Muerto en familia (33 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Muerto en familia
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—Serían todos unos idiotas si no lo supieran ya —susurré—. De verdad, me alegra mucho verte, Sam. —Me aparté porque un par de personas aguardaban para hablar con mi jefe y sabía que intentaba afianzar su presentación en la comunidad.

Durante el resto del día procuré no preocuparme por Eric ni por ninguna otra cosa. Había recibido un mensaje de texto invitándome a almorzar con Tara y J.B. y me alegré de poder disfrutar de su compañía. Tara había visitado al doctor Dinwiddie para que la examinara y decididamente había detectado otro latido en su interior. J.B. y ella estaban aturdidos, pero encantados. Tara había preparado unas tortas de pollo cremoso, un guiso de carne y una macedonia. Me lo pasé en grande en su humilde casa, y J.B. comprobó mis muñecas y dijo que ya estaban casi curadas del todo. Tara estaba muy emocionada con la fiesta de bienvenida al bebé, y la tía de J.B. planeaba celebrarla en Clarice, y me prometió invitarme. Escogimos una fecha para festejar en Bon Temps y prometió que se apuntaría por Internet.

Cuando llegué a casa, pensé que ya era hora de poner una lavadora, lavé la alfombrilla del baño y la tendí para que se secase. Mientras estaba en el exterior, me aseguré de tener la pistola de agua llena de zumo de limón metida en el bolsillo. No quería que me volvieran a sorprender. Sencillamente no sabía qué había hecho para merecer que un hada aparentemente hostil (a tenor de la reacción de Claude) merodeara por mi propiedad.

El móvil sonó mientras avanzaba melancólica hacia la casa.

—Hola, hermanita —dijo Jason. Estaba cocinando en la parrilla. Oía los chisporroteos—. Michele y yo estamos preparando algunas cosas para comer. ¿Te apetece venir? Hay mucha carne.

—Gracias, pero he comido en casa de Tara y J.B. Guárdame la invitación para otro día.

—Por supuesto. Recibí tu mensaje. Mañana a las ocho, ¿verdad?

—Sí. Lo mejor será que vayamos juntos a Shreveport.

—Claro. Te recogeré en casa a las siete.

—Nos veremos entonces.

—¡Te tengo que dejar!

A Jason no le gustaban las conversaciones telefónicas prolongadas. Había llegado a romper con chicas que disfrutaban hablando mientras se depilaban las piernas y se pintaban las uñas.

El hecho de que la perspectiva de quedar con un grupo de licántropos enfadados me pareciese un buen plan no decía gran cosa de mi vida. Pero al menos sería interesante.

Kennedy estaba en la barra cuando fui a trabajar al día siguiente. Me dijo que Sam tenía una última cita importante con su contable, que había conseguido una prórroga después de que Sam se retrasara tanto con el papeleo.

Kennedy estaba tan guapa como de costumbre. Rehusaba ponerse los shorts que la mayoría de nosotras llevábamos cuando empezaba a hacer calor. Había optado por unos pantalones sueltos, hechos a medida y un moderno cinturón junto con la camiseta del Merlotte’s. Su peinado y maquillaje estaban a la altura de un salón estético. Desvié automáticamente la mirada hacia el taburete que solía ocupar Danny Prideaux. Vacío.

—¿Dónde está Danny? —pregunté al pasar por la barra a buscar una cerveza para Catfish Hennessy. Era el jefe de Jason y, en cierto modo, esperaba verlo acompañándole, pero esta vez era el turno de Hoyt y otros dos compañeros de trabajo.

—Hoy le tocaba ir a su otro trabajo —dijo Kennedy, procurando no parecer demasiado informal—. Agradezco mucho que Sam se preocupe de protegerme mientras estoy trabajando, Sookie, pero de verdad creo que no habrá ningún problema.

Alguien abrió la puerta del bar de golpe.

—¡He venido a protestar! —chilló una mujer que podría pasar por la abuela de cualquiera de los presentes. Llevaba una pancarta y la elevó a la vista de todos. «
NO A LA COHABITACIÓN CON ANIMALES»
, ponía, y se notaba que había escrito «cohabitación» mirando un diccionario. Cada letra estaba dibujada con sumo cuidado.

—Llama primero a la policía —sugerí a Kennedy—, y luego a Sam. Dile que vuelva aquí y deje lo que esté haciendo inmediatamente. —Kennedy asintió y se volvió hacia el teléfono de la pared.

Nuestra manifestante iba vestida con una blusa azul y blanca y unos pantalones rojos que probablemente había comprado en Bealls o Stage. Tenía el pelo corto, se había hecho la permanente y lo llevaba teñido de castaño. El conjunto estaba rematado con unas gafas de montura de alambre y un modesto anillo de bodas abrazado a su mano artrítica. A pesar de ese aspecto absolutamente normal, sentía que sus pensamientos ardían con la fuerza de una fanática.

—Será mejor que salga, señora. Esto es una propiedad privada —le aconsejé sin la menor pista de si era la línea de actuación más adecuada. Era la primera vez que irrumpía una manifestante en el Merlotte’s.

—Pero es un negocio abierto al público. Cualquiera puede entrar —respondió, como si ella fuese la autoridad.

No lo era más que yo.

—No, no si Sam no quiere que así sea, y yo soy su representante. Le pido que se vaya.

—Tú no eres Sam Merlotte ni su mujer. Tú eres esa chica que sale con un vampiro —soltó, llena de veneno.

—Soy la mano derecha de Sam en este bar —mentí— y le estoy pidiendo que se vaya, o si no la sacaré yo.

—Si me pones un dedo encima, a ti te caerá el peso de la ley —advirtió con una sacudida de la cabeza.

La rabia se apoderó de mí. Odio profundamente las amenazas.

—Kennedy —llamé, y al segundo estaba a mi lado—, diría que entre las dos tenemos suficiente fuerza como para sacar a esta señora del bar. ¿Qué me dices?

—Me apunto. —Kennedy miraba a la mujer como si sólo aguardase un pistoletazo de salida.

—Y tú eres esa chica que le disparó a su novio —añadió la mujer, que empezaba a parecer asustada.

—Así es. Estaba muy enfadada con él, y en este momento estoy muy enfadada con usted —le advirtió Kennedy—. Saque su insignificante trasero de aquí y llévese su cartelito, ahora mismo.

El valor de la mujer se quebró y salió a buen paso del bar, recordando en el último momento erguir la espalda y levantar la cabeza, ya que era una soldado de Dios. Lo percibí directamente de su mente.

Catfish empezó a aplaudir a Kennedy y otros se le unieron, pero la mayoría de los clientes del bar permanecieron en un aturdido silencio. Entonces oímos una voz cantarina procedente del aparcamiento. Todos nos acercamos a las ventanas.

—Por todos los santos —resoplé. Había al menos una treintena de manifestantes ocupando el aparcamiento. La mayoría eran de mediana edad, pero divisé algunos adolescentes que deberían estar en la escuela. También reconocí a algunos veinteañeros. Todos me sonaban de una u otra manera. Todos acudían a una «carismática» iglesia de Clarice que no dejaba de ampliar sus instalaciones (si es que la construcción puede considerarse un indicador). La última vez que pasé por delante iba de camino a mi terapia con J.B., y estaban construyendo un nuevo edificio de actividades.

Ojalá hubiesen mantenido sus actividades en su propia casa, y no en nuestro bar. Justo cuando iba a hacer alguna estupidez (como salir al aparcamiento), aparecieron dos coches patrulla de la policía de Bon Temps con las luces giratorias encendidas. Kevin y Kenya emergieron de ellos. Kevin era flaco y pálido, mientras que Kenya era de formas redondeadas y negra. Eran buenos agentes de policía y se querían muchísimo… aunque de forma extraoficial.

Kevin se acercó al aullante grupo con aparente confianza. No pude oír lo que les decía, pero vi que todos se volvieron hacia él y se pusieron a responder a la vez. Levantó las manos para calmar a la gente mientras Kenya rodeaba al grupo para acercarse por detrás.

—¿Crees que deberíamos salir ahí? —preguntó Kennedy.

Me di cuenta de que Kennedy no era de las que se sientan y dejan que los acontecimientos tomen sus propios derroteros. No tenía ningún inconveniente con la provocación, pero ése no era el mejor momento para echar gasolina a la tensión que se acumulaba en el aparcamiento, y eso era precisamente lo que conseguiríamos con nuestra presencia.

—No, creo que lo mejor será que nos quedemos donde estamos —respondí—. No se puede apagar un incendio con gasolina. —Miré alrededor. Ninguno de los clientes estaba comiendo o bebiendo. Estaban todos pegados a las ventanas. Pensé en decirles que volviesen a sus sitios, pero de nada habría servido pedirles algo que claramente no estaban dispuestos a hacer con tanto drama desarrollándose fuera.

Antoine salió de la cocina y se puso a mi lado. Se quedó mirando la escena durante un largo instante.

—Yo no he tenido nada que ver con esto —explicó.

—En ningún momento lo he pensado —dije, sorprendida. Antoine se relajó, incluso mentalmente—. Esto es una locura más de esas iglesias —añadí—. Arremeten contra el Merlotte’s porque Sam es un cambiante. Pero la mujer que ha entrado también sabía muchas cosas de Kennedy y de mí. Espero que sea una casualidad. Odiaría tener que enfrentarme a manifestantes a diario.

—Sam acabará arruinándose si esto va a más —susurró Kennedy—. Quizá yo debería dejarlo. A Sam no le conviene nada que yo trabaje aquí.

—No te martirices, Kennedy —sugerí—. Yo tampoco les caigo bien. Todos los que no creen que estoy loca piensan que tengo algo sobrenatural. Para ellos todos deberíamos desaparecer, de Sam para abajo.

Me miró fijamente para asegurarse de que hablaba en serio. Hizo un rápido gesto afirmativo con la cabeza. Luego volvió a mirar por la ventana y dijo:

—Oh, oh. —Danny Prideaux había aparecido con su Chrysler LeBaron de 1991, una máquina que encontraba sólo ligeramente menos fascinante que a la propia Kennedy Keyes.

Danny aparcó justo al lado de la muchedumbre, salió y se dirigió con paso acelerado hacia el bar. Sabía que venía a ver si Kennedy estaba bien. O en su trabajo tenían una radio que captaba la señal de la policía o algún cliente le había contado la noticia. Los tambores de la selva resuenan con fuerza y rapidez en Bon Temps. Danny vestía una camiseta sin mangas gris, vaqueros y botas, y sus anchos hombros morenos brillaban por el sudor.

Mientras se acercaba a la puerta, dije:

—Creo que se me está haciendo la boca agua. —A lo que Kennedy se echó la mano a la boca para ahogar una risa.

—Sí, está estupendo —contestó, intentando sonar casual. Ambas nos reímos.

Pero entonces sobrevino el desastre. Uno de los manifestantes, furioso porque le estuviesen echando del Mertlotte’s, estrelló su pancarta sobre el capó del LeBaron. Al oír el sonido, Danny se dio la vuelta como un resorte. Se quedó quieto durante un segundo y luego avanzó a grandes zancadas hacia el pecador que había mancillado la pintura de su coche.

—Oh, no —exclamó Kennedy antes de salir disparada del bar—. ¡Danny! —gritó—. ¡Danny, para!

Danny titubeó, volviendo la cabeza apenas una fracción para ver quién le llamaba. Con un salto que habría sido el orgullo de un canguro, Kennedy se puso a su lado y lo rodeó con los brazos. Él respondió con un movimiento impaciente, como si quisiera sacudírsela de encima, y luego pareció entender que Kennedy, a quien se había pasado las horas admirando, lo estaba abrazando. Se quedó rígido, con los brazos caídos a los lados, al parecer temeroso de moverse.

No sabía qué le estaría diciendo, pero Danny bajó la mirada hacia ella, completamente centrada en su rostro. Una de las manifestantes consiguió abstraerse lo suficiente de la situación como para dejar escapar un gesto de ternura por la cara, pero pronto se le pasó el lapsus de humanidad y volvió a esgrimir su pancarta.

—¡Animales, no! ¡Personas, sí! ¡Queremos que el Congreso marque el camino! —gritó uno de los manifestantes más ancianos, un hombre con una impresionante mata de pelo blanco, justo cuando abría yo la puerta para salir.

—¡Kevin, llévatelos de aquí! —le grité a Kevin, cuya cara alargada y pálida estaba surcada de arrugas de preocupación. Estaba intentando conducir al grupo fuera del aparcamiento.

—Señor Barlowe —advirtió Kevin al hombre canoso—, están quebrantando la ley y podría encerrarles por esto. Es algo que no quiero hacer.

—Estamos dispuestos a ir presos por nuestras convicciones —contestó el otro—. ¿Es verdad o no?

Algunos de los miembros de la iglesia no parecían del todo convencidos.

—Puede que sí —terció Kenya—, pero tenemos a Jane Bodehouse en una de las celdas ahora mismo. Acaba de despertar de una de sus borracheras y vomita cada cinco minutos. Creedme, estar encerrados con Jane es lo último que desearíais.

La mujer que había irrumpido en el Merlotte’s se puso un poco verde.

—Esto es una propiedad privada —informó Kevin—. No pueden manifestarse aquí. Si no despejan este aparcamiento en tres minutos, quedarán todos detenidos.

Pasaron más de cinco minutos, pero el aparcamiento estaba libre de manifestantes cuando Sam se unió a nosotros para dar las gracias a Kevin y a Kenya. No había visto aparecer su camioneta, así que su presencia fue toda una sorpresa.

—¿Cuándo has vuelto? —le pregunté.

—Hace menos de diez minutos —respondió—. Sabía que si me presentaba en persona se agitarían más, así que aparqué en School Street y he venido por la calle de atrás.

—Muy listo —dije.

Los clientes de la hora del almuerzo empezaban a abandonar el local. A esas horas el incidente ya iba camino de convertirse en leyenda urbana. Sólo un par de clientes parecían molestos; para los demás la manifestación fue un entretenimiento extra. Catfish Hennessy dio una palmada a Sam en la espalda al pasar a su lado, y no fue el único que se esforzó por mostrarle su apoyo. Me preguntaba hasta cuándo duraría la actitud tolerante. Si los agitadores seguían con lo suyo, muchas personas podrían acabar decidiendo que ir al Merlotte’s ya no merecía la pena.

No había ninguna necesidad de que compartiese esos pensamientos en voz alta. Sam lo llevaba escrito en la cara.

—Eh —dije, colgándole un brazo de los hombros—. Acabarán por marcharse. ¿Sabes lo que deberías hacer? Ir a hablar con el pastor de esa iglesia. Son todos de la Inmaculada Palabra del Tabernáculo, de Clarice. Deberías proponerle hablar con sus feligreses en una misa. Demuéstrales que eres una persona como cualquier otra. Apuesto a que eso funcionaría.

Entonces me di cuenta de la rigidez de sus hombros. Sam estaba conteniendo su ira.

—No tengo por qué decirle nada a nadie —sentenció—. Soy ciudadano de este país. Mi padre sirvió en el ejército. Pago religiosamente mis impuestos. Y no soy una persona como cualquier otra. Soy un cambiante. Son ellos quienes deben hacerse a la idea y tragar con ella. —Se dio la vuelta bruscamente y regresó a la barra.

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