Muerte de tinta (24 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Muerte de tinta
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Pobre Meggie. Se había enamorado del chico equivocado. Pero ¿desde cuándo importaba eso en el amor?

Ella se esforzó por ocultar su tristeza cuando volvió a mirarlo.

—¿Tú qué crees, Mo? ¿Nos echará de menos Elinor?

—A ti y a tu madre, sin duda. En mi caso ya no estoy tan seguro —imitó la voz de Elinor—.
¡Mortimer, has colocado el Dickens en el lugar equivocado! Y ¿en qué cabeza cabe que tenga que explicar a un encuadernador que no se come pan con mermelada en una biblioteca?

Meggie rió. Bueno, algo es algo. Cada día que pasaba costaba más hacerle reír.

Pero un instante después su rostro había recuperado la seriedad.

—Echo mucho de menos a Elinor. Añoro su casa, la biblioteca y el café a orillas del lago donde siempre me llevaba a tomar un helado. Echo de menos tu taller y que me lleves en coche al colegio por las mañanas y mientras tanto imites las discusiones entre Elinor y Darius, y que mis amigas siempre quieran venir a mi casa porque tú les haces reír… Me encantaría contarles todo lo que nos ha sucedido, aunque, como es lógico, no creerían una palabra. Aunque… quizá podría llevarme como prueba un hombre de cristal.

Por un momento pareció lejos, muy lejos, devuelta al pasado no por las palabras de Fenoglio o las de Orfeo, sino por las suyas propias. Sin embargo, continuaban sentados junto a una charca en las colinas de Umbra, y un hada revoloteó hacia el pelo de Meggie y estiró con tanta fuerza que la chica dio un grito. Mo ahuyentó rápidamente a la pequeña criatura. Era una de las hadas de colores, creación de Orfeo, y Mo creyó descubrir en su rostro diminuto vestigios de la maldad de su creador. Con una risita feliz, el hada trasladó su botín rubio pálido arriba, a su nido, que relucía tan multicolor como ella misma. Al contrario que a las hadas azules, el invierno que se avecinaba no parecía adormecer a las criaturas de Orfeo. Recio aseguraba incluso que robaban a sus congéneres azules cuando éstas dormían en sus nidos.

De las pestañas de Meggie pendía una lágrima. Quizá fue el hada la causa, o quizá no. Mo se la limpió con delicadeza.

—Total que sí. Quieres regresar.

—¡No! ¡Ya te digo que no lo sé! —con cuánta desdicha lo miraba—. ¿Qué será de Fenoglio si nos vamos? ¿Qué pensarán el Príncipe Negro y Recio y Baptista? ¿Qué será de ellos? ¿Y de Minerva y sus hijos, de Roxana… y de Farid?

—Eso, ¿qué? —intervino su padre—. ¿Cómo continuaría la historia sin Arrendajo? Pífano se llevará a los niños, porque ni siquiera las madres desesperadas conseguirán encontrar a Arrendajo. Como es lógico, el Príncipe Negro intentará salvar a los niños, será el verdadero héroe de esta historia e interpretará bien su papel. Pero lleva ya demasiado tiempo haciendo de héroe, está cansado… y no cuenta con suficientes hombres. Así que la Hueste de Hierro lo matará a él y a todos sus seguidores, uno detrás de otro: al Príncipe, a Baptista, a Recio, a Doria, a Ardacho y a Birlabolsas… bueno, la verdad es que en el caso de estos dos seguro que no es una lástima. A continuación Pífano seguramente mandará al diablo a Pardillo y durante un tiempo gobernará Umbra en persona. Orfeo, con la lectura, le traerá unicornios o un par de máquinas de guerra… Sí, seguro que éstas gustarían más a Pífano. Fenoglio, de la pena, se matará con la bebida. Y Cabeza de Víbora será inmortal y algún día reinará sobre un pueblo de muertos. Creo que acabaría más o menos así, ¿verdad?

Meggie lo miró. A la luz del alba el pelo de ella parecía oro hilado. El pelo de Resa tenía ese mismo color cuando él la vio por primera vez en la casa de Elinor.

—Sí, quizá —contestó Meggie en voz baja—. ¿Pero terminaría la historia de un modo muy diferente si se queda Arrendajo? ¿Cómo va a depender únicamente de él un final feliz?

—¡Eh, Arrendajo! —unos sapos saltaron asustados al agua cuando Recio se abrió camino a través de la maleza.

Mo se incorporó.

—Quizá no deberías pronunciar muy alto ese nombre en el bosque —advirtió en voz baja.

Recio miró asustado a su alrededor como si la Hueste de Hierro estuviera ya entre los árboles.

—Perdona —murmuró—. Mi cabeza no trabaja tan temprano, y luego, el vino de ayer… Es el chico. Ya sabes, el que trabaja en casa de Orfeo y al que Meggie… —enmudeció al ver la mirada de Meggie—. ¡Ay, no digo más que tonterías! —gimió apretando con la mano su cara redonda—. Simples tonterías. Pero las palabras salen así de mi boca. No puedo evitarlo.

—Farid. Se llama Farid. ¿Dónde está? —la cara de Meggie se iluminó, a pesar de sus esfuerzos por simular indiferencia.

—Farid, es verdad. Un nombre extraño. Como de una canción, ¿verdad? Está en el campamento. Pero desea hablar con tu padre.

La sonrisa de Meggie se borró tan bruscamente como había nacido. Mo le pasó un brazo por los hombros, pero el abrazo de un padre no mitiga las penas de amor. Maldito chico.

—Está muy alterado. Su burro apenas puede tenerse en pie, tan deprisa ha debido venir. Ha despertado a todo el campamento. «¿Dónde está Arrendajo? ¡Tengo que hablar con él!» No pudimos sacarle nada más.

—¡Arrendajo! —Mo nunca había percibido tanta amargura en la voz de Meggie—. Le he repetido mil veces que no te llame así. ¡Es un imbécil!

El equivocado. Pero ¿desde cuándo se preguntaba eso una enamorada?

MALAS PALABRAS

¡Oh, por favor!, sintió decirse a su corazón.

¡Oh, por favor, deja que me
vaya!

John Irving
,
El consejo de Dios y la aportación del diablo

—Darius —Elinor ya no soportaba su propia voz. Le parecía horrible… malhumorada, furiosa, impaciente… Antes no sonaba así, ¿verdad?

Darius casi dejó caer los libros que traía en ese momento, y el perro levantó la cabeza de la alfombra que Elinor le había comprado para que no arruinase del todo el suelo de madera con sus babas pegajosas. Aparte de que resbalaba continuamente en ellas.

—¿Dónde está el Dickens que compramos la semana pasada? ¿Cuánto tiempo necesitas para colocar un libro en su sitio? ¡Demonios! ¿Te pago acaso para que te sientes en mi sillón a leer? Admítelo, eso es lo que haces cuando no estoy.

Oh, Elinor. Cómo odiaba las palabras que salieron de su boca, tan amargas y venenosas. Babas de su desdichado corazón.

Darius agachó la cabeza, como siempre que no quería que ella notase lo ofendido que se sentía.

—Está donde debe estar, Elinor —respondió con su voz suave, que la enloquecía más. Con Mortimer se discutía de maravilla, y Meggie era una auténtica pequeña guerrera. ¡Pero Darius! Hasta Resa la contradecía más, a pesar de no poder hablar.

Cobardica con cara de lechuza. ¿Por qué no la insultaba? ¿Por qué no tiraba a sus pies los libros que estrechaba tan abnegadamente contra su pecho de pollo, como si necesitara protegerlos de ella?

—¿Dónde estará? —repitió—. ¿Crees que últimamente ni siquiera sé leer?

Con cuánta preocupación la miraba el memo del perro. Después, con un gruñido, volvió a dejar caer su tosca cabeza sobre la alfombra.

Darius descargó la pila de libros que traía en la vitrina más cercana, se acercó al estante donde Dickens se arrellanaba entre Defoe y Dumas (el hombre había escrito demasiados libros), y con ademán seguro sacó el ejemplar aludido.

Se lo entregó a Elinor sin decir palabra. Después comenzó a clasificar los libros con los que había entrado en la biblioteca.

Qué tonta se sintió Elinor, qué tonta. Odiaba sentirse tonta. Era casi peor que la tristeza.

—¡Está sucio! —déjalo ya, Elinor. Pero no podía. Las palabras simplemente brotaban de su boca—. ¿Cuándo limpiaste por última vez el polvo a los libros? ¿Es que también he de ocuparme personalmente de eso?

Darius seguía dándole su delgada espalda. Recibía las palabras impertérrito, como un castigo corporal injusto.

—¿Qué pasa? ¿Es que tu lengua balbuceante rehusa ahora servirte? A veces me pregunto para qué tienes lengua. Habría tenido que llevársete Mortola en lugar de a Resa… siendo muda, era más locuaz que tú.

Darius colocó el último libro en el estante, enderezó otro y se dirigió hacia la puerta, tieso como un palo y con paso decidido.

—¡Darius! ¡Vuelve!

Pero ni siquiera se giró.

Maldita sea. Elinor salió presurosa tras él, en la mano el Dickens que, tuvo que reconocer, no estaba demasiado polvoriento. A fuer de sincera… no tenía ni una mota de polvo. «¡Claro que no, Elinor!», se dijo. «Como si no supieras con qué fervor los libera Darius todos los jueves y todos los viernes de la más diminuta motita de polvo.» Su asistenta se carcajeaba con regularidad del fino pincel que utilizaba para dicho menester.

—¡Darius, por todos los santos, no te pongas así!

Silencio.

Cerbero la adelantó en la escalera y la miró con la lengua fuera desde el escalón más alto.

—¡Darius!

«Por las babas del perro tonto… ¿dónde se había metido?»

Su cuarto estaba justo al lado del antiguo despacho de Mortimer. La puerta estaba abierta y sobre la cama yacía abierta la maleta que ella le había comprado para el primer viaje que hicieron juntos. Siempre le había gustado comprar libros con Darius (y tenía que reconocer que él ya la había librado de cometer alguna que otra tontería).

—¿Qué…? —qué pesada sintió de pronto su malvada lengua—. Por todos los diablos, ¿qué estás haciendo?

¿Pues qué iba a ser? Era obvio: empaquetar en la maleta la poca ropa que poseía.

—¡Darius!

Él colocó sobre la cama el dibujo de Meggie que le había regalado Resa, el libro de notas que le había encuadernado Mortimer, y el marcapáginas que le había confeccionado Meggie con las plumas de un arrendajo.

—La bata —murmuró con voz entrecortada mientras depositaba en el interior de la maleta la foto de sus padres, que siempre colocaba junto a su cama—, ¿tienes algo que oponer a que me la lleve?

—¡No preguntes esas tonterías! ¡Claro que no! ¡Fue un regalo, maldita sea! Pero ¿adonde pretendes llevártela?

Cerbero entró trotando en la habitación y corrió hacia la mesilla de noche situada junto a la cama, en cuyo cajón Darius siempre guardaba unas cuantas galletas.

—Todavía no lo sé.

Dobló la bata con el mismo cuidado que el resto de la ropa (esa prenda le estaba demasiado grande, pero ¿cómo iba a saber ella su estatura?), colocó el dibujo, el cuaderno de apuntes y el marcapáginas en la maleta y la cerró. Como es natural, no consiguió cerrar las cerraduras. ¡Era tan torpe!

—¡Deshaz la maleta ahora mismo! Esto es ridículo.

Darius negó con la cabeza.

—¡Cielos, no puedes dejarme sola! —la propia Elinor se asustó de la desesperación que traslucía su voz.

—Tú también te sientes sola conmigo, Elinor —respondió Darius acongojado—. ¡Eres tan desgraciada! No lo soporto más.

El perro bobo dejó de olfatear la mesilla de noche y se quedó sentado con la mirada triste. Él tiene razón, decían sus llorosos ojos perrunos.

¡Como si Elinor no lo supiera! No se aguantaba ya ni a sí misma. ¿Había sido así antes… antes de que Meggie, Mortimer y Resa se mudaran a vivir a su casa? Quizá. Pero entonces allí sólo había libros, y los libros no se quejaban. A pesar de que, para ser sincera, nunca había sido tan ruda con los libros como con Darius.

—¡Vale, pues vete! —era ridículo, pero su voz comenzó a temblar—. Déjame sola tú también. Tienes razón. ¿Para qué tienes que presenciar cómo me vuelvo más inaguantable cada día que pasa y sigo esperando que ellos vuelvan por algún milagro? A lo mejor, en lugar de ir muriendo muy lentamente y del modo más lamentable, debería pegarme un tiro o ahogarme en el lago. Los escritores lo hacen de vez en cuando y en los cuentos también queda muy bien.

Cómo la miraba él con sus ojos hipermétropes (la verdad es que habría debido comprarle hacía mucho otras gafas. Esas eran sencillamente ridículas). Después abrió la maleta e inspeccionó sus pertenencias. Sacó el marcapáginas que le había confeccionado Meggie, y acarició las plumas con motas azules. Plumas de arrendajo. Meggie las había pegado sobre una banda de cartón amarillo claro. Era precioso…

Darius carraspeó. Tres veces.

—De acuerdo —dijo al fin, conteniéndose a duras penas—. Has ganado, Elinor. Lo intentaré. Tráeme la hoja. Porque si no, es posible que un buen día te pegues un tiro de verdad.

¿Cómo? ¿Qué estaba diciendo? El corazón de Elinor comenzó a latir desbocado, como si quisiera anticiparse a ella, trasladarse al Mundo de Tinta para reunirse con las hadas y los hombres de cristal y con aquellos a los que ella amaba mucho más que a cualquier libro.

—¿Quieres decir que…?

Darius asintió, resignado como un guerrero cansado de librar batallas.

—Sí —repuso—. Sí, Elinor.

—¡Voy por ella! —Elinor se volvió.

Todo lo que en las últimas semanas había vuelto su corazón tan pesado como el plomo, convirtiendo sus miembros en los de una anciana… había desaparecido. ¡Sin dejar rastro!

Darius la llamó.

—Elinor, también deberíamos llevarnos algunos libros de notas de Meggie… y un par de cosas prácticas como… por ejemplo un mechero.

—…y un cuchillo —añadió Elinor. Al fin y al cabo, pensaban dirigirse donde Basta estaba, y ella se había jurado que la próxima vez que se encontrase con él también empuñaría un cuchillo.

De la prisa que tenía por volver a la biblioteca casi se cayó por las escaleras. Cerbero saltó tras ella, jadeando de excitación. ¿Adivinaría en algún rincón de su corazón canino que se dirigían al lugar en el que había desaparecido su antiguo amo?

¡Va a intentarlo! ¡Va a intentarlo! Elinor no pensaba en otra cosa. Ni en la voz perdida de Resa, ni en la pierna rígida de Cockerell, ni en la cara deforme de Nariz Chata. «Todo se arreglará», se decía mientras con dedos temblorosos sacaba de la vitrina las palabras de Orfeo. «Esta vez no está aquí Capricornio para atemorizar a Darius y leerá a las mil maravillas. ¡Oh, Dios, Elinor, volverás a verlos!»

HA PICADO EL ANZUELO

Si Jim hubiera sabido leer, quizá hubiera reparado en un hecho extraño… Pero Jim no sabía leer.

Michael Ende
,
Jim Botón y los Trece Salvajes

Un enano, cosa del doble de tamaño que un hombre de cristal, y en modo alguno peludo como Tullio, no, debía tener la piel alabastrina, cabeza muy grande y piernas torcidas. Bueno, por lo menos Pardillo sabía siempre lo que quería… aunque sus encargos hubieran disminuido claramente desde la llegada de Pífano a la ciudad. Orfeo meditaba si el pelo del enano debía ser rojo como el de un zorro o blanco albino, cuando Oss llamó a la puerta y tras oír «adelante» asomó la cabeza. Los modales de Oss en la mesa eran repugnantes y no le gustaba lavarse, pero jamás olvidaba llamar a la puerta.

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