suficiente—. Mañana te digo si me dejan ir.

—Dale.

—Tenemos prueba de Química el lunes —comentó Camila—. ¿No sería mejor que te quedases estudiando el fin de semana para levantar el aplazo de ayer?

—¡Te dije que esta era una yegua igual que Karen! —saltó Lucía—. ¡Una ñoña botonaza! Solo piensa en estudiar. ¿Qué mierda importa el examen del lunes?

—Importa, boluda. Porque ayer, no sé si te acordás, me pusieron un huevo grande como tu culo.

—¡Mi culo es perfecto!

—¡Hola, preciosas! —Sebastián se acercó jadeando y con la camisa abierta hasta el pecho; se lo pasaba jugando al fútbol durante los recreos.

Días atrás, Karen le había hecho una revelación que la había dejado boquiabierta: Sebastián Gálvez era casi tres años mayor porque había repetido dos veces primer año. “No es que sea tonto”, lo había justificado la chica, “sino que es vago y tiene flor de quilombo en su familia. El viejo se borró cuando él tenía doce años”. Lo de vago no la sorprendió porque sabía que los leoninos, al igual que el rey de la selva, se echan a dormir y esperan que la leona traiga el alimento. Sí la sorprendió que tuviese casi diecinueve años. Por un lado, esa característica la atraía; por el otro, la decepcionaba, porque lo veía inmaduro y chiquilín, cuando, en realidad, tendría que haber estado estudiando en la universidad o trabajando. Se imaginó el reproche de Alicia ante ese juicio: “Ay, Cami, Cami... Tu Luna en Virgo te vuelve exigente e implacable con los demás tanto como lo sos con vos misma”.

—Hola, Sebas —contestaron Bárbara y Lucía.

—Hola —susurró Camila, e insultó para sus adentros porque sabía que se había puesto colorada y que la voz le saldría temblorosa si se decidía a hablar.

—¿Qué hacen?

—Charlamos. Vamos a ir a bailar el sábado con Cami.

—¡Joya!

—En realidad, tengo que…

—Vamos a ir a Promenade, en la Costanera.

—A la matiné —apuntó Lucía, con una mueca de sorna.

—Ese lugar es recopado —declaró Gálvez—. ¿Qué estás leyendo, princesa? —se interesó al descubrir el cuaderno sobre la falda de Camila.

—No es un libro, es un diario íntimo.

—¡Ah, tanto mejor! —exclamó, y se lo arrebató.

Camila saltó de pie y corrió tras Gálvez, que se alejaba escrutando el contenido del cuaderno. Un frío glaciar le congeló el estómago. En esas páginas había volcado pensamientos íntimos, pecaminosos y comprometedores. De hecho, había estampado el nombre Sebastián en letras de colores. Ya lo habría descubierto. Intentó quitárselo lanzando manotazos, pero Sebastián era alto y lo ponía fuera de su alcance. Aunque desesperada, Camila razonó que, mientras siguiese hostigándolo, él no conseguiría leerlo.

—¡Dámelo, Sebastián! ¡Devolveme el diario!

—¡Sebas, no seas pelotudo! —intercedía Bárbara—. Devolvéselo.

Lucía reía a carcajadas y lo alentaba a leerlo.

—¡Pasámelo, Seba! ¡Yo también quiero ver!

—¡No seas boluda, Lucía! —se fastidiaba Bárbara.

—¡Me tiene que dar un beso en la boca si lo quiere de vuelta!

—¡Gálvez! —La voz rasposa y oscura de Lautaro Gómez los detuvo con el efecto de un rayo en la quietud—. Devolvele el diario. ¿No te das cuenta de que le molesta que lo leas?

Camila, agitada y llorosa, se quedó mirándolo sin pestañear, asombrada por la actitud tranquila y segura con que increpaba al más fuerte y duro del aula. De su postura de piernas ligeramente separadas y brazos tensos a los costados, emanaba una energía poderosa, que contrastaba con la delgadez de su constitución. El sol le bañaba el rostro, y lo obligaba a entrecerrar los párpados; un mechón de pelo lacio colgaba sobre su frente. A Camila se le dio por pensar que se parecía a esos personajes de los cómics japoneses; tenía la impresión de que, de un momento a otro, desenvainaría una katana.

—¡El
boy
scout al rescate de la dama en aprietos! ¿Qué te metés?

—Devolvele el cuaderno, Gálvez.

—Camila ya sabe: si lo quiere de vuelta, tiene que darme un beso.

—Devolvéselo.

—Vení a quitármelo, imbécil. A ver si podés.

—Por última vez, Gálvez, devolvéselo.

Gálvez rio sin ganas y abrió el diario.

—A ver qué escribió acá la princesa.

Camila soltó un gemido y avanzó, pero se detuvo de manera brusca cuando la pierna de Gómez se atravesó en su camino y se elevó a la altura del rostro de Sebastián. El diario salió volando. Camila corrió para recuperarlo.

—¡Hijo de puta! —vociferó Gálvez—. ¿Qué hacés?

—Te dije que le devolvieses el diario.

—¡Imbécil! —rugió, y se lanzó contra Gómez, que soltó otra patada y lo alcanzó en el pecho.

Se oyó un crujido y un grito sofocado. Medio inclinado, Sebastián se sobó el lugar del golpe. Levantó los ojos inyectados y murmuró:
—Te voy a matar, langosta inmunda.

—Por favor, por favor, Lautaro —suplicó Camila, y le salió al paso—, no pelees. Te lo imploro.

—¡Dejame! —le soltó entre dientes, y la miró con esos ojos oscuros que siempre la desestabilizaban.

Al advertir que se anunciaba una pelea, los alumnos encerraron a los rivales en un círculo. Segundos después, la concurrencia enmudeció ante un espectáculo que no habrían creído posible: si bien Gálvez era puro músculo, Gómez manejaba una técnica de lucha con gran habilidad y por la cual se imponía sin esfuerzos. La supremacía del
nerd
resultaba evidente, y terminó por confirmarse cuando, en un movimiento casi imperceptible, se colocó junto a Gálvez, le pateó la parte posterior de las rodillas, luego el estómago y lo dejó fuera de combate. Sebastián yacía de bruces cuando un par de preceptoras rompieron el círculo y vociferaron:
—¿Qué pasa aquí? ¿Qué significa esto?

—Y, ¿no ven lo que significa? —se mofó Benigno—. A Gálvez le rompieron el culo.

—¡Urieta, a dirección! —se enfadó una preceptora.

—¡Y Gálvez también! —ordenó la otra.

—Urieta no tiene nada que ver en esto, preceptora —intervino Lautaro Gómez—. El tema es entre Gálvez y yo.

—Entonces, usted también a la dirección, Gómez. Con Urieta y Gálvez.

 

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