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Authors: Charlaine Harris

Muerto hasta el anochecer (11 page)

BOOK: Muerto hasta el anochecer
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—¿Sí? —dije. No me salió muy bien. Me aclaré la voz y lo intenté de nuevo—: ¿Diga?

—¿Sookie?

—Hum. ¿Sam?

—Sí. Oye, cielo, ¿me haces un favor?

—¿Qué? —ese día ya tenía que ir a trabajar y no me apetecía nada tener que cargar con el turno de Dawn y además el mío.

—Pásate por casa de Dawn y entérate de qué le pasa, ¿vale? No coge el teléfono y ha vuelto a faltar. Acaba de llegar el camión de reparto y tengo que decirles a los chicos dónde tienen que poner las cosas.

—¿Ahora? ¿Quieres que vaya ahora? —las sábanas de mi vieja cama nunca habían tirado de mí con tanta fuerza.

—Por favor —estaba empezando a darse cuenta de que no estaba de humor. Y eso era extraño. Nunca le había negado nada a Sam.

—Bueno —dije, sintiéndome agotada ante la mera idea. No es que me encantara Dawn, ni yo a ella. Estaba convencida de que le había leído la mente para contarle a Jason algo que ella pensaba, y que por eso él la había dejado. Si me tomara ese tipo de interés en las relaciones de Jason, no tendría tiempo ni de comer ni de dormir.

Me duché y me puse el uniforme de trabajo, con torpes movimientos. Todo mi dinamismo se había disipado, lo mismo que una gaseosa destapada. Tomé unos cereales y me lavé los dientes. Le conté a la abuela adonde iba en cuanto logré localizarla: había estado fuera, plantando petunias en una jardinera que había junto a la puerta de atrás. No pareció enterarse muy bien de lo que le decía, pero sonrió y agitó la mano en señal de despedida, de todos modos. La abuela se iba quedando más sorda cada semana, pero no era de extrañar, ya que tenía setenta y ocho años. Era increíble que aún siguiera tan sana y fuerte, y con la cabeza en su sitio.

Mientras me dirigía a cumplir mi indeseada misión, pensé en lo duro que habría sido para la abuela criar a otros dos niños, después de haberlo hecho ya con los suyos propios. Mi padre, su hijo, había muerto cuando yo tenía siete años y Jason diez. Cuando yo contaba veintitrés, mi tía Linda —la hija de la abuela— había muerto de cáncer de útero. Su hija, mi prima Hadley, ya había desaparecido en el mismo mundillo que había generado a los Rattray bastante antes de que mi tía muriera; de hecho, hoy en día aún no sabemos si se ha enterado de la muerte de su madre. Tiene que haber sido muy doloroso para ella sobrellevar todo eso, pero la abuela siempre se ha mantenido fuerte por nosotros.

A través del parabrisas divisé los tres pequeños adosados que se erigían a un lado de la calle Berry, que discurría entre un par de manzanas decrépitas más allá del centro de Bon Temps. Dawn vivía en uno de ellos. Allí, en la entrada de una de las casas en mejor estado, estaba su coche, un compacto verde. Aparqué tras él. Dawn había colgado una maceta de begonias junto a la puerta de entrada, pero parecían estar secas. Llamé a la puerta.

Esperé un minuto o dos, y volví a llamar.

—Sookie, ¿necesitas ayuda? —la voz me resultó muy familiar. Me giré y me protegí los ojos del sol matinal. Rene Lenier estaba junto a su camioneta, que estaba aparcada al otro lado de la calle frente a una de las casas prefabricadas que poblaban el vecindario.

—Pues... —comencé a decir. No estaba segura de si iba a necesitar ayuda, o de si Rene podría proporcionármela—. ¿Has visto a Dawn? Lleva un par de días sin ir a trabajar y no ha llamado para avisar. Sam me ha pedido que me pase por aquí.

—Sam debería ocuparse él mismo del trabajo sucio —dijo Rene, lo que, por algún retorcido mecanismo, me hizo intentar justificar a mi jefe.

—Había llegado el camión de reparto y tenía que descargar —me giré y llamé una vez más—: ¡Dawn! —grité—, Vamos, déjame pasar —bajé la vista y me fijé en el cemento del porche. El polen de los pinos había empezado a desprenderse hacía un par de días y prácticamente cubría la amarilla superficie del porche. Las únicas pisadas eran las mías. Empecé a sentir cierta inquietud.

Apenas me di cuenta de que Rene se había quedado junto a la puerta de su camioneta, sin decidir si marcharse o no.

El adosado de Dawn sólo tenía una planta y era bastante pequeño. De hecho, la puerta de entrada a la otra casa estaba a muy pocos centímetros de la suya. Parecía que no estaba ocupada: el acceso estaba completamente despejado y no había cortinas en las ventanas. Dawn había tenido el decoro de colgar cortinas; eran blancas con flores de color amarillo oscuro. Estaban corridas pero el tejido era muy fino y no tenían forro. Además, no había bajado las persianas, así que se podía echar un vistazo al interior. El mobiliario del salón era de mercadillo. Había una taza de té en una mesita. Al lado divisé una desgastada butaca y un viejo sofá cubierto por una colcha de ganchillo.

—Creo que voy a echar un vistazo a la parte de atrás —le avisé a Rene. De inmediato, empezó a cruzar la calle como si le hubiera dado la señal que había estado esperando. Pisé el césped, que parecía amarillo por el polen, y pensé que me iba a tener que sacudir el calzado, y quizá también los calcetines, antes de ir a trabajar. En las épocas de floración del pino, todo se vuelve amarillo: los coches, las plantas, los tejados, las ventanas. Todo aparece cubierto de un manto dorado. Hasta las lagunas y pozas lucen una especie de corona a su alrededor.

La ventana del baño de Dawn estaba tan alta que no podía asomarme a ella. Había bajado las persianas del dormitorio, pero se podía mirar a través de las rendijas. Dawn estaba tumbada boca arriba. La ropa de cama estaba revuelta. Ella tenía las piernas abiertas y el rostro hinchado y descolorido. Tenía la lengua fuera y una docena de moscas revoloteaba alrededor.

Escuché a Rene colocarse tras de mí.

—Vete a llamar a la policía —le dije.

—¿Por qué? ¿La has visto?

—¡Vete a llamar a la policía!

—Vale, vale —Rene emprendió una rápida retirada.

Algún tipo de solidaridad femenina me hizo procurar evitar que Rene la viera así, sin su consentimiento. Y desde luego, Dawn no estaba como para consentir.

Permanecí con la espalda contra la ventana, sintiéndome terriblemente tentada de volver a mirar, con la vaga esperanza de haberme equivocado en la primera ocasión. Me pregunté cómo los inquilinos del adosado de enfrente, que no estaban a más de un par de metros, no habrían escuchado nada; sobre todo, con el grado de violencia que todo aquello demostraba.

Entonces regresó Rene. Su curtido rostro estaba fruncido en una expresión de gran preocupación, y sus relucientes ojos marrones parecían al borde de las lágrimas.

—¿Puedes avisar también a Sam? —le pedí. Sin mediar palabra, se volvió y regresó a su casa. Estaba portándose muy bien. A pesar de su tendencia al cotilleo, Rene siempre se mostraba dispuesto a ayudar a quien lo necesitara. Me acordé de que había ido a casa a ayudar a Jason a instalar el columpio del porche, por poner un ejemplo de un día muy distinto a éste.

El adosado de enfrente era exactamente idéntico al de Dawn, por lo que estaba mirando directamente a la ventana del dormitorio. Apareció una cara y se abrió la ventana. Una cabeza despeinada se asomó por ella.

—¿Qué estás haciendo por aquí, Sookie Stackhouse? —inquirió con lentitud una profunda voz masculina. Lo miré unos instantes hasta que conseguí situar aquella cara, intentando no fijarme con excesivo descaro en el esbelto torso desnudo de su propietario.

—¿J.B.?

—Pues claro.

Había ido al instituto con J.B. du Roñe. De hecho, algunas de mis escasas citas las había tenido con él, que era un encanto, pero tan simple que le daba igual si podía leer su mente o no. Incluso en aquellas circunstancias, no pude sino apreciar su belleza. Cuando se han reprimido los instintos hasta el extremo en que yo lo había hecho, no hace falta mucho para que se desaten. Lancé un suspiro al contemplar los musculosos brazos y el tórax de J.B.

—¿Qué haces ahí fuera? —volvió a preguntar.

—Parece que algo le ha pasado a Dawn —contesté, sin saber si contárselo o no—. Mi jefe me ha enviado a ver qué pasaba porque lleva un par de días sin ir a trabajar.

—¿Está ahí dentro? —J.B. saltó por la ventana. Llevaba unos pantalones cortos, unos vaqueros cortados.

—Por favor, no mires —le pedí interponiendo la mano y, sin aviso previo, me puse a llorar. Últimamente lo hacía muy a menudo—. Está horrible, J.B.

—Vaya, cielo —dijo y, alabado sea su corazón sureño, me rodeó con un brazo y me dio unas palmaditas en el hombro. Por Dios que reconfortar a cualquier mujer atribulada que anduviese cerca constituía una prioridad paraJ.B. du Roñe.

—A Dawn le gustaba lo extremo —dijo en tono de consuelo, como si eso lo explicara todo. Puede que para cierta gente pero no para mí, que tenía tan poco mundo.

—¿Qué extremo? —pregunté, esperando encontrar algún pañuelo en el bolsillo.

Alcé la mirada y vi que se sonrojaba un poco.

—Pues, a ella... Uf, Sookie, no tienes por qué oírlo.

Yo disfrutaba de una reputación de inocencia muy extendida, lo que no dejaba de ser irónico. Y en ese momento, hasta inconveniente.

—Me lo puedes decir, trabajaba con ella —J.B. asintió con solemnidad, como si le pareciera que eso lo justificase todo.

—Bueno, cielo, el caso es que le gustaban que los hombres, pues, que la mordieran y golpearan, y todo eso —J.B. parecía no poder explicarse tales preferencias. Debí de poner una cara rara porque me dijo—: Ya, yo tampoco entiendo cómo a alguien le puede gustar eso.

Nunca dispuesto a dejar pasar una oportunidad de tocar pelo, J.B. me rodeó con los dos brazos y siguió con las palmaditas, concentrándose especialmente en el centro de mi espalda —en otras palabras, comprobando si llevaba sujetador— y luego bastante más abajo —creí recordar que a J. B. le gustaban los traseros firmes.

Tenía un montón de preguntas en la punta de la lengua, pero no me atrevía a pronunciarlas. Llegó la policía, personificada por Kenya Jones y Kevin Pryor. Cuando el jefe de la policía local los había asignado como pareja, todo el pueblo comentó que había demostrado tener un gran sentido del humor, ya que Kenya medía por lo menos uno ochenta, era negra como el carbón, y tenía una constitución a prueba de huracanes. Por su parte, Kevin tenía una estatura de uno setenta y cinco; era pálido e increíblemente pecoso, y poseía la estructura magra y fina de un atleta. Por extraño que parezca, los dos Kas se llevaban de perlas, aunque también habían mantenido alguna que otra disputa memorable.

En aquel momento, sólo se podía pensar en ellos como policías.

—¿De qué va todo esto, señorita Stackhouse? —preguntó Kenya—. Rene dice que a Dawn Green le ha pasado algo —mientras hablaba, había examinado detenidamente a J.B. Por su parte, Kevin inspeccionaba el terreno que nos rodeaba. No sabía por qué, pero seguramente había algún buen motivo.

—Mi jefe me ha enviado esta mañana para que averiguase por qué Dawn llevaba dos días sin ir a trabajar —le dije—. He llamado a la puerta pero no ha contestado, y como tiene el coche ahí fuera, me he empezado a preocupar. Entonces me he venido a la parte de atrás para echar un vistazo por la ventana, y ahí está —señalé a su espalda y los dos agentes se giraron para mirarla. Luego, intercambiaron una mirada y asintieron, como si hubieran mantenido toda una conversación. Mientras Kenya se ocupaba de la ventana, Kevin se acercó a la puerta de atrás.

J.B. se había olvidado de darme palmaditas para dedicarse por completo a observar el trabajo policial. De hecho, tenía la boca entreabierta, enseñando así su perfecta dentadura. Quería mirar por la ventana más que nada en el mundo, pero era imposible abrirse paso a través de Kenya, que ocupaba todo el espacio disponible.

Ya no quería seguir escuchando mis propios pensamientos ni un segundo más. Así que me relajé, bajé la guardia y escuché los de los demás. Entre el bullicio, escogí una trama de pensamiento y me concentré en ella.

Kenya Jones se volvió para mirar en nuestra dirección sin realmente vernos. Estaba considerando todo lo que Kevin y ella tenían que hacer para llevar a cabo una investigación tan ceñida al manual como cabía esperar de unos agentes de Bon Temps. Se estaba acordando de que había oído comentarios poco halagüeños acerca de Dawn y sus gustos sexuales. Entonces, pensó que no era de extrañar que hubiera acabado mal, aunque le daba pena cualquiera que terminara con todas esas moscas paseándose por encima. Luego se acordó del donut de más que se había comido aquella mañana y lamentó haberlo hecho porque si terminaba vomitando, avergonzaría a su raza.

Después sintonicé el otro canal.

J.B. se estaba imaginando a Dawn siendo asesinada en plena sesión de sexo extremo a tan sólo unos metros de él. A pesar de que era espantoso, resultaba excitante, y Sookie todavía tenía un tipazo. Ojalá se la pudiera tirar ahora mismo. Era muy dulce y agradable. Estaba intentado deshacerse de la humillación que había sentido cuando Dawn le había pedido que la golpeara y él no había sido capaz. Y mira que hacía ya tiempo de aquello.

Cambié de canal.

Kevin dobló la esquina pensando que más valía que ni Kenya ni él borraran ninguna prueba y alegrándose de que nadie más supiera que él había dormido con Dawn

Green. Se sentía furioso de que una mujer conocida hubiese sido asesinada, y deseaba con todas sus fuerzas que no hubiese sido un negro, porque eso complicaría aún más su relación con Kenya.

Volví a cambiar.

Rene Lenier estaba deseando que alguien viniera a llevarse el cuerpo. Esperaba que nadie supiera que se había acostado con Dawn. Sus pensamientos no me llegaban con claridad. Sólo percibía una maraña de tristes y oscuras reflexiones. Hay personas en las que no puedo hacer una buena lectura, y él estaba muy agitado.

Sam se aproximó corriendo hacia mí y aflojó el ritmo cuando vio que J.B. me estaba agarrando. No pude leerle la mente. Podía sentir sus emociones —en ese momento, una mezcla de preocupación, pesadumbre y furia— pero no era capaz de descifrar un solo pensamiento. Me sentí tan sorprendida y fascinada que me aparté del abrazo de J.B., deseando acercarme a Sam, coger sus brazos y mirarle a los ojos para intentar penetrar en su cerebro. Me acordé de cuando me abrazó y yo me había retirado. Justo en ese momento me
sintió
en su cabeza y, aunque continuó avanzando hacia mí, su mente se apartó. Cuando me había invitado a entrar, no había previsto que yo me daría cuenta de que era diferente a los demás. Pude percibir eso antes de que me expulsara.

Nunca había sentido algo así. Era como una puerta de hierro cerrándose en mi cara.

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