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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Muerte de tinta (19 page)

BOOK: Muerte de tinta
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Al fin. Ahí venían. Las fanfarrias resonaron desde la puerta de la ciudad, metálicas y arrogantes. Fenoglio consideró que sonaban tan bien como el hombre al que anunciaban. Pardillo: el pueblo siempre encontraba los nombres más adecuados. Ni siquiera a él se le habría ocurrido uno mejor, pero en fin, tampoco habría inventado siquiera a ese pálido advenedizo. Ni siquiera Cabeza de Víbora anunciaba su llegada con trompetas de tallo largo, pero en cuanto su cuñado de pecho estrecho cabalgaba alrededor del castillo, empezaban a oírse.

Fenoglio se acercó más a Despina e Ivo. Despina lo dejó hacer complaciente, pero Ivo, liberándose de la mano de Fenoglio, trepó, raudo como una ardilla, a un saliente del muro para atisbar la calle por la que pronto subirían Pardillo y su séquito, también llamado la Jauría. ¿Habrían informado ya al cuñado de la Víbora de que casi todas las mujeres de Umbra lo esperaban ante la puerta del castillo? Seguro que sí.

¿Por qué cuenta Pífano a nuestros hijos? Habían venido por esa pregunta. Se la habían gritado a los guardianes, pero éstos, con rostros inexpresivos, se habían limitado a dirigir sus lanzas contra las mujeres enojadas, que a pesar de todo no se habían marchado a casa.

Era viernes, día de caza, y ellas esperaban desde hacía horas el regreso de su nuevo señor, que desde el momento mismo de su llegada trabajaba para esquilmar el Bosque Impenetrable. Sus sirvientes volverían a traer a la hambrienta Umbra docenas de perdices ensangrentadas, jabalíes, ciervos y liebres, pasando ante mujeres que apenas sabían qué comerían al día siguiente. Por eso normalmente los viernes Fenoglio no traspasaba la puerta, pero ese día lo había arrastrado la curiosidad. Curiosidad, qué molesta sensación…

—Fenoglio, ¿puedes cuidar de Ivo y Despina? —le había preguntado Minerva—. Tengo que ir al castillo. Todos acudirán. Queremos obligarlos a que nos revelen por qué cuenta Pífano a nuestros hijos.

«¡Ya sabéis la respuesta!», intentó decir Fenoglio. Pero la desesperación en el rostro de Minerva le hizo callar. Que confiase en que no necesitaban a sus hijos para las minas de plata. «Deja que sean Pardillo y Pífano quienes le arrebaten la esperanza, Fenoglio.»

¡Ay, qué harto estaba de todo! El día anterior había vuelto a intentar escribir, después de encolerizarse por la sonrisa de arrogancia con la que Pífano había entrado en Umbra. Empuñó una de las plumas afiladas que el hombre de cristal le colocaba con gesto invitador; se había sentado delante de una hoja de papel en blanco y al cabo de una hora de inútil espera había regañado a Cuarzo Rosa por haber comprado papel al que se le notaba que estaba hecho de pantalones viejos.

Ay, Fenoglio, ¿cuántas excusas tontas se te ocurrirán por haberte convertido en un viejo ayuno de palabras?

Sí, lo reconocía. Quería ser el dueño y señor de esta historia, aunque desde la muerte de Cósimo lo había negado a voz en grito. Cada vez con más frecuencia emprendía, provisto de pluma y tinta, la búsqueda de la vieja magia, casi siempre cuando el hombre de cristal roncaba en su nido de hada, porque le resultaba demasiado penoso que Cuarzo Rosa se convirtiera en testigo de su fracaso. Lo intentaba cuando Minerva tenía que servir a sus hijos una sopa que apenas sabía mejor que el agua de la colada, cuando las horrorosas hadas multicolores parloteaban tan ruidosamente dentro de su nido que le impedían conciliar el sueño, o cuando una de sus criaturas —como Pífano el día anterior le recordaba la época en la que él, embriagado por su propio arte literario, había tejido con letras ese mundo.

Pero el papel quedaba vacío, como si todas las palabras se hubieran marchado a hurtadillas con Orfeo sólo porque éste las tomaba en su lengua y las lamía. ¿Había tenido antes la vida un sabor tan amargo?

En su tribulación había barajado incluso la idea de regresar al pueblo del otro mundo, tan apacible y bien alimentado, tan carente de acontecimientos y de hadas, junto a sus nietos, que a buen seguro echaban de menos sus historias (¡y menudas historias fabulosas podría relatarles!). Pero ¿de dónde iba a sacar las palabras para regresar? Seguro que de su cabeza vieja y vacía no, y tampoco podía pedir a Orfeo que se las escribiera. No, aún no había caído tan bajo.

Despina le dio un tironcito en la manga. Cósimo le había regalado la túnica, pero para entonces también estaba apolillada y tan polvorienta como su cerebro, que ya se negaba a pensar. ¿Qué hacía él allí, delante de aquel maldito castillo cuya mera visión ensombrecía su ánimo? ¿Por qué no estaba durmiendo en su cama?

—Fenoglio, ¿es verdad que uno escupe sangre sobre la plata que se saca de la tierra? —la voz de Despina le recordó la de un pajarillo—. Ivo dice que tengo la estatura justa para las galerías que encierran la mayor parte de la plata.

¡Maldito arrapiezo! ¿Por qué le contaba tales historias a su hermana pequeña?

—¿Cuántas veces te he dicho que no creas una sola palabra de lo que te cuente tu hermano? —Fenoglio retiró a Despina el espeso pelo negro por detrás de las orejas y lanzó a Ivo una mirada de censura. Pobre criaturita sin padre.

—¿Por qué no he de contárselo? Ella me preguntó —Ivo estaba en la edad en la que se desprecian incluso las mentiras piadosas—. A ti seguramente no se te llevarán —dijo inclinándose hacia su hermana pequeña—. Las niñas mueren demasiado rápido. Pero a mí, sí; y a Beppo, y a Lino, incluso a Mungus a pesar de su cojera. Pífano nos llevará a todos consigo. Y después nos traerán de vuelta muertos, igual que a nuestros…

Despina le apretó deprisa la mano sobre la boca, como si su padre pudiera volver a la vida si su hermano no pronunciaba la terrible palabra.

A Fenoglio le habría gustado agarrar al chico y sacudirlo. Pero Despina se habría echado a llorar en el acto. ¿Por qué todas las hermanas pequeñas adoraban a sus hermanos?

—¡Se acabó! ¡Deja de trastornar a tu hermana! —increpó a Ivo—. Pífano está aquí para capturar a Arrendajo. Nada más. Y para preguntar a Pardillo por qué no envía más plata al Castillo de la Noche.

—¿Ah, sí? Entonces ¿por qué nos cuentan?

El chico se había hecho mayor en las últimas semanas. Era como si la pena hubiera borrado la niñez de su rostro. Ivo, con diez años apenas, era ahora el padre de familia, aunque Fenoglio a veces intentaba quitarle ese papel de sus delgados hombros. El chico trabajaba con los tintoreros, ayudaba a sacar la tela mojada de las tinas apestosas día tras día, y por la noche traía consigo a casa el hedor. Pero de ese modo ganaba más que Fenoglio haciendo de amanuense en el mercado.

—Nos matarán a todos —prosiguió el chico, impávido, sin apartar la vista de los centinelas que apuntaban sus lanzas contra las mujeres que esperaban—. Y a Arrendajo lo descuartizarán, igual que hicieron la semana pasada con el titiritero que le tiró verdura podrida al gobernador. Los trozos se los echaron de comida a los perros.

—¡Ivo! —el chico se estaba pasando.

Fenoglio intentó agarrarlo de las orejas, pero el chico fue más rápido y se alejó de un salto antes de que lo consiguiera. Pero su hermana apretaba con fuerza la mano de Fenoglio como si fuese la única capaz de brindarle sostén en ese mundo arruinado.

—¿No lo capturarán, eh? —la voz de Despina sonaba tan temerosa que Fenoglio tuvo que inclinarse para entenderla—. Ahora el oso protege a Arrendajo igual que al Príncipe Negro, ¿verdad?

—Pues claro —respondió Fenoglio acariciándole el pelo negro como la noche.

Por las calles subía un estrépito de herraduras y las voces se abrieron paso entre las casas, tan alborozadas como si se burlaran del mutismo de las mujeres que esperaban, mientras tras las colinas circundantes se ponía el sol, tiñendo de rojo los tejados de Umbra.

Los nobles caballeros regresaban tarde de su diversión cinegética, las ropas bordadas en plata salpicadas de sangre, los corazones aburridos agradablemente excitados por matar. Sí, la muerte podía constituir un buen entretenimiento… siempre que se tratase de la muerte de otros.

Las mujeres se apiñaron más. Los guardianes las alejaron de la puerta, pero ellas permanecieron delante de los muros del castillo, mujeres viejas, jóvenes, madres, hijas, abuelas. Minerva era una de las situadas en primera fila. En las últimas semanas había adelgazado. ¡La historia de Fenoglio, esa cosa caníbal, la estaba devorando! Sin embargo, ella habría sonreído de haber escuchado que Arrendajo contempló unos libros en el castillo y se marchó sin recibir un castigo.

—¡Él nos salvará! —había susurrado ella, y por las noches cantaba en voz baja las deplorables canciones que circulaban por Umbra.

Sobre la mano blanca y la mano negra de la justicia, Arrendajo y el Príncipe… Un encuadernador y un lanzador de cuchillos contra Pífano y su ejército de incendiarios acorazados. Pero ¿por qué no? ¿Acaso no tenía pinta de ser una buena historia?

Fenoglio cogió a Despina en brazos cuando los soldados que custodiaban a los cazadores pasaron a caballo. Tras ellos bajaban por la calle titiriteros, flautistas, tamborileros, malabaristas, domadores de duendes y, como es natural, Pájaro Tiznado, que no se perdía diversión alguna (aunque decían que se ponía enfermo presenciando los cegamientos y descuartizamientos). Después seguían los perros, moteados como la luz en el Bosque Impenetrable, con los criados que se encargaban de que el día de caza estuvieran hambrientos, y finalmente los cazadores, con Pardillo al frente, un mozalbete flaco sobre una montura enorme, tan feo como al parecer hermosa era su hermana, con una nariz afilada demasiado corta para su cara, y una boca ancha y amargada. Nadie sabía por qué Cabeza de Víbora lo había convertido en señor de Umbra. A lo mejor accedió a los ruegos de su hermana que, al fin y al cabo, había dado al Príncipe de la Plata su primer hijo. Aunque Fenoglio sospechaba más bien que Cabeza de Víbora había escogido a su débil cuñado porque estaba seguro de que nunca se alzaría en armas contra él.

«¡Qué figura tan pálida!», pensó Fenoglio despectivo cuando Pardillo pasó cabalgando a su lado con expresión de jactancia. Al parecer, para entonces los papeles principales de esa historia los desempeñaban actores secundarios baratos.

El botín de tan finos señores, como era de esperar, había sido abundante: perdices bamboleándose como frutas recién caídas de los palos a los que las habían atado los monteros, media docena de venados que él había inventado ex profeso para ese mundo, la piel pardo rojiza moteada igual que la de un corcito aunque fuesen adultos (¡y no es que ésos hubieran llegado a ser muy viejos!), liebres, ciervos, jabalíes…

Las mujeres de Umbra miraban con rostro inexpresivo las piezas abatidas. Algunas se llevaron una mano delatora al estómago vacío o miraron hacia sus hijos perpetuamente hambrientos que esperaban a sus madres en los quicios de las puertas.

Y luego… pasaron con el unicornio.

¡Maldito Cabeza de Queso!

No había unicornios en el mundo de Fenoglio, pero Orfeo había traído con la escritura uno para que Pardillo pudiera degollarlo. Fenoglio tapó deprisa los ojos de Despina cuando lo condujeron ante ellos, con la piel blanca llena de heridas y cubierta de sangre. Cuarzo Rosa le había informado apenas una semana antes de ese encargo de Pardillo. El pago había sido espléndido, y todo Umbra conjeturaba de qué lejano país habría traído Cuatrojos a esa criatura fabulosa.

¡Un unicornio! ¡Qué historias se habrían podido referir sobre él! Pero Pardillo no pagaba por las historias. Aparte de que Orfeo no habría podido escribirlas. «¡Lo ha creado con mis palabras!», pensó Fenoglio. «¡Con las mías!» Notó que la ira se apelotonaba como una piedra en su interior. ¡Ojalá tuviera dinero para contratar a unos ladrones que robasen el libro que suministraba palabras a ese parásito! ¡Su propio libro! Si al menos él mismo pudiera traerse escribiendo algunas frases. Pero ni de eso era capaz… ¡él, Fenoglio, antaño poeta de Cósimo el Guapo, y creador de ese mundo antes tan magnífico! A sus ojos afloraron lágrimas de autocompasión y se imaginó que pasaban ante él conduciendo a Orfeo, tan herido y sangrante como el unicornio. ¡Sí!

—¿Por qué contáis a nuestros hijos? ¡Dejad de hacerlo!

La voz de Minerva arrancó a Fenoglio de sus sueños, ebrios de venganza.

Cuando vio a su madre aparecer entre los caballos, Despina rodeó tan fuerte el cuello de Fenoglio con sus delgados bracitos que casi le cortó la respiración. ¿Se había vuelto loca Minerva? ¿Pretendía dejar huérfanos a sus hijos?

Una mujer que cabalgaba justo detrás de Pardillo señaló con su dedo enguantado a Minerva, sus pies desnudos y las míseras ropas. Los centinelas se dirigieron hacia ella con sus lanzas.

¡Minerva, demonios! Fenoglio tenía el corazón en un puño. Despina se echó a llorar, pero no fueron sus sollozos los que hicieron retroceder trastabillando a Minerva. Encima de la puerta, entre las almenas, había aparecido de improviso Pífano.

—¿Por qué contamos a vuestros hijos? —gritó a las mujeres abajo.

Vestía suntuosos ropajes, como siempre. Comparado con él, hasta Pardillo parecía un ayuda de cámara. Estaba entre las almenas reluciente como un pavo, con cuatro ballesteros a su lado. A lo mejor llevaba mucho rato arriba, observando cómo el cuñado de su señor se las arreglaba con las mujeres que esperaban. Su voz llegó lejos en el silencio que de repente se cernió sobre Umbra.

—¡Contamos todo lo que nos pertenece! —gritó—. Ovejas, vacas, gallinas, mujeres, niños, hombres… aunque de éstos ya no tengáis demasiados. Campos, graneros, establos, casas, contamos cada árbol de vuestro bosque. Al fin y al cabo, Cabeza de Víbora desea saber sobre qué gobierna.

En su cara ostentaba la nariz de plata como un pico. Corrían historias de que Cabeza de Víbora había mandado fabricar un corazón de plata a su heraldo, pero Fenoglio estaba seguro de que en el pecho de Pífano latía un corazón humano. Nada había más cruel que un corazón de carne y sangre, porque sabía qué provoca dolor.

—¿No los queréis para las minas? —la mujer que alzó la voz esta vez no se adelantó como Minerva, sino que permaneció oculta entre las demás.

Pífano no contestó. Se miraba las uñas, pues se sentía orgulloso de sus uñas sonrosadas, cuidadas como las de una mujer, según descripción de Fenoglio. Ay, qué emocionante era siempre que ellos se comportasen exactamente como él había ideado.

«¡Por las noches te las lavas en agua de rosas, miserable!», pensó Fenoglio mientras Despina clavaba sus ojos en Pífano, igual que un pájaro en el gato que se dispone a devorarlo. «Y las llevas tan largas como las mujeres que hacen compañía a Pardillo…»

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