«Oh, que bien va todo, Orfeo. Marcha a la perfección. Muy pronto pasarás tu hilo por el entramado de esta historia. ¿Qué color elegirás? ¿Oro? ¿Negro? ¿O quizá rojo sangre?»
—Oh, yo… —observó sus uñas con aire aburrido. Ese gesto también era bueno, el espejo se lo había enseñado—. Puedo seros útil de diversas maneras. Preguntad a vuestro cuñado. Yo hago realidad los sueños y puedo adecuar las cosas a la medida de vuestros deseos.
«Cuidado Orfeo, todavía no has recuperado el libro. ¿Qué es lo que estás prometiendo?»
—Ah, ¿conque eres mago? —el desprecio de Cabeza de Víbora constituía una advertencia.
—No, yo no lo denominaría así —replicó a renglón seguido Orfeo—. Pero digamos que… mi arte es negro. Negro como la tinta.
¡Tinta! Por supuesto, Orfeo.
¿Por qué no se le había ocurrido antes? Dedo Polvoriento le había robado uno de los libros, pero Fenoglio había escrito otro. ¿Por qué no iban a surtir efecto las palabras del viejo, aunque no procediesen de
Corazón de Tinta?
¿Dónde estaban las canciones de Arrendajo que al parecer había mandado recopilar Violante con sumo cuidado? ¿No decían que había hecho llenar a Balbulus muchos libros con ellas?
—¿Negro? Me gusta ese color —Cabeza de Víbora se levantó del trono jadeando—. Cuñado, entrega un caballo al viborezno. Lo llevaré conmigo. Hay un largo camino hasta el Castillo del Lago y quizá consiga entretenerme.
Orfeo hizo una reverencia tan profunda que estuvo a punto de tropezar.
—¡Cuánto honor! —balbuceó… siempre había que dar a los poderosos la impresión de que en su presencia se te paralizaba la lengua—. Mas, en ese caso, ¿me permitiría vuestra Alteza suplicarle humildemente un favor?
Pardillo le lanzó una mirada de desconfianza. ¿Qué pasaría si ese cretino hubiese cambiado hace mucho los libros con las canciones de bandidos de Fenoglio por unos barriles de vino? ¡Le haría contraer la peste!
—Soy un gran amigo del arte de los libros —continuó Orfeo sin quitar los ojos de encima a Pardillo—, y he oído cosas prodigiosas sobre la biblioteca de este castillo. Me encantaría echar un vistazo a los libros y quizá llevar al viaje algunos. Quién sabe, a lo mejor incluso logro distraeros con su contenido.
Cabeza de Víbora se encogió de hombros, aburrido.
—¿Por qué no? A condición de que me calcules cuánta plata valen los que mi cuñado aún no ha cambiado por vino.
Pardillo agachó la cabeza, pero Orfeo había visto su mirada rebosante de odio.
—Por supuesto —Orfeo se inclinó cuanto pudo.
Cabeza de Víbora descendió las escaleras del trono y se detuvo ante él, respirando fatigosamente.
—En tu estimación deberás tener en cuenta que los libros iluminados por Balbulus han aumentado su valor —resolló—. Al fin y al cabo, manco no podrá crear más obras, lo que sin duda aumentará el valor de las ya existentes, ¿me equivoco?
Orfeo volvió a reprimir una arcada cuando el aliento putrefacto le rozó la cara, pero a pesar de todo esbozó una sonrisa de admiración.
—¡Qué prodigiosa astucia, Alteza! —contestó—. Es el castigo perfecto. ¿Me permitís preguntar qué castigo habéis planeado para Arrendajo? Quizá sería apropiado arrancarle primero la lengua, ya que su voz encandila tanto a la gente.
Pero Cabeza de Víbora sacudió la cabeza.
—Oh, no. Con Arrendajo tengo mejores proyectos. Le arrancaré la piel en vida y haré pergamino con ella. Y mientras tanto deberá poder gritar, ¿no?
—Claro —musitó Orfeo—. Un castigo verdaderamente adecuado para un encuadernador de libros. ¿Puedo sugerir que ordenéis escribir en ese pergamino especialísimo una advertencia a vuestros enemigos y la colguéis en los mercados? Yo os proporcionaré gustoso las palabras adecuadas. Mi arte requiere un manejo muy habilidoso de las palabras.
—Caramba, al parecer eres hombre de variados talentos —Cabeza de Víbora lo examinaba casi divertido.
Ahora, Orfeo. Aunque encuentres en la biblioteca canciones de Fenoglio… ese libro concreto es insustituible. ¡Háblale de
Corazón de Tinta!
—Os aseguro que todos mis talentos os pertenecen, Alteza —balbuceó—. Mas para practicarlos con la máxima perfección necesitaría recuperar algo que me fue robado.
—¿De veras? ¿De qué se trata?
—De un libro, Alteza. Me lo robó el Bailarín del Fuego, pero creo que fue por encargo de Arrendajo. Este seguro que conoce su paradero actual. Si vos le interrogaseis al respecto, tan pronto esté en vuestro poder…
—¿Un libro? ¿Arrendajo también encuadernó uno para ti?
—Oh, no, no —Orfeo esbozó un gesto despectivo—. En ese libro no ha participado él. Ningún encuadernador ha encuadernado dentro su poder. Son las palabras que contiene las que lo hacen poderoso. Con sus palabras, Alteza, puede crearse de nuevo este mundo y someter a las propias intenciones a todos los seres vivientes.
—¿En serio? ¿Los árboles darían frutas de plata? Si se me antojara, ¿podría ser siempre de noche?
Lo miraba igual que una serpiente a un ratón. ¡Ni una palabra en falso, Orfeo!
—Oh, sí —Orfeo asintió, diligente—. Con ese libro le traje un unicornio a vuestro cuñado. Y un enano.
Cabeza de Víbora lanzó una mirada burlona a Pardillo.
—Sí, eso encaja en los deseos de mi estimado cuñado. Los míos serían algo distintos.
Examinó a Orfeo, complacido. Era evidente que Cabeza de Víbora se había percatado de que en el pecho les latía el mismo corazón, ennegrecido de sed por la venganza y la vanidad, enamorado de la propia astucia y lleno de desprecio hacia aquellos cuyos corazones los gobernaban otros sentimientos. Oh, sí, Orfeo conocía su propio corazón, y sólo temía que esos ojos inflamados descubrieran también lo que él se ocultaba incluso a sí mismo: la envidia de la inocencia ajena, la nostalgia de un corazón limpio.
—¿Y qué hay de mi carne corrompida? —Cabeza de Víbora se pasó por el rostro los dedos hinchados—. ¿También puedes curarlo con ese libro o seguiré precisando a Arrendajo para ello?
Orfeo vaciló.
—Ah, ya veo… de eso no estás seguro —Cabeza de Víbora torció el gesto, los oscuros ojos de reptil casi aplastados por su carne—. Y eres lo bastante listo para no prometer nada que no puedas cumplir. Bien, ya examinaré tus otras promesas, y te daré ocasión de preguntar a Arrendajo por el libro que te robaron.
Orfeo inclinó la cabeza.
—Os doy las gracias, Alteza.
Oh, la cosa marchaba. A las mil maravillas…
—Alteza —Pardillo bajaba a toda prisa la escalera del trono.
Su voz se asemejaba a la de un pato, y Orfeo se imaginó a Pardillo conducido en lugar de un jabalí o de su fabuloso unicornio como pieza de caza por las calles de Umbra, la peluca empolvada de plata llena de sangre y polvo. Comparado con el unicornio, ofrecería un aspecto de lo más lamentable.
Orfeo intercambió una rápida mirada con Cabeza de Víbora, y por un momento creyó que ambos veían la misma imagen.
—Ahora debéis descansar —dijo Pardillo con exagerada solicitud—. Ha sido un largo viaje, y os espera otro más largo aún.
—¿Descansar? ¿Cómo voy a descansar después de que Pífano y tú hayáis dejado escapar al hombre que me convirtió en un pedazo de carne putrefacta? Tengo la piel en llamas. Mis huesos son de hielo. Siento punzadas en los ojos, como si cada rayo de luz me clavase agujas en ellos. No descansaré hasta que el maldito libro deje de envenenarme y su encuadernador haya muerto. Me lo imagino todas las noches, cuñado, pregunta a tu hermana, todas las noches paseo de un lado a otro imaginándome cómo se quejará y gritará y me suplicará una muerte rápida, pero
yo
le ocasionaré tantos tormentos como páginas tiene el libro asesino. El lo maldecirá más que yo… y muy pronto comprenderá que las faldas de mi hija no constituyen una protección eficaz contra Cabeza de Víbora.
Una tos estertorosa lo estremeció de nuevo, y por un instante las manos hinchadas se aferraron al brazo de Orfeo. Tenía la carne pálida como la de un pescado muerto. «Y un olor similar», pensó Orfeo. «Y sin embargo todavía es el señor de la historia.»
—¡Abuelo! —el niño surgió de la oscuridad de improviso, como si hubiera permanecido todo el rato entre las sombras. En sus cortos brazos se apilaban libros.
—¡Jacopo! —Cabeza de Víbora se volvió tan bruscamente que su nieto se detuvo, petrificado—. ¿Cuántas veces he de decirte que ni siquiera un príncipe puede entrar en el salón del trono sin ser anunciado?
—¡Yo estaba aquí antes que vosotros! —Jacopo alzó el mentón y apretó los libros contra el pecho, como si pudieran protegerlo de la ira de su abuelo—. Leo aquí con frecuencia, ahí, detrás de la estatua de mi tatarabuelo —señaló una estatua de un hombre muy gordo emplazada entre las columnas.
—¿A oscuras?
—Las imágenes que te pintan las palabras en la cabeza se ven mejor a oscuras. Además, Pájaro Tiznado me ha dado esto —extendió la mano y mostró a su abuelo unas maderas secas para encender.
Cabeza de Víbora frunció el ceño y se inclinó hacia su nieto.
—Mientras yo esté aquí, no leerás en el salón del trono. Ni siquiera asomarás la cabeza por la puerta. Permanecerás en tus aposentos o haré que te encierren con los perros igual que a Tullio, ¿entendido? ¡Por el escudo de mi casa, cada vez te pareces más a tu padre! ¿No podrías al menos cortarte el pelo?
Jacopo sostuvo durante un buen rato la mirada de los ojos enrojecidos, pero al final agachó la cabeza, se volvió sin decir palabra y se alejó a grandes zancadas, los libros delante del pecho igual que un escudo.
—La verdad es que cada vez se parece más a Cósimo —afirmó Pardillo—. Pero el orgullo lo ha heredado de su madre.
—No, lo ha heredado de mí —sentenció Cabeza de Víbora—. Será un rasgo muy práctico cuando se siente en el trono.
Pardillo dirigió a Jacopo una mirada de preocupación. Pero Cabeza de Víbora le golpeó el pecho con su mano hinchada.
—¡Reúne a tus hombres! —rugió—. Tengo trabajo.
—¿Trabajo? —Pardillo enarcó las cejas, inquieto. Las había empolvado con plata igual que su peluca.
—Sí. Para variar no saldrás a cazar unicornios, sino niños. ¿O prefieres permitir que el Príncipe Negro esconda en el bosque a los arrapiezos de Umbra, mientras Pífano y tú pasáis el rato permitiendo que mi hija os lleve por ahí cogidos por la nariz, como osos bailarines?
Pardillo torció su pálida boca, mortificado.
—Teníamos que preparar vuestra llegada, estimado cuñado, e intentamos capturar de nuevo a Arrendajo…
—Sin demasiado éxito —lo interrumpió Cabeza de Víbora con rudeza—. Por suerte mi hija nos ha dicho dónde podemos encontrarlo, y mientras vuelvo a capturar al pájaro que vosotros tan generosamente dejasteis emprender el vuelo, tú me traerás a los niños… junto con ese lanzador de cuchillos que se hace llamar Príncipe, para que pueda presenciar cómo le arranco la piel a tiras a Arrendajo. Su propia piel, me temo, es demasiado negra para pergamino, así que ya se me ocurrirá algo distinto para él. Por fortuna en tales asuntos soy bastante imaginativo. Aunque de ti también dicen algo parecido, ¿verdad?
Pardillo se ruborizó, visiblemente halagado, aunque era evidente que la perspectiva de perseguir niños por el bosque no le emocionaba ni la mitad que la caza del unicornio, quizá porque esas piezas no podría comérselas.
—Bien —Cabeza de Víbora dio la espalda a su cuñado y caminó con paso inseguro hacia la puerta de la sala—. ¡Mándame a Pájaro Tiznado y a Pífano! —gritó por encima del hombro—. Ya debería haber terminado de cortar manos. Y comunica a las criadas que Jacopo me acompañará al Castillo del Lago. Nadie espiará a su madre mejor que él, aunque ella no le tenga mucho cariño.
Pardillo lo siguió con ojos inexpresivos.
—Como ordenéis —murmuró con voz tenue.
Cuando los criados le abrían presurosos la pesada puerta, Cabeza de Víbora se volvió de nuevo.
—Por lo que a ti respecta, Cara de Leche —Orfeo no pudo evitar un sobresalto—, partiré a la puesta del sol. Mi cuñado te dirá dónde tendrás que presentarte. Deberás aportar tu propio criado y una tienda. Pero ay de ti si me aburres. Tu piel también puede convertirse en pergamino.
—Alteza —Orfeo hizo otra reverencia, a pesar de su temblor de piernas. ¿Había jugado alguna vez un juego más peligroso? «Bah, todo saldrá bien», pensó. «Ya lo verás, Orfeo, esta historia te pertenece. Fue escrita sólo para ti. Nadie la ama más, nadie la entiende mejor, y menos que nadie el viejo loco que es su autor.»
Mucho tiempo después de marcharse Cabeza de Víbora, Orfeo aún continuaba allí, embriagado por lo que le auguraba el futuro.
—Así que sois un mago… —Pardillo lo examinaba como si fuera una oruga que se hubiera transformado ante sus ojos en una mariposa negra—. ¿Por eso fue tan sencillo cazar al unicornio? ¿Porque no era de verdad?
—Oh, sí que lo era —respondió Orfeo con una sonrisa condescendiente.
«Estaba creado de la misma materia que tú», añadió en su mente. El tal Pardillo era ciertamente un personaje demasiado ridículo. En cuanto las palabras despertaran a la vida, le escribiría una muerte a su medida, completamente ridícula. ¿Qué tal si hacía que lo despedazaran sus propios perros? No. Mejor aún. Haría que se asfixiara con un hueso de pollo en uno de sus banquetes, y lo haría caer con su cara empolvada de plata en una gran fuente de budín de sangre. Sí, Orfeo no pudo contener una sonrisa involuntaria.
—Pronto se te borrará la sonrisa —le siseó Pardillo—. A mi cuñado no le gusta nada que se frustren sus esperanzas.
—Oh, estoy seguro de que vos lo sabéis mejor que nadie —replicó Orfeo—. Y ahora, por favor, mostradme la biblioteca.
En mi pared cuelga una obra de madera,
La máscara de un malvado demonio pintada con laca dorada.
Contemplo compasivo
Las venas hinchadas de su frente, que indican
Lo esforzado que es ser malvado.
Bertolt Brecht
,
La máscara del mal
La marta era peor que el oso. Ella la observaba, parloteaba su nombre al oído del muchacho (que éste por fortuna no entendía) y la perseguía. Pero en cierto momento la marta siguió al chico al exterior, y el oso se limitó a levantar la pesada cabeza cuando, saltando, se acercó a la escudilla de sopa que una de las mujeres había servido a su señor. Nada era más fácil de envenenar que la sopa. El Príncipe Negro discutía de nuevo con Birlabolsas y daba la espalda a Mortola cuando ésta echó en la escudilla las bayas de color rojo oscuro. Cinco bayas diminutas, no se necesitaban más para enviar al rey de los bandidos a un reino al que su oso no podría seguirlo. Pero justo cuando dejaba caer del pico la quinta baya, la horrenda marta saltó disparada hacia ella, como si hubiera adivinado su propósito. La baya salió rodando y Mortola rogó a todos los demonios que cuatro también fuesen letales.