—He ido a que me cortaran el pelo —respondió el tenor.
—¿Podría darme el nombre de su peluquero? —preguntó Brunetti cortésmente.
El tenor dio el nombre de una barbería situada a pocas calles del teatro. Brunetti miró a Follin, que tomó nota. Al día siguiente lo comprobaría.
—¿Y ha visto al maestro cuando ha llegado al teatro?
—No; no he visto a nadie.
Antes de que Brunetti pudiera expresar su extrañeza, Echeveste explicó:
—Es que no he entrado por la puerta de los actores, ¿sabe? He entrado por el foso de la orquesta.
—No sabía que se pudiera entrar por ahí —dijo Brunetti, recibiendo con interés la noticia de este acceso a los bastidores.
—Habitualmente, no se puede —dijo Echeveste mirándose las manos—. Pero un acomodador amigo me ha dejado entrar, para que no tuviera que pasar por la entrada de actores.
—¿Podría explicarme por qué,
signor
Echeveste?
El tenor levantó una mano en ademán despectivo y la dejó flotar lánguidamente ante ellos, como esperando que borrara la pregunta o que la contestara. No hizo ni lo uno ni lo otro. Entonces puso la mano encima de la otra y dijo, simplemente:
—Porque tenía miedo.
—¿Miedo?
—Del maestro. Ya había llegado tarde a dos ensayos, y él se puso furioso y me gritó. Podía ser muy desagradable cuando se enfadaba. No tenía ganas de aguantar otro rapapolvo. —Brunetti sospechaba que únicamente el respeto hacia los muertos había impedido que su interlocutor utilizara una palabra más fuerte que «desagradable».
—¿Así que entró por ahí para no verlo?
—Sí.
—¿Lo ha visto o ha hablado con él en algún momento? Aparte de mientras dirigía.
—No.
Brunetti se puso en pie y esbozó otra vez su teatral sonrisa.
—Muchas gracias por su tiempo,
signor
Echeveste.
—Ha sido un placer —respondió el tenor levantándose a su vez. Miró a Follin, luego a Brunetti y preguntó-: ¿Ya puedo marcharme?
—Por supuesto. Sólo dígame dónde se hospeda.
—En el Gritti —respondió él, con la misma extrañeza que Dardi. Era suficiente para hacerte dudar de que hubiera otro hotel en la ciudad.
Al salir del camerino, Brunetti encontró a Miotti esperándole. El joven le explicó que Franco Santore, el director, se había negado a esperar y había dicho que quien deseara hablar con él lo encontraría en el Hotel Fenice, contiguo al teatro. Brunetti asintió, recibiendo con alivio la prueba de que había otros hoteles en la ciudad.
—Esto nos deja únicamente a la soprano —dijo Brunetti, avanzando por el pasillo. En la puerta estaba clavada la cartulina de rigor. «Flavia Petrelli —
Violetta Valéry
.» Debajo había una línea de signos que parecían caracteres chinos, trazados con fina plumilla negra.
El comisario llamó a la puerta y, con un movimiento de cabeza, indicó a sus dos subordinados que esperasen fuera.
—
Avanti!
—oyó, y abrió la puerta.
En la habitación esperaban dos mujeres, y Brunetti descubrió con sorpresa que no sabía cuál de ellas era la soprano. Al igual que todos los italianos, había oído hablar de «la Petrelli», pero la había visto actuar una sola vez, hacía años, y recordaba sólo vagamente las fotos que habían publicado los periódicos.
La más morena de las dos mujeres estaba de espaldas al tocador y la otra ocupaba una silla arrimada a la pared del fondo. Ninguna de las dos habló al entrar él, y Brunetti aprovechó el silencio para examinarlas.
Calculó que la que estaba de pie tendría unos treinta años. Vestía jersey púrpura y una falda negra que le rozaba las botas. Unas botas negras, de tacón bajo y piel de guante. Brunetti recordaba vagamente haber oído comentar a su mujer, cuando pasaban por delante del escaparate de Fratelli Rossetti, que era un escándalo que alguien pudiera gastarse medio millón de liras en unas botas. Las botas eran éstas, Brunetti estaba seguro. La mujer tenía una cabellera negra que le llegaba hasta los hombros, de un rizado natural, y que quedaría perfecta aunque se la cortara con una sierra. Sus ojos tenían un color verde aceituna que desentonaba del pelo, un verde que le hizo pensar en cuentas de vidrio y, al recordar las botas, en esmeraldas.
La mujer de la silla parecía tener varios años más y llevaba el pelo, en el que brillaban motas grises, muy corto, como aquellos emperadores romanos de los siglos de la decadencia. La severidad del corte acentuaba la pureza de sus rasgos.
El comisario dio unos pasos hacia la mujer que estaba sentada e hizo un movimiento que podía interpretarse como una reverencia.
—¿
Signora
Petrelli? —Ella asintió pero no dijo nada—. Muy honrado en conocerla aunque lamento que tenga que ser en tan desgraciadas circunstancias. —Por ser aquella mujer una de las cantantes de ópera más importantes del momento, no pudo resistir la tentación de hablarle en el ampuloso lenguaje de la ópera, como si estuviera interpretando un papel.
Ella volvió a mover la cabeza, sin hacer nada por aliviarle del peso de la conversación.
—Me gustaría hablar con usted de la muerte del maestro Wellauer. —Miró a la otra mujer y agregó-: Y también con usted… —dejó la frase en suspenso, invitando a que alguna de ellas facilitara el nombre.
—Brett Lynch —dijo la cantante—, mi secretaria y amiga.
—¿Es un nombre norteamericano? —preguntó el comisario a la aludida.
—En efecto —se adelantó a responder la
signora
Petrelli.
—Entonces ¿no sería preferible que habláramos en inglés? —preguntó él, no poco ufano de la facilidad con que podía pasar de uno a otro idioma.
—Sería preferible que habláramos en italiano —dijo la norteamericana, hablando por primera vez y utilizando un italiano sin asomo de acento. El comisario no pudo disimular la sorpresa, que fue observada por las dos mujeres—. A no ser que desee hablar en
veneziano
—agregó ella sin el menor esfuerzo en el dialecto local, pronunciándolo a la perfección—. Pero quizá Flavia tuviera dificultades para seguir lo que decimos. —El comisario se dijo entonces que tardaría mucho tiempo en volver a presumir de políglota.
—En italiano entonces —dijo volviéndose hacia la
signora
Petrelli—. ¿Tiene inconveniente en responder a unas cuantas preguntas?
—Por supuesto que no —respondió ella—. ¿Quiere tomar asiento,
signor
…?
—Brunetti. Comisario de policía.
El título no pareció impresionarla lo más mínimo.
—¿Quiere sentarse,
dottor
Brunetti?
—No, muchas gracias. —Sacó una libreta del bolsillo, tomó el bolígrafo inserto entre sus páginas y se dispuso a hacer como si tomara notas, cosa que rara vez hacía, ya que prefería que, durante el primer interrogatorio, su mirada y su mente vagaran con libertad.
La
signora
Petrelli esperó a que quitara el capuchón del bolígrafo para preguntar:
—¿Qué desea saber?
—Esta noche, ¿ha visto al maestro o hablado con él? —Y, antes de que ella pudiera responder, puntualizó-: Aparte de cuando estaba actuando, naturalmente.
—Lo justo para decirle «
Buona sera
» cuando llegué y desearnos mutuamente «
In boca al lupo
». Nada más.
—¿Y ésa ha sido la única vez que ha hablado con el maestro?
Antes de responder, ella miró a la otra mujer. Él mantuvo los ojos fijos en la soprano, por lo que ignoraba la expresión de la otra. La pausa se prolongaba, pero, antes de que pudiera repetir la pregunta, ella dijo por fin:
—No; no he vuelto a verlo. Desde el escenario, sí, por supuesto; pero no hemos hablado más.
—¿Ni una palabra?
—Ni una palabra —dijo ella sin titubear.
—¿Y durante los entreactos? ¿Dónde estaba usted?
—Aquí. Con la
signorina
Lynch.
—¿Y usted,
signorina
Lynch? —preguntó él, pronunciando el apellido correctamente, aunque tuvo que concentrarse para conseguirlo—. ¿Dónde ha estado durante la representación?
—Durante casi todo el primer acto, aquí, en el camerino. He bajado para el «Sempre libera», pero después he vuelto a subir. Y me he quedado aquí durante el resto de la función —respondió ella tranquilamente.
El comisario miró la desnuda habitación, buscando algo que pudiera haberla mantenido ocupada durante tanto rato. Ella advirtió la mirada y sacó del bolsillo de la falda un delgado tomo. Él vio que estaba escrito en caracteres chinos como los que había observado en el rótulo de la puerta.
—He estado leyendo —explicó, mostrándole el librito. Le sonreía afablemente, como si estuviera dispuesta a comentar el texto, si él se lo pedía.
—¿Y ha hablado usted con el maestro Wellauer esta noche?
—Como le ha dicho la
signora
Petrelli, le hemos saludado al entrar. Después, no he vuelto a verlo. —Brunetti reprimió el impulso de objetar que no,
signorina
, la signora Petrelli no había dicho que hubieran llegado juntas, y la dejó continuar—. Desde donde yo estaba, entre bastidores, no se le veía, y durante los dos entreactos no me he movido de aquí.
—¿Estuvo aquí, con la
signora
Petrelli?
Ahora fue la norteamericana quien miró a la otra mujer antes de contestar.
—Sí, con la
signora
Petrelli, como le ha dicho ella.
Brunetti cerró la libreta, en la que no había escrito más que el apellido de la norteamericana, como para plasmar todo el horror de una palabra de una sola sílaba y cinco consonantes.
—En el caso de que haya más preguntas, ¿dónde puedo encontrarla, signora Petrelli?
—Cannaregio 6134 —dijo ella. Era una zona residencial de la ciudad, lo que sorprendió al comisario.
—¿Es su apartamento,
signora
?
—No; es el mío —dijo la otra mujer—. También yo estaré allí.
Él volvió a abrir la libreta y anotó la dirección. A renglón seguido, preguntó:
—¿Y el teléfono?
Ella se lo dio también, y agregó que no aparecía en la guía. Luego explicó que la casa estaba cerca de la basílica de Santi Giovanni e Paolo.
Asumiendo un aire oficial, el comisario se inclinó ligeramente y dijo:
—Muchas gracias,
signore
, y lamento mucho las dificultades del momento.
Si estas palabras les parecieron extrañas, ninguna de las dos mujeres lo dejó traslucir. Después de despedirse cortésmente, el comisario salió del camerino y precedió a los dos agentes que le esperaban en la puerta por la estrecha escalera que bajaba a los bastidores.
Al pie de la escalera esperaba el tercer agente.
—¿Y bien? —le preguntó Brunetti.
El hombre sonrió, satisfecho de tener algo interesante que decir.
—Tanto Santore, el director, como la Petrelli hablaron con él en el camerino. Santore entró antes de la representación y ella, en el primer entreacto.
—¿Quién se lo ha dicho?
—Un tramoyista. Según él, Santore parecía muy disgustado al salir, pero es sólo una impresión. No oyó gritos ni nada.
—¿Y la
signora
Petrelli?
—Bueno, el hombre dice que no está seguro de que fuera la Petrelli, pero llevaba un vestido azul.
—Lleva un vestido azul en el primer acto —terció Miotti.
Brunetti le miró interrogativamente.
¿Había bajado la cabeza Miotti antes de responder?
—La semana pasada vi un ensayo, señor. Y, en el primer acto, lleva un vestido azul.
—Gracias, Miotti —dijo Brunetti con voz átona.
—Es mi chica, señor. Su primo canta en el coro y nos da pases.
Brunetti asintió con una sonrisa, pero hubiera preferido no enterarse del detalle.
El agente que hacía el informe se levantó el puño para mirar el reloj.
—Adelante —le dijo Brunetti.
—Dice que la ha visto salir hacia el final del entreacto, y que parecía disgustada, muy disgustada.
—¿Al final del primer entreacto?
—Sí, señor. De eso está seguro.
Brunetti, que había captado el movimiento del agente, dijo entonces:
—Es tarde, y me parece que poco más podemos hacer aquí esta noche. —Los otros miraron el teatro vacío—. Mañana, vean si encuentran a alguien más que la haya visto. O haya visto entrar a otra persona. —Sus rostros se iluminaron al oírle hablar de mañana—. Esto es todo por hoy. Pueden marcharse. —Cuando los hombres se alejaban, gritó-: Miotti, ¿ya se han llevado el cadáver al hospital?
—No lo sé, señor —dijo el agente, casi contrito, como si temiera que su ignorancia pudiera hacerle perder el mérito adquirido hacía un momento.
—Espere aquí mientras voy a ver —dijo Brunetti.
Fue al camerino y abrió la puerta sin molestarse en llamar. Los dos sanitarios estaban sentados en los sillones, con los pies encima de la mesita del centro. A su lado, en el suelo, tapado con una sábana y completamente olvidado, yacía uno de los músicos más grandes del siglo.
Cuando entró Brunetti, los hombres levantaron la mirada, pero no se movieron.
—Ya pueden llevárselo al hospital, dijo, dio media vuelta y salió del camerino, cerrando la puerta.
Miotti seguía donde lo había dejado, hojeando una libreta similar a la que llevaba Brunetti.
—Vamos a tomar una copa —dijo Brunetti—. Probablemente, el hotel es lo único que estará abierto a esta hora. —Suspiró, ya cansado—. Y me vendrá bien un trago. —Echó a andar hacia la izquierda, pero vio que volvía a los bastidores. La escalera había desaparecido. Llevaba tanto rato en el teatro, subiendo y bajando escaleras y recorriendo pasillos que estaba totalmente desorientado y no tenía idea de cómo salir.
Miotti le tocó ligeramente en el brazo y le dijo:
—Por aquí, señor —llevándolo hacia la izquierda, donde estaba la escalera por la que habían subido hacía más de dos horas.
Abajo, el
portiere
, al ver el uniforme de Miotti, metió la mano debajo del mostrador frente al que estaba sentado y pulsó el botón que desbloqueaba la puerta de torno. Con un ademán, el hombre les indicó que sólo tenían que empujar. Como sabía que Miotti ya había interrogado al hombre acerca de quién había entrado y salido por aquella puerta durante la noche, Brunetti no se molestó en hacerle más preguntas, sino que salió directamente al desierto campo que se extendía más allá de la puerta.
Antes de entrar en la estrecha calle que conducía al hotel, Miotti preguntó: