Me senté a su lado y le dije aquello que mi deber me obligaba a decir, tratando de hacerlo con la necesaria convicción, consciente, mientras hablaba, de que aquella misma mañana yo había expresado mi opinión de que el mundo sería mejor si el coronel Protheroe afortunadamente no se encontrara en él.
Le supliqué que no obrara impulsivamente. Abandonar su hogar y su esposo era un paso de suprema gravedad.
No creo que la convenciera. He vivido lo suficiente para saber que es virtualmente imposible obligar a razonar a una persona enamorada, pero creo que mis palabras le proporcionaron cierto consuelo.
Cuando se levantó para marcharse, me dio las gracias y me prometió pensar en lo que había dicho.
Sin embargo, cuando se marchó me sentí muy inquieto. Me reproché no haber sabido conocer mejor a Anne Protheroe. Me quedaba de ella la impresión de una mujer muy desesperada, incapaz de contenerse, una vez sus sentimientos habían sido excitados. Y estaba desesperada, salvaje y locamente enamorada de Lawrence Redding, un hombre mucho más joven que ella.
No me gusto aquel asunto.
H
ABÍA olvidado completamente que Lawrence Redding estaba invitado a cenar con nosotros. Me quedé muy sorprendido cuando Griselda entró en el gabinete, avisándome que sólo faltaban dos minutos para sentarnos a la mesa.
—Espero que todo esté bien —dijo Griselda mientras yo subía la escalera—. He meditado sobre lo que me dijiste durante la comida y he pensado en algunas cosas muy agradables para la cena.
Puedo decir de paso que nuestra cena sobrepasó ampliamente la afirmación de Griselda de que las cosas iban mucho peor cuando se ocupaba de ellas. La minuta era de concepción ambiciosa y Mary pareció haberse propuesto dejar algunos platos crudos y otros excesivamente cocidos. Ni siquiera pudimos gozar de unas ostras encargadas por Griselda, pues en toda la casa no se encontró nada con que abrirlas, descuido del que no nos dimos cuenta hasta el momento de comerlas.
Llegué a dudar de si Lawrence Redding comparecería. No le sería difícil encontrar una excusa para justificar su ausencia.
Llegó, sin embargo, puntualmente, y los cuatro nos dirigimos al comedor.
Lawrence Redding posee una personalidad innegablemente atractiva. Debe de tener unos treinta años de edad. Su cabello es oscuro, pero sus ojos son de un azul que asombra por su brillo. Es de la clase de hombres que todo lo hacen bien. Conoce muchos juegos, tira magníficamente, es un buen actor aficionado y sabe contar con agrado una historia. Creo que por sus venas corre sangre irlandesa. En mi opinión es un pintor inteligente, aunque mis conocimientos artísticos son limitados.
Era natural que esa noche en particular apareciera algo
distrait
, pero se comportó admirablemente, y no creo que Griselda o Dennis notaran algo raro en él. Posiblemente ni yo mismo lo hubiera observado, de no haber conocido el caso con anterioridad.
Griselda y Dennis estaban muy alegres y contaron diversas anécdotas acerca del doctor Stone y de miss Cram, que constituían el escándalo local. Súbitamente me di cuenta, apenado, de que la edad de Dennis está mas cercana a la de Griselda que la mía. Se dirige a nosotros en distinta forma; yo soy el tío Len, pero ella es simplemente Griselda. Ese pensamiento me entristeció algo.
Griselda y Dennis fueron demasiado lejos con sus historias, pero no tuve ánimos para intervenir y para poner orden. Siempre me ha parecido desagradable que la simple presencia de un clérigo pueda hacer comportarse a las personas de una forma no natural en ellas.
Lawrence tomó parte animadamente en la conversación. Sin embargo, me di cuenta de que sus ojos se dirigían a mí en varias ocasiones y no me sentí sorprendido cuando, después de cenar, se las compuso para llevarme a mi gabinete.
Sus maneras cambiaron tan pronto estuvimos a solas. Su rostro se ensombreció. Parecía casi anonadado.
—Sorprendió usted nuestro secreto, señor —dijo—. ¿Qué piensa hacer?
Pude hablar con mayor claridad a Redding que a mistress Protheroe, y lo hice. Encajó muy bien mis palabras.
—Desde luego —dijo, cuando hube terminado—, es natural que diga usted tales cosas. Usted es sacerdote. Mis palabras no encierran sentido ofensivo alguno. En realidad, creo que probablemente tiene usted razón. Pero lo que existe entre Anne y yo es distinto a todo lo demás.
Repuse que la gente venía afirmando tal cosa desde el amanecer de los tiempos, y una sonrisa apareció en sus labios.
—¿Quiere usted decir que todos creen que su caso es único? Quizá sea así, pero hay algo distinto que debe usted creer.
Me aseguró que hasta aquel momento «nada malo había sucedido». Afirmó que Anne era la mujer más fiel y leal que jamás conociera. Sin embargo, ignoraba lo que podría suceder.
—Si se tratara de una novela —añadió tristemente— el viejo moriría y todos nos sentiríamos felices.
Le reproché sus palabras.
—No quiero decir que le clavaría un cuchillo en la espalda, aunque estoy dispuesto a agradecérselo fervientemente a quien lo hiciese. Nadie en el mundo puede sinceramente hablar bien de él. Me extraña que la primera mistress Protheroe no le matase. La conocí hace algunos años y me pareció una de esas mujeres peligrosas que jamás pierden la calma. Él anda siempre metiendo las narices donde no le importa, buscando continuos embrollos, peor que el diablo, y con un terrible carácter. No puede usted imaginarse cuánto debe soportar Anne. Si yo tuviera dinero me la llevaría inmediatamente.
Entonces le hablé con vehemencia. Le supliqué que se alejara de St. Mary Mead. Permaneciendo en el pueblo sólo contribuiría a hacer a mistress Protheroe más desgraciada aún. La gente hablaría y las murmuraciones llegarían a oídos del coronel Protheroe. La única persona que habría de sufrir por ello sería mistress Protheroe.
Lawrence protestó.
—Usted es el único que está enterado de ello.
—Mi querido amigo, usted no conoce el instinto detectivesco de la gente del pueblo. En St. Mary Mead todo el mundo está en el secreto de los más íntimos asuntos de su prójimo. No existe en Inglaterra detective alguno tan sagaz como una solterona de edad indefinida, sin nada que hacer durante todo el día.
Admitió que esto era verdad, pero que todos creían que estaba enamorado de Lettice.
—¿No se le ha ocurrido que la propia Lettice puede también pensarlo?
Pareció bastante sorprendido ante esta idea. Afirmó que Lettice no se preocupaba en absoluto de él, y que no estaba enamorado de Lettice.
—Es una muchacha extraña —dijo—. Parece estar siempre ensimismada, pero creo que realmente es una muchacha muy práctica. Creo que su vaguedad no es sino algo fingido. Lettice sabe muy bien lo que hace. Hay en ella algo extrañamente vengativo. Es curioso que odie a Anne. Sencillamente, la aborrece, a pesar de que Anne ha sido un perfecto ángel para ella.
Naturalmente, no acepté implícitamente sus palabras. Para un hombre enamorado, la mujer de sus sueños es siempre un ángel. Sin embargo, en cuanto yo había podido observar, Anne siempre se había portado bondadosa y cariñosamente con su hijastra. Aquella misma tarde, el tono amargo de las palabras de Lettice me había sorprendido.
Tuvimos que cambiar de tema, pues en aquel momento Griselda y Dennis entraron en el gabinete, diciendo que no era justo que mantuviera recluido a Lawrence como si fuera un viejo.
—¡Cómo me gustaría que sucediera algo! —exclamó Griselda, dejándose caer en el sofá—. Un asesinato, un robo por lo menos.
—No creo que haya por aquí mucho que robar —dijo Lawrence, intentando adoptar un tono ligero como el de Griselda—, a menos que hurtemos la dentadura postiza de miss Hartnell.
—Hace un ruido verdaderamente desagradable —admitió Griselda—. Está usted equivocado al decir que no hay nada que valga la pena robar. En Old Hall hay una maravillosa colección de plata antigua. Creo que vale muchos miles de libras esterlinas.
—El viejo probablemente dispararía con su antiguo revólver de reglamento contra quien intentara llevársela —intervino Dennis—. Es, a buen seguro, lo que más le divertiría.
—Primero entraríamos armados y le pondríamos manos arriba —dijo Griselda—. ¿Quién tiene una pistola?
—Yo tengo una Mauser —repuso Lawrence.
—¡Qué excitante! —exclamó Griselda—. ¿De dónde la ha sacado?
—Es un recuerdo de guerra —contestó Lawrence.
—El viejo Protheroe estuvo mostrando la plata a Stone hoy —afirmó Dennis—. El viejo Stone hacía como si realmente se sintiera muy interesado.
—Creí que se habían disgustado por lo de la tumba —murmuró Griselda.
—Ya han hecho las paces —afirmó Dennis—. No comprendo por qué la gente ha de enfadarse por una tumba.
—Ese Stone me intriga —observó Lawrence—. Creo que debe de ser muy olvidadizo. En algunos momentos, cualquiera juraría que no sabe nada de su profesión.
—Eso es el amor —dijo Dennis—, «Gladys Cram, dulzura, es usted una ricura. Sus dientes blancos me encantan. Vuele hacia mí y hágame feliz. Y en la posada, en una noche tranquila…»
—¡Ya está bien, Dennis! —le interrumpí.
—Debo irme ya —dijo Lawrence Redding—. Muchas gracias por la muy agradable velada, mistress Clement.
Griselda y Dennis le acompañaron hasta la puerta. Dennis regresó solo al gabinete. Algo sucedió que le había contrariado. Paseaba por la habitación, con el ceño fruncido, dando puntapiés a los muebles.
Nuestro mobiliario está en bastante mal estado y es difícil causarle daño adicional, pero me sentí inclinado a protestar.
—Lo siento —dijo Dennis.
Permaneció en silencio durante un momento.
—¡La murmuración es muy desagradable! —exclamó con lentitud.
Me sentí sorprendido. Dennis no acostumbraba tomar tal actitud.
—¿Qué sucede? —pregunté.
—No sé si debiera decírselo.
Mi asombro aumentaba por momento.
—Es muy desagradable —repitió— ir por ahí diciendo cosas. Pero ni siquiera las dicen, sino que las insinúan. No, maldita sea, ¡oh, perdón!, no se lo diré. Es demasiado desagradable.
Le miré fijamente, pero no insistí. No es propio de Dennis tomar las cosas a pecho.
Griselda entró entonces.
—Miss Wetherby acaba de llamar por teléfono —dijo—. Mistress Lestrange salió a las ocho y cuarto y aún no ha vuelto a su casa. Nadie sabe adónde fue.
—¿Por qué debieran saberlo?
—No ha ido a casa del doctor Haydock. Miss Wetherby lo sabe, pues telefoneó a miss Hartnell, cuya casa está junto a la del doctor y que ciertamente la hubiera visto.
—Constituye para mí un misterio indescifrable saber cuándo come la gente en este pueblo —dije—. Deben de tomar sus comidas de pie junto a la ventana, para no dejar ni por un solo momento de observar lo que sucede en la calle.
—Y eso no es todo —prosiguió Griselda, divertida—. Han hecho averiguaciones acerca del Blue Boar. El doctor Stone y miss Cram ocupan habitaciones vecinas, pero —agitó la mano con el dedo índice extendido—,
¡no hay puerta de comunicación entre ambas!
—Eso debe de haber constituido una sorpresa muy desagradable para algunas personas.
Griselda estalló en una carcajada.
* * *
El jueves empezó mal. Dos de las señoras de mi parroquia decidieron pelearse por los adornos de la iglesia. Me llamaron para poner paz entre ellas. Se trataba de dos señoras de mediana edad, cada una de las cuales temblaba de ira. De no haber sido algo tan doloroso, hubiera constituido un interesante fenómeno físico.
Después tuve que regañar a dos de nuestros monaguillos por su persistencia en chupar caramelos durante los servicios religiosos, y tuve la impresión de que no me ocupaba de mi cometido en la forma debida.
Más tarde, nuestro organista, que es muy sensible, se sintió ofendido por algo y hubo que calmarle.
Cuatro de mis pobres feligreses se rebelaron abiertamente contra miss Hartnell que, ciega de ira, vino a contármelo.
Me dirigía a casa cuando encontré al coronel Protheroe. Estaba de magnífico humor, pues en su calidad de juez acababa de condenar a penas de cárcel a tres cazadores furtivos.
—¡Hay que ser estricto! —exclamó casi a gritos. Es ligeramente sordo y levanta la voz como suele hacerlo la gente que sufre tal defecto—. Firmeza es lo que se necesita hoy. Me dicen que ese pillo de Archer, que salió en libertad ayer, jura que se vengará de mí. Los hombres amenazados viven mucho tiempo, dice el refrán. La próxima vez que le sorprenda cazando mis faisanes le enseñaré cuánto me preocupa su venganza. ¡Se procede hoy con demasiada ligereza! Creo que la gente debe arrostrar las consecuencias de sus actos. Siempre me pide que tenga lástima de las esposas e hijos de los acusados. ¡Es una tontería! ¿Por qué debe un hombre escapar a las consecuencias de lo que ha hecho, simplemente por estar casado y tener hijos? Quien infringe la ley, sea médico, abogado, clérigo, cazador furtivo o un borracho haragán, debe ser castigado por ello. Estoy seguro de que usted es de mi misma opinión, ¿no es verdad?
—Olvida usted que existe algo más sublime —repuse—. La piedad.
—Yo soy un hombre justo —replicó—. Nadie puede negarlo.
No contesté.
—¿Por qué no responde usted? Me gustaría saber lo que piensa —dijo.
Vacilé un instante, pero finalmente decidí hablar.
—Estaba pensando que cuando mi hora llegue sentiría no poder alegar en mi favor sino que he procedido siempre con justicia, porque entonces sería medido con la misma vara.
—¡Bah! Necesitamos un poco más de cristiandad militante. Creo haber siempre cumplido con mi deber. Bien, no hablemos más de ello. Esta tarde pasaré por la vicaría. Iré a las seis y cuarto en lugar de las seis, si no le importa. Debo ver a alguien en el pueblo.
—A esa hora me conviene perfectamente.
Agitó el bastón y siguió su camino. Al dar la vuelta, vi a Hawes. Me pareció que tenía aspecto enfermizo aquella mañana. Tenía la intención de regañarle suavemente por varias pequeñas cosas, pero al ver su cara creí que aquel hombre estaba verdaderamente enfermo.
Se lo dije, pero él lo negó, aunque no con mucha vehemencia. Finalmente admitió que no se encontraba muy bien y pareció aceptar mi consejo de que se metiera en la cama.
Comí rápidamente y salí para hacer algunas visitas. Griselda había ido a Londres.