Muerte en la vicaría (9 page)

Read Muerte en la vicaría Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Muerte en la vicaría
2.18Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Miss Cram —observó mi esposa— ha venido bondadosamente para ofrecerse a ayudarnos con las muchachas exploradoras. El domingo pasado pedimos ayudantes en la iglesia, ¿recuerdas?

Sí, lo recordaba, y estaba convencido además, al igual que Griselda, de que jamás se le hubiera ocurrido a miss Cram la idea de ofrecernos su ayuda de no haber tenido lugar aquel horrible suceso en la vicaría.

—Estaba diciendo a mistress Clement —prosiguió miss Cram— que se me paralizó el corazón cuando oí la noticia. ¿Un asesinato?, me dije. ¿Y en un pueblo tan tranquilo como éste? Y después, cuando me enteré de que se trataba del coronel Protheroe, no podía creerlo. No parecía hombre para ser asesinado.

Ignoro cuáles son los requisitos necesarios para que le asesinen a uno. Nunca se me ha ocurrido pensar que los asesinados pertenezcan a determinado grupo social, pero ella, indudablemente, tenía alguna idea en su rubia cabecita.

—Y por ello, miss Cram vino a visitarnos, para enterarse de lo sucedido —dijo Griselda.

Temí que estas francas palabras de mi esposa pudieran ofender a aquella señorita, pero ella echó la cabeza hacia atrás y estalló en una fuerte carcajada, mostrando al mismo tiempo todos sus dientes.

—Es usted muy perspicaz, mistress Clement —dijo—. ¿No le parece natural que una quiera saber detalladamente lo sucedido en un caso así? Además, no duden que deseo sinceramente ayudarles con las muchachas exploradoras. Lo sucedido es realmente excitante. Estaba deseando que sucediera algo que rompiera la monotonía diaria. No crean ustedes que mi trabajo es pesado. Por el contrario, es un empleo muy bueno y bien retribuido, y el doctor Stone es todo un caballero. Pero una desea cierta diversión después de las horas de trabajo, y exceptuándola a usted, mistress Clement, en este pueblo no hay sino un montón de señoras chismosas con quienes hablar.

—Está Lettice Protheroe —observé.

Gladys Cram meneó la cabeza.

—Se halla demasiado por encima de mí. Cree que el condado le pertenece y no se rebajaría a tratarse con una muchacha que debe trabajar para ganarse la vida. Sin embargo, le he oído hablar de trabajar ella misma. Me gustaría saber quién se arriesgaría a darle un empleo. No duraría en él más de una semana a menos que se dedicara a modelo, donde no tendría que hacer otra cosa que lucir vestidos.

—Creo que sería una magnífica modelo —observó Griselda—. Tiene un cuerpo muy bonito. ¿Cuándo habló de buscar un empleo?

Miss Cram pareció momentáneamente sorprendida, pero se recobró con rapidez.

—No lo recuerdo con exactitud —repuso—, pero ciertamente lo dijo. Creo que no debe ser muy feliz en su casa. Yo no aguantaría una madrastra ni cinco minutos.

—Pero usted es una muchacha animosa e independiente —dijo Griselda.

La miré sospechosamente. Miss Cram se sintió halagada.

—Así soy yo; por las buenas, capaz de cualquier cosa, pero a la fuerza… Le dije claramente al doctor Stone que quería tener mis horas libres regularmente. Esos científicos creen que una no es sino una máquina y la mitad del tiempo ni siquiera se fijan en nosotras.

—¿Encuentra usted agradable trabajar con el doctor Stone? Debe de ser un empleo fascinante, si siente algún interés por la arqueología.

—Conozco muy poco de ella, naturalmente —admitió la muchacha—. Aunque me parece algo abusivo extraer los cadáveres de gente que ha estado muerta y enterrada durante cientos de años. El doctor Stone está tan interesado en ello, que la mitad de los días se los pasaría sin comer si yo no me preocupara de que lo hiciera.

—¿Está en la tumba esta mañana? —preguntó Griselda.

Miss Cram meneó la cabeza.

—No se encuentra muy bien —explicó—. No trabaja hoy. Esto significa día libre para la pequeña Gladys.

—Lo siento —dije.

—¡No! No es nada importante. No habrá una segunda muerte. Pero…, dígame, míster Clement…, creo que ha estado usted con la policía toda la mañana. ¿Qué piensan ellos?

—Todavía existen algunas dudas —repuse lentamente.

—¡Ah! —exclamó miss Cram—. Entonces no creen que el asesino sea míster Lawrence Redding. Es tan guapo, ¿verdad? Parece un galán de cine. Sonríe muy amablemente cuando da los buenos días. Me resistía a creerle culpable cuando me dijeron que la policía le había detenido. Pero como la policía rural tiene fama de ser muy estúpida…

—En este caso no cabe echarle la culpa a ella —observé—. Míster Redding se acusó a sí mismo.

—¿Cómo? —la muchacha estaba verdaderamente asombrada—. ¡Pobre muchacho! Si yo cometiera un asesinato, puede usted estar seguro de que no me entregaría por las buenas. Creía que Lawrence Redding era más inteligente. ¡Entregarse sin más ni más! ¿Por qué mató a Protheroe? ¿Lo ha confesado? ¿Fue simplemente una pela?

—No es absolutamente seguro que le matara él —dije.

—Pero si él mismo lo confiesa… Él debe saberlo, míster Clement.

—Claro que lo sabe —asentí—, pero la policía no parece muy dispuesta a creer en sus palabras.

—Pero, ¿por qué ha de acusarse del asesinato si no lo ha cometido?

No tenía la menor intención de ilustrar a miss Cram a este respecto.

—Creo que en todos los crímenes importantes la policía acostumbra a recibir muchas cartas de gentes que se acusan a sí mismos del hecho —repuse, evasivamente.

—¡Deben de estar locos! —observó miss Cram, entre asombrada y burlona—. Yo nunca haría tal cosa —añadió.

—Estoy seguro de que no lo haría —afirmé.

—Bien —suspiró—. Supongo que debo irme —se levantó, y prosiguió—. La noticia de que míster Redding se acusa del crimen asombrará al doctor Stone.

—¿Está interesado en el caso? —preguntó Griselda.

Miss Cram frunció el ceño perpleja.

—Es un individuo muy raro. Nunca puede una saber cómo va a reaccionar. Está sumergido en el pasado.

Se despidió reiteradamente y partió.

—No parece mala muchacha —comentó Griselda cuando la puerta se hubo cerrado—. Es terriblemente vulgar, pero al mismo tiempo tiene un buen carácter y es alegre. Me pregunto qué fue lo que realmente la trajo aquí.

—La curiosidad.

—Sí, supongo que sí. Cuéntame lo sucedido, Len. Estoy muriéndome de ganas de saberlo.

Me senté y relaté fielmente todos los sucesos de la mañana. Griselda interrumpía de cuando en cuando mis palabras con pequeñas exclamaciones de sorpresa e interés.

—¡Conque se trataba de Anne! —exclamó—. Yo creía que estaba enamorado de Lettice. ¡Cuán ciegos hemos sido todos! Eso debió ser lo que miss Marple insinuó ayer. ¿No te parece?

—Sí —respondí, evitando mirarla.

Mary entró.

—Hay un par de señores. Dicen que son periodistas. ¿Quiere verlos?

—No —repuse—. Ciertamente, no. Dígales que vayan a ver al inspector Slack, en la comisaría.

Mary asintió.

—Cuando se haya librado de ellos —añadí—, vuelva. Quiero preguntarle algo.

Tardó unos minutos en regresar.

—Me costó conseguir que se marchasen —dijo—. Insistían en hablar con usted. Jamás he visto gente tan terca.

—Supongo que volverán a insistir —repuse—. Vamos a ver, Mary. ¿Está usted segura de no haber oído el disparo ayer por la tarde?

—¿El disparo? No, claro que no. Si lo hubiera oído, habría ido a ver qué sucedía.

—Sí, pero… —recordaba la declaración de miss Marple acerca de un disparo «en el bosque». Cambié la forma de la pregunta—. ¿Oyó algún otro tiro, en el bosque, por ejemplo?

—¡Oh, eso…! —hizo una pausa—. Sí, me parece que sí. No varios, sino uno sólo. Sonó bastante raro.

—Exactamente —dije—. ¿A qué hora?

—¿La hora?

—Sí, la hora.

—No lo sé. Después del té, pero no sé exactamente cuándo.

—¿No puede dar una contestación más concreta?

—No. Tengo trabajo y no puedo pasarme el día mirando relojes, lo que tampoco serviría de nada, porque el despertador atrasa tres cuartos de hora al día. Con tanto ponerlo a la hora, no sé qué hora es.

Quizá sea ésta la razón de que nuestras comidas no se sirvan nunca a tiempo. Algunas veces se atrasan y otras están listas inesperadamente. Nunca lo sabremos.

—¿Fue mucho antes de que viniera míster Redding?

—No mucho. Quizá diez minutos o un cuarto de hora, pero no más.

Asentí con la cabeza, satisfecho.

—¿Es eso todo? —preguntó Mary—. Porque tengo la carne en el horno y el budín debe estar hirviendo.

—Puede usted retirarse, Mary.

Salió de la habitación y me volví a Griselda.

—¿Será muy difícil enseñar a Mary a decir «señor» y «señora»?

—Se lo he dicho muchas veces. Parece olvidarlo. Recuerda que es una muchacha rústica.

—Sí, es cierto; pero el rusticismo puede corregirse. Además, creo que debiera aprender a cocinar mejor.

—No estoy de acuerdo contigo —repuso Griselda—. Sabes muy bien que no podemos pagar una buena cocinera. Si la enseñamos se irá a otra parte, donde le pagarán mejor salario; pero mientras no sepa guisar y sus modales sean tan bruscos, podemos estar seguros de que nadie intentará quitárnosla.

Observé que el sistema que mi esposa empleaba para dirigir la casa no carecía de fundamento, como pensara antes. Su razonamiento no carecía de lógica. Sin embargo, era rebatible el asunto de tener una cocinera que no supiera guisar y que soltara los platos rudamente delante de uno, con la misma sequedad con que hacía las observaciones que le placían.

—Además —prosiguió Griselda—, debes perdonarle sus modales más rudos que de costumbre. No puedes esperar que sienta la muerte del coronel Protheroe, después que él encarceló a su novio.

—¿Encarceló a su novio?

—Sí, por cazador furtivo. Mary ha estado saliendo con Archer durante estos dos últimos años.

—Lo ignoraba.

—Tú nunca sabes nada, Len querido.

—Es raro —añadí— que todo el mundo diga que el disparo sonó en el bosque.

—No me parece nada extraño —repuso Griselda—. Está uno tan acostumbrado a oír tiros en el bosque, que cuando se oye alguno, siempre se supone que ha sido disparado allí. Quizá sea más ruidoso que de costumbre. Naturalmente, si uno se encontrara en la habitación vecina, sabría el lugar exacto en que fue hecho, pero no creo que sea posible darse cuenta de ello desde la cocina, cuya ventana está al otro lado de la casa.

La puerta se abrió nuevamente.

—El coronel Melchett ha vuelto —dijo Mary—. Viene con ese inspector de policía y dicen que haga usted el favor de reunirse con ellos en el gabinete.

C
APÍTULO
XI

C
OMPRENDÍ inmediatamente que el coronel Melchett y el inspector Slack no estaban de acuerdo. Melchett estaba sonrojado y parecía molesto, y el inspector tenía aspecto sombrío.

—Siento decir que el inspector Slack no está de acuerdo en que el joven Redding es inocente —dijo Melchett.

—¿Por qué ha de confesarse culpable si no lo es? —preguntó Slack escépticamente.

—Recuerde, Slack que también mistress Protheroe se ha acusado a sí misma del asesinado.

—Es distinto. Es mujer y las mujeres son capaces de portarse de la más extraña manera. No digo que ella lo haya hecho. Se enteró de que él era acusado del crimen e inventó una historia. Estoy muy acostumbrado a estas cosas. Se asombrarían si supiesen la de cosas absurdas de que es capaz una mujer. Pero Redding es distinto. Tiene la cabeza bien sentada y si afirma que lo hizo, yo no tengo la menor duda de que dice la verdad. El asesinato fue cometido con su pistola. Es imposible negar este hecho. Gracias a la actitud de mistress Protheroe hemos llegado a conocer el motivo del crimen. Éste era antes nuestro punto débil, pero ahora que lo sabemos, las cosas están claras como la luz del día.

—¿Cree usted que pudo haberle asesinado antes? ¿Acaso a las seis y media, por ejemplo?

—No pudo haberlo hecho.

—¿Ha comprobado usted sus movimientos?

El inspector asintió.

—Estaba en el pueblo, cerca del Blue Boar, a las seis y media. De allí vino en esta dirección por el sendero, donde dice usted que la vecina de la casa de al lado le vio y acudió a la cita con mistress Protheroe en el estudio. Salieron juntos poco después de las seis y media, y tomaron el camino del pueblo, uniéndoseles el doctor Stone. Este último corrobora este punto. He hablado con él. Permanecieron unos minutos hablando junto al edificio de Correos, y entonces mistress Protheroe fue a casa de miss Hartnell para pedirle prestada una revista de jardinería. También he comprobado esto hablando con miss Hartnell. Mistress Protheroe permaneció en su casa con ella hasta las siete, hora en que comentó lo tarde que era y dijo que debía volver a su casa.

—¿Cuál era su actitud?

—Normal y agradable según dice miss Hartnell. Parecía de buen humor. Miss Hartnell está segura de que nada le preocupaba.

—Bien, prosiga.

—Redding fue al Blue Boar con el doctor Stone, y tomaron una copa juntos. Salió de allí a las siete menos veinte y caminó rápidamente por la calle del pueblo y la carretera que conduce a la vicaría. Mucha gente le vio.

—¿No tomó por el sendero esta vez?

—No. Fue a la puerta delantera, preguntó por el vicario, se enteró de que el coronel Protheroe estaba allí, entró y le mató, tal como dice que lo hizo. Ésta es la verdad y no debemos seguir hurgando en este asunto.

Melchett meneó la cabeza.

—No olvide usted las manifestaciones del médico. Protheroe fue asesinado antes de las seis y media.

—¡Oh, los médicos! —el inspector Slack hablaba despectivamente—. Cualquiera cree en ellos. Le operan a uno de las amígdalas y luego dicen que lo sienten, pero que se trataba de una apendicitis. ¡Médicos!

—No es cuestión de diagnósticos. El doctor Haydock está completamente seguro de lo que dice. No se puede ir contra la evidencia médica, Slack.

—A la que voy a añadir por si merece ser tenido en cuenta —dije entonces, recordando un accidente olvidado—. Toqué el cadáver y estaba frío. Puedo jurarlo.

—¿Ve usted, Slack? —dijo Melchett.

El inspector cedió de buen grado.

—Siendo así… Lástima. Era un buen crimen y, por decirlo así, míster Redding estaba deseando que le colgaran por él.

—Esto, en sí mismo, no me parece natural —observó el coronel Melchett.

—Ya sabe usted que no todos tenemos los mismos gustos —dijo el inspector—. Muchos hombres han quedado algo trastornados después de la guerra. Bueno, tendremos que volver a empezar —se volvió hacia mí—. No alcanzo a comprender por qué me dejó usted ignorante acerca del reloj, señor. Estaba usted impidiendo el buen desenvolvimiento de las investigaciones.

Other books

Death Message by Mark Billingham
Temporary Bride by Phyllis Halldorson
Crowned and Moldering by Kate Carlisle
Send Me A Lover by Carol Mason
Tiger Time by Dobson, Marissa
Daring Time by Beth Kery
Eggs Benedict Arnold by Laura Childs