El que hablaba permanecía muy tieso mientras contemplaba el alba con las piernas ligeramente separadas y las manos en las caderas. Era un hombre alto, delgado y musculoso, con el torso desnudo pese al frío de la mañana. La luz del Gordo Satanás le enrojecía aún más la piel cobriza. Tenía pómulos altos y angulosos, una mandíbula pesada y prominente, y una melena rala y larga hasta los hombros, renegrida como la de Gwen. Y en los antebrazos —antebrazos oscuros sembrados de vello negro— lucía dos brazaletes igualmente macizos. Jade-y-plata en el izquierdo, hierro negro y piedraviva roja en el derecho.
Dirk no se movió del ala de la raya voladora. El hombre clavó sus ojos en él.
—Usted es Dirk t'Larien, y en su tiempo fue amante de Gwen.
—Y usted es Jaan.
—Jaan Vikary, del clan de Jadehierro —dijo el otro; se adelantó y alzó las manos con las palmas desnudas hacia afuera.
Dirk ya conocía el gesto. Se incorporó y apretó las palmas contra las del kavalar. Al hacerlo notó otra cosa; Jaan usaba un cinturón de metal negro y lustroso, y llevaba al costado una pistola láser.
Vikary vio la expresión de su rostro y sonrió.
—Todos los kavalares van armados. Es una costumbre… Y muy apreciada. Espero que usted no se disguste tanto como el amigo de Gwen, el kimdissi. y que no sea tan prejuicioso. En tal caso, el defecto es de usted, no de nosotros. Larteyn es parte de Alto Kavalaan, y nadie puede pretender que otra cultura se adapte a la propia.
Dirk volvió a sentarse.
—No. Quizá debí suponerlo, por lo que oí anoche. Simplemente me parece extraño… ¿Hay guerra en algún lado?
Vikary esbozó una sonrisa muy tenue, mostrando apenas los dientes.
—Siempre hay guerra en algún lado, t'Larien. La vida misma es una guerra —hizo una pausa—. Ese nombre, t'Larien…, es raro. Nunca oí uno similar, y mi
teyn
Garse tampoco. ¿En qué mundo nació usted?
—Baldur. Muy lejos de aquí, al otro lado de la Vieja Tierra. Pero apenas lo recuerdo. Mis padres se establecieron en Avalon cuando yo era muy pequeño.
Vikary asintió.
—Y por lo que Gwen me dijo, usted ha viajado mucho. ¿Qué mundos ha visitado?
Dirk se encogió de hombros.
—Prometeo, Rhiannon, Estarroca, el Mundo de Jamison, entre otros. Avalon, desde luego. Una docena en total, lugares más primitivos que Avalon en general, en los que se necesita a una persona con mis conocimientos. Encontrar trabajo suele ser fácil si uno ha estado en el Instituto, aunque no se tenga una habilidad o un talento especial. Me viene muy bien, pues me gusta viajar.
—Y sin embargo nunca hasta ahora había estado más allá del Velo del Tentador. Sólo en las ruindas, y nunca en los mundos exteriores. Aquí encontrará cosas diferentes, t'Larien.
Dirk frunció el ceño.
—¿Cuál es la palabra que ha utilizado? ¿Ruindas?
—Las ruindas —repitió Vikary—. Ah, jerga de los lobunos. Los mundos arruindados, o los mundos arruinados, como usted prefiera. Un giro que aprendí de varios lobunos amigos con los que estudié en Avalon. Se refiere a la esfera estelar entre los mundos exteriores y las colonias de la primera y segunda generación cercanas a la Vieja Tierra. Fue en las ruindas donde los hranganos saturaron las estrellas y esclavizaron otros mundos y lucharon contra los Imperiales de la Tierra. Casi todos los planetas que usted ha nombrado ya eran conocidos entonces, y la antigua guerra los afectó seriamente. El colapso los arruinó. El mismo Avalon es una colonia de la segunda generación, y en su tiempo fue capital de distrito. Es una distinción para un mundo tan distante en nuestro mundo posterior al interregno, ¿no le parece?
Dirk asintió.
—Sí, conozco un poco la historia. Usted parece conocerla bien.
—Soy historiador —dijo Vikary—. He consagrado casi todos mis afanes a hacer historia a partir de los mitos de mi propio mundo, Alto Kavalaan. Jadehierro me envió a Avalon, pese a los gastos, para investigar los bancos de memoria de las viejas computadoras a ese solo efecto. Pero pasé allí dos años estudiando, con mucho tiempo libre, y la historia del hombre llegó a interesarme en un sentido más amplio.
Dirk guardó silencio y volvió a contemplar el amanecer. El disco rojo del Gordo Satanás se había elevado un poco y se divisaba una tercera estrella amarilla. Estaba un poco más al norte que las demás, y era sólo una estrella.
—La estrella roja es supergigante —murmuró Dirk—, pero allá arriba parece apenas mayor que el sol de Avalon. Debe de estar muy lejos. Tendría que hacer más frío, los hielos ya deberían avanzar. Pero sólo hace fresco.
—Gracias a nosotros —le dijo Vikary con cierto orgullo—. No a Alto Kavalaan, en realidad, pero no obstante es mérito de los mundos exteriores. En Tóber se preservó buena parte de los conocimientos tecnológicos de los Imperiales de la Tierra perdidos durante el colapso, y los toberianos los han incrementado con los siglos. Sin el escudo que fabricaron, el Festival habría sido imposible. En el perihelio, el calor de la Corona del Infierno y del Gordo Satanás habría hecho evaporar la atmósfera y hervir el mar de Worlorn, pero el escudo toberiano impidió ese desastre y tuvimos un verano largo y luminoso. Ahora, del mismo modo, ayuda a conservar el calor. Pero tiene sus limitaciones, como todo. El frío llegará.
—No pensé que nos fuéramos a conocer así —dijo Dirk—. ¿Por qué ha subido a la azotea?
—Quise probar suerte. Hace muchos años Gwen me dijo que a usted le gustaba contemplar el alba. Y también otras cosas, Dirk t'Larien. Sé mucho más acerca de usted, que usted acerca de mí.
Dirk rió.
—Bueno, eso es verdad. Yo me enteré anoche de la existencia de usted.
Jaan Vikary le miró con dureza y severidad.
—Pero existo. Recuérdelo, y podremos ser amigos. Tenía esperanzas de encontrarle solo y decirle esto antes de que los otros se levantaran. Esto no es Avalon, t'Larien. Y hoy no es ayer. Este es un mundo agonizante, un mundo sin códigos, de modo que cada uno de nosotros tiene que aferrarse con firmeza al código que conoce, sea cual fuere. No ponga a prueba el mío. Desde mi estadía en Avalon he tratado de considerar que soy Jaan Vikary, pero sigo siendo un kavalar. No me obligue a ser Jaantony Riv Lobo alto-Jadehierro Vikary.
Dirk se incorporó.
—No estoy seguro de entenderle —dijo—. Pero le aseguro que no soy tan intratable. Por cierto, no tengo nada contra usted, Jaan.
Vikary pareció satisfecho. Cabeceó con lentitud y hundió la mano en el bolsillo del pantalón.
—Un emblema de mi amistad y aprecio por usted —dijo extrayendo un broche de metal negro para el cuello, con forma de pez raya. ¿Lo usará mientras permanezca aquí?
Dirk tomó el broche.
—Si usted quiere —dijo, sonriendo ante la formalidad del otro. Y se lo clavó en el cuello de la chaqueta.
—El alba aquí es triste —dijo Vikary—, y el día no es mucho mejor. Baje a nuestros aposentos. Despertaré a los demás y comeremos algo.
El aposento que Gwen compartía con los dos kavalares era inmenso. Un hogar de dos metros de altura y cuatro de largo, con una repisa gris pizarra donde dos gárgolas relucientes se arqueaban para vigilar las cenizas, dominaba la alta sala de estar. Vikary guió a Dirk a través de la sala, cubierta por una extensa y mullida alfombra negra, hasta un comedor de casi el mismo tamaño. Dirk se sentó en una silla de madera de respaldo alto, una de las doce que había a lo largo de la gran mesa, mientras su anfitrión iba en busca de comida y compañía.
Al cabo de un rato regresó con una gran fuente llena de carne parda cortada en tajadas y un cesto de galletas. Lo depositó todo frente a Dirk y volvió a marcharse.
Acababa de salir cuando se abrió otra puerta y entró Gwen con una sonrisa somnolienta. En la cabeza llevaba un pañuelo viejo, vestía pantalones descoloridos y una holgada blusa verde de mangas anchas. Dirk reparó en el brillo del pesado brazalete de jade y plata que le ceñía el brazo izquierdo. A corta distancia la seguía otro hombre, casi tan alto como Vikary pero varios años más joven y mucho más esbelto, vestido con una bata pardo rojiza y tornasolada de mangas cortas. Tenía ojos profundamente azules, los más azules que Dirk había visto, incrustados en un rostro delgado y afilado enmarcado por una barba roja y abundante.
Gwen se sentó. La barba roja se detuvo frente a la silla de Dirk.
—Soy Garse Jadehierro Janacek —dijo, al tiempo que le ofrecía las palmas.
Dirk se levantó para saludarle.
Garse Jadehierro Janacek, advirtió Dirk, llevaba una pistola láser a la cintura, metida en una funda de cuero sujeta a un cinturón de malla de acero, plateada. En el antebrazo derecho llevaba un brazalete negro, gemelo del de Vikary, de hierro y algo que parecía piedraviva.
—Probablemente ya sabe quién soy —dijo Dirk.
—Desde luego —repuso Janacek con una sonrisa maliciosa.
Los dos se sentaron.
Gwen ya estaba masticando una galleta. Cuando Dirk estuvo sentado, ella extendió el brazo por encima de la mesa y le acarició el broche que llevaba en el cuello, sonriendo con aire divertido.
—Veo que tú y Jaan ya os habéis conocido —dijo.
—Más o menos —replicó Dirk.
En ese preciso instante regresó Vikary. En la mano derecha asía dificultosamente cuatro picheles de cuero, y con la izquierda aferraba una jarra de cerveza negra. Dejó todo en el centro de la mesa, y luego fue por última vez a la cocina para traer platos y cubiertos, y una jarra esmaltada con una pasta amarilla y dulce que era, les dijo, para untar las galletas.
Cuando Vikary se fue, Janacek empujó los vasos hacia Gwen.
—Sirve —le dijo con un tono más bien perentorio antes de volverse nuevamente hacia Dirk—. Me dicen que usted es el primer hombre que ella conoció —comentó mientras Gwen servía—. Pues le ha dejado una cantidad de hábitos impertinentes —añadió con una sonrisa fría—. Estoy tentado de tomarlo como una ofensa y exigirle a usted una satisfacción.
Dirk quedó estupefacto.
Gwen había llenado tres de los picheles con espumosa cerveza. Puso uno delante del asiento de Vikary, el segundo al lado de Dirk y bebió un largo sorbo del tercero. Luego se enjugó los labios con el dorso de la mano, le sonrió a Janacek, y le alargó el pichel vacío.
—Si vas a amenazar al pobre Dirk a causa de mis hábitos —dijo—, supongo que me corresponde retar a duelo a Jaan por todos los años que he tenido que sufrir los tuyos.
Janacek hizo girar el pichel vacío en las manos y tosió.
—
Perra-betheyn
—dijo con toda naturalidad, y él mismo se sirvió la cerveza.
Vikary regresó un instante después. Se sentó, bebió un trago de su pichel, y se pusieron a comer. Dirk no tardó en descubrir que le gustaba desayunar con cerveza. Las galletas untadas con una generosa porción de esa pasta dulce, eran también excelentes. La carne estaba algo seca.
Janacek y Vikary le interrogaron durante el desayuno, y Gwen, echada hacia atrás como gozando de la escena, apenas intervino. El contraste entre los dos kavalares llamaba la atención. Jaan Vikary se inclinaba hacia adelante al hablar (seguía con el torso desnudo y de cuando en cuando bostezaba y se rascaba con aire ausente), y su tono era vagamente afectuoso y amigable. Sonreía a menudo, y parecía mucho más tranquilo que en la azotea. Pero Dirk no dejaba de entrever cierta deliberación, la de un hombre parco que se esforzaba conscientemente por ser cordial; hasta sus informalidades —las sonrisas, los bostezos— parecían estudiadas y actuadas. Garse Janacek, aunque permanecía más erguido que Vikary y nunca se rascaba y exhibía todas las afectaciones de lenguaje típicas de un kavalar, parecía sin embargo más genuinamente distenso, como un hombre que disfrutaba de las restricciones que su sociedad le había impuesto y a quien jamás se le ocurriría sortearlas. Su conversación era animada e incisiva; soltaba un insulto tras de otro, casi siempre dirigidos a Gwen. Ella le retrucaba a veces, pero con titubeos; Janacek era más experto en ese juego. Parecían ataques sin importancia, réplicas afectuosas, pero varias veces Dirk creyó notar un rastro de verdadera hostilidad. Ante cada enfrentamiento Vikary arrugaba el ceño.
Cuando Dirk aludió a su año de estancia en Prometeo, Janacek no desperdició la oportunidad.
—Dígame t'Larien —le dijo—, ¿considera humanos a los Hombres Alterados?
—Desde luego —repuso Dirk—. Lo son. Los Imperiales de la Tierra se establecieron allí durante el conflicto. Los prometeicos modernos no son sino descendientes del Comando de Guerra Ecológica.
—Por cierto —dijo Janacek—, pero aun así no estoy de acuerdo con la conclusión de usted. Han manipulado sus genes hasta tal punto que en mi opinión han perdido todo derecho de llamarse hombres. Hombres-libélula, hombres-submarino, hombres que respiran veneno, hombres que ven en la oscuridad como hruum, hombres con cuatro brazos, hermafroditas, soldados sin estómago, hembras de laboratorio sin sensibilidad… Esas criaturas no son hombres. O con más precisión, son no-hombres.
—No —dijo Dirk—. He oído el término no-hombre. Es un vocablo común en muchos mundos, pero alude a gente que ha sido transmutada en tal forma que no puede mezclarse con otras razas. Los prometeicos se han cuidado de sortear ese inconveniente. Los líderes, que como sabrá, son bastante normales, con sólo alteraciones menores para la longevidad y detalles por el estilo, bueno…, los líderes hacen incursiones regulares a Rhiannon y Estarroca, como usted sabrá. En busca de humanos normales…
—Pero ni siquiera la Tierra es terranormal desde hace varios siglos —interrumpió Janacek, luego se encogió de hombros—. No viene al caso, ¿verdad? La Vieja Tierra está muy lejos, de todas maneras. Solo nos llegan rumores que ya tienen siglos. Continúe.
—He dicho cuanto quería decir. Los Alterados siguen siendo humanos. Aun las castas inferiores, las más grotescas, los experimentos fallidos descartados por los cirujanos, todos ellos pueden tener contacto físico con los demás y reproducirse. Por eso mismo los esterilizan, pues temen que se reproduzcan las anormalidades, con mayor énfasis aún.
Janacek bebió un trago de cerveza y le miró con sus intensos ojos azules.
—Entonces…, sí pueden tener contacto —sonrió—. Dígame t'Larien; durante el año que estuvo en ese mundo, ¿tuvo oportunidad de comprobarlo personalmente?
Dirk se sonrojó y se sorprendió mirando a Gwen como si de algún modo ella tuviera la culpa.