—Te he prometido que…
—¡Suéltame! La culpa es mía por haber venido. Me tomas por una mujer despreciable, sin sentido del honor, sin dignidad…
Él protestó, vehemente. La angustiosa mirada de Monica tuvo su efecto sobre los sentidos de Bevis; fue poco a poco subyugándole hasta que se sintió avergonzado de sus innobles impulsos.
—¿Quieres que te encuentre alojamiento hasta el martes? —preguntó volviéndose a acercar a ella, después de haberse apartado.
—¿Lo harías?
—¿Estás segura de que puedes escaparte mañana… sin levantar sospechas?
—Sí, estoy segura. Él irá a la City por la mañana. Dime algún sitio donde pueda encontrarme contigo. Cogeré un coche y una vez allí podrás llevarme a…
—Pero te olvidas de los riesgos. Si coges un coche en Herne Hill, con tu equipaje, él podrá localizar después al cochero y averiguar adónde te llevó.
—Entonces iré sólo hasta la estación y de allí a la estación Victoria. Allí nos encontraremos.
La necesidad de dejar claras esas nimiedades la avergonzaba profundamente. Apenas se había parado a pensar en los detalles de su fuga. Según ella, ese tipo de consideraciones debían correr por cuenta de su amante, que tenía que actuar con prontitud a fin de ahorrarle la más mínima perplejidad. Había imaginado que todo iba a arreglarse en unas horas y que sobre ella no recaería más responsabilidad que la de romper con la relación que tanto odiaba. Volvía inevitablemente a pensar que Bevis la veía como una carga. Sí, él ya tenía que mantener a su madre y a sus hermanas. Tendría que haberlo recordado.
—¿A que hora será eso? —le estaba preguntando él.
Monica continuaba absorta en sus reflexiones, incapaz de responder. Tenía dinero, pero ¿cómo disponer de él? Al parecer más adelante, cuando la fuga se hubiera consumado, tendría que vivir tan en secreto como ahora. No se había parado a pensar en eso. La declaración de amor que la había liberado parecía inevitable… no, deseable. Su dignidad la exigía; sólo así podría justificarse ante sus hermanas y los que la conocían. Quizá ellos no la justificaran, pero eso le importaba poco; su propia conciencia juzgaría bien lo que había hecho. Pero escabullirse y vivir escondiéndose, como una mujer deshonrada incluso ante sí misma… Ante esa idea Monica se encogió asqueada. ¿No sería preferible romper con su marido y vivir abiertamente separada de él, sola?
—Sé sincero conmigo —exclamó de pronto—. ¿Habrías preferido que no hubiera venido?
—¡No, no! No puedo vivir sin ti.
—Pero, si eso es cierto, ¿por qué no tienes el valor de dejar que la gente lo sepa? En el fondo debes de pensar que estamos actuando mal.
—¡No! Creo, como tú, que el amor es el único matrimonio verdadero. ¡Muy bien! —hizo un ademán desesperado—. Desafiemos todas las consecuencias. Por ti…
Su exagerada vehemencia no podía engañar a Monica.
—¿Qué es —le preguntó— lo que más temes?
Él empezó a balbucear protestas, pero Monica se negó a escucharlas.
—Dime… tengo todo el derecho a preguntar… ¿Qué es lo que más temes?
—No le tengo miedo a nada si tú estás a mi lado. Que mi familia piense y diga lo que quiera. He hecho mucho por ella; renunciar a ti sería pedir demasiado.
Pero su congoja era más que evidente. Tiraba de las comisuras de sus labios y le arrugaba la frente.
—La desgracia sería mayor de lo que tú eres capaz de soportar. No volverías a ver a tu madre ni a tus hermanas.
—Si tantos prejuicios tienen, si son tan poco razonables, no puedo hacer nada contra eso. Tienen que…
Le interrumpió un sonoro repiqueteo en la puerta de entrada. Pálida, Monica vio cómo el rostro de su amante se volvía blanco como el papel.
—¿Quién podrá ser? —susurró Bevis con voz ronca—. No espero a nadie.
—¿Tienes que abrir?
—¿No será…? ¿Te ha seguido alguien? ¿Sospecha alguien que…? Se miraron, todavía medio paralizados, y se quedaron esperando hasta que volvieron a llamar a la puerta con impaciencia.
—No me atrevo a abrir —susurró Bevis, acercándose a ella, como buscando protección, puesto que no tenía intención de ofrecerla—. Puede que sea…
—¡No! Eso es imposible.
—No me atrevo a ir a ver. Es demasiado arriesgado. Se irá, quienquiera que sea, si nadie abre.
Ambos estaban temblando, en el segundo estadio del terror. Bevis rodeó a Monica con el brazo y sintió cómo el corazón de ella latía con fuerza contra el suyo. Por el momento su pasión se había apagado.
—¡Escucha! Es el ruido del buzón. Han metido una tarjeta o algo parecido. Entonces no hay peligro. Esperaré un poco.
Fue hasta la puerta de la habitación, la abrió sin hacer ruido y al instante oyó pasos que bajaban por las escaleras. En la mirada que le dirigió al volver, una mueca más que una sonrisa, Monica vio algo que le hizo sentir vergüenza ajena. En el buzón Bevis había encontrado una tarjeta en la que habían escrito algunas palabras.
—¡Sólo era uno de mis socios! —exclamó aliviado—. Quiere verme esta noche. Por supuesto dio por hecho que yo no estaba en casa.
Monica estaba mirando su reloj. Eran más de las cinco.
—Creo que debo irme —dijo con timidez.
—Pero ¿cómo quedamos entonces? Todavía tienes intención de…
—¿Que si tengo intención? ¿No eres tú quien debe decidirse? —Había frialdad en el tono de ambos, en parte a causa de la conmoción que acababan de sufrir, en parte por la impaciencia que manifestaban el uno con el otro.
—Querida, hagamos lo que propuse al principio. Quédate unos días hasta que me haya instalado en Burdeos.
—¿Que me quede… con mi marido?
Monica utilizó la palabra a propósito para ver cómo afectaba a Bevis. La amargura de su creciente desilusión le permitía pensar y hablar como si no estuvieran en juego pasiones y sentimientos.
—¡Por el bien de ambos, querida, querida mía! Sólo unos cuantos días más, hasta que te escriba para decir qué hacer exactamente. El viaje no te será difícil y piensa cuánto mejor será, querida Monica, si podemos evitar que nos descubran y vivir así el uno para el otro sin avergonzarnos y sin nada que nos amenace. Serás mi verdadera esposa. Te amaré y te protegeré mientras viva.
La abrazó con plácida ternura, apoyando su mejilla en la de ella y le besó las manos.
—Tenemos que volver a vernos —continuó—. Ven el domingo, por favor. Y mientras tanto encuentra alguna dirección a la que pueda escribirte. Siempre habrá alguna papelería en la que puedan recibir tus cartas. Deja que yo te guíe, mi pequeña. Sólo una o dos semanas… y podremos ser felices el resto de nuestras vidas.
Monica, con la vista clavada en el suelo, sólo le escuchaba a medias. Animado por su silencio, el amante siguió hablando en un estado de creciente entusiasmo, describiendo las maravillas de su retiro del mundo en una casa en las afueras de Burdeos. No dijo cómo ese retiro iba a pasar desapercibido para sus compañeros, que con toda seguridad iban a propagar el escándalo. Lo cierto era que Bevis se encontraba en una situación extremadamente delicada, con aspectos que hasta el momento no había contemplado, y lo único que le preocupaba era evitar el peligro inmediato de que le descubrieran. Aquel tipo feliz y amable nunca había considerado la responsabilidad que suponía cortejar —de un modo egoísta y timorato desde el principio— a una mujer casada que había resultado que se tomaba sus tentativas con desesperada seriedad. No era ningún bribón pero tampoco había en él el menor indicio de esa otra cualidad que puede servir de apoyo a un hombre en su situación: el heroísmo de la sublevación moral. Así que ofrecía una pobre imagen, y era tristemente consciente de ello. Hablaba y hablaba, intentando disfrazar su debilidad con frases de oropel, y Monica seguía sin despegar la vista del suelo.
Al cabo de otra media hora ella dio un profundo suspiro y se levantó de la silla. Le escribiría, dijo, para hacerle saber dónde podía recibir sus cartas. No, no debía volver al piso; todo lo que él tuviera que decirle debía hacerlo por carta. El tono sumiso, la tristeza simple de sus palabras, dejaron a Bevis afligido, aunque en secreto se felicitaba. No había hecho nada que esa mujer pudiera reprocharle; su dominio de la situación —pensó— había sido magnífico. Sin duda se había comportado como todo un «caballero». Sin duda estaba perdidamente enamorado y, si las circunstancias lo permitían, haría lo posible para que Monica se reuniera con él en Francia. Si resultaba imposible, no tendría nada de que sentirse culpable.
Le ofreció sus brazos. Monica negó con la cabeza v apartó la mirada.
—Dime una vez más que me amas, cariño —suplicó Bevis—. No descansaré ni un solo segundo hasta que pueda escribirte para decirte: «Ven a mí».
Monica le dejó que la abrazara una vez más.
—¡Bésame, Monica!
Ella le besó en la mejilla y al instante apartó los labios, sin desviar la vista.
—Oh, así no. Bésame como antes.
—No puedo —le replicó con la voz entrecortada y nuevas lágrimas.
—Pero ¿qué he hecho para que me quieras menos, mi amor? —Besó sus lágrimas mientras murmuraba promesas y palabras de aliento.
—No te irás hasta que no te haya oído decir que tu amor por mí no ha cambiado. ¡Susúrramelo, mi amor!
—Ahora no. Cuando volvamos a vernos.
—Me asustas, Monica. No estamos despidiéndonos para siempre, ¿verdad que no?
—Si me pides que vaya, iré.
—¿Lo prometes? ¿Vendrás?
—Si me pides que vaya, iré.
Ésas fueron sus últimas palabras. Él le abrió la puerta y se quedó escuchando mientras la veía partir.
Hasta ese momento Widdowson no había tenido motivos de peso para desconfiar de su esposa. Temía y sentía aversión por los principios que ella confesaba, directamente imputables a su amistad con las mujeres militantes de Chelsea, pero creía firmemente que su conducta estaba por encima de cualquier reproche. Los celos que Barfoot le inspiraba no partían de la actitud de Monica con él, sino del propio Barfoot, al que juzgaba un bribón por naturaleza. Para él era el prototipo de soltero licencioso. Por qué pensaba eso era algo que ni él mismo llegaba a entender. Posiblemente era la nobleza en el porte de Everard, ese matiz aristocrático en su rostro y en su forma de hablar, sus modales refinados, especialmente cuando conversaba con las mujeres… todo ello ofendía desde el principio la sensibilidad de Widdowson, tan típica de la clase media. Si Monica estaba en peligro no había duda de que el peligro venía de ahí. La conversación íntima de su mujer con Barfoot en la Academia seguía siendo un misterio para él. Confió con toda su fe en la rebelde declaración de Monica de que podría haberle contado la conversación palabra por palabra aunque, en todo caso, la actitud de Barfoot mientras hablaba con ella era el puro reflejo de la maldad. De eso estaba seguro.
Había leído en alguna parte que un marido persistentemente celoso podía terminar a menudo irritando a una mujer inocente, llevándola a darle verdaderas razones para estar celoso. Un hombre con poco mundo se deja impresionar mucho por frases así; le llegan al fondo del cerebro y a partir de ese momento coartan su forma de pensar. Widdowson, antes de casarse, nunca había sospechado lo difícil que era comprender a las mujeres. Si hubiera manifestado el concepto que tenía de ellas, le habrían considerado un claro ejemplo de cómo el más primitivo de los hombres concebía a la mujer. Las mujeres eran idénticas a los niños; había que entretenerlas y asegurarse de que se portaran bien. Después llegaba el resto: la bendición de las tareas del hogar, especialmente la bendición de dar a luz y de todo lo que eso conllevaba. El trato íntimo con Monica había afectado enormemente su postura, aunque sobre todo había conseguido confundirle; no tenía más remedio que admitir que su antiguo punto de vista se veía asaltado a diario por alguna evidencia irrefutable. Las mujeres tenían caracteres individuales; ese descubrimiento, aunque no demasiado profundo, le impresionó con la contundencia de algo a lo que se llega mediante una observación independiente. A menudo Monica le aturdía. Le era imposible dar con la llave de sus penas y alegrías. Y su inteligencia no le daba para verla simplemente como un ser humano. Culpaba de eso al sexo, y empezó a prestar más atención a los consejos y claves que encontraba en sus lecturas. Y decidió ocultar sus celos, a menos que la misteriosa tendencia de la naturaleza femenina llevara a Monica a actuar deliberadamente de forma errónea.
Aquel día le pasó por primera vez por la cabeza la idea de que quizá Monica ya le había engañado. Todo empezó con el extraño comportamiento que manifestó durante el almuerzo. Apenas comió; parecía apresurada, no dejaba de mirar al reloj y estaba totalmente ausente. Cuando se daba cuenta de que la miraba, se mostraba incómoda y empezaba a hablar sin pensar en lo que decía. Todo eso podía no ser más que su mal disimulado pesar por tener que dejar Londres, pero Widdowson lo percibió con una agudeza que quizá era consecuencia de la excitación en la que había vivido la última semana. Quizá la actividad, la resolución que se había exigido, le había agudizado los sentidos. Y la idea, siempre presente, de que sólo faltaban unos días para llevarse a su esposa del escenario del peligro, le hacía aún más consciente de la amenaza de ese peligro. Estaba claro que un instante de clarividencia había atenazado su tranquilidad, dejando a su paso todo tipo de escabrosas conjeturas. Las mujeres —eso decían los libros— eran expertas en el arte de disimular. ¿Acaso era posible que Monica se hubiera aprovechado de la libertad que últimamente le había dado? Si una mujer no podía aguantar una mirada directa e inquisitiva, ¿no implicaba eso una enorme maldad, teniendo en cuenta que la naturaleza la había armado precisamente para esa prueba?
Mientras se preparaba para ir a la estación se hizo evidente que Monica tenía prisa, como también su negativa a intercambiar con él palabras de despedida. Si su ansiedad era sincera e irreprochable, ¿por qué no había aceptado su consejo y había ido por la mañana?
Después de que Monica se marchara, Widdowson se quedó cinco minutos en el vestíbulo con la mirada perdida. Una nueva oleada de celos, un horrible dolor en el corazón, había empezado a torturarle. Se fue a la biblioteca y empezó a caminar de un lado a otro, pero no consiguió mitigar su sufrimiento. En vano se repetía que Monica era incapaz de ninguna bajeza. De eso estaba seguro, aunque una odiosa imagen volvía una y otra vez a su imaginación… un horror, una pesadilla.