Asentí, satisfecho con su respuesta. No era lo que había esperado de él, pero me daba una idea más clara de quién era ese hombre.
—Además —añadió al cabo de unos instantes—, quería irme a casa y volver a ver a mi esposa. El deber, la lealtad y el buen servicio son una cosa, muchacho, pero el amor es otra bien distinta. Quizá lo descubras por ti mismo algún día.
Sonreí y me sonrojé al pensarlo. Me pregunté si podría esperar eso mismo en mi propio futuro, fuera lo que fuese que me deparara, por corto o largo que fuera. Deber, lealtad y buen servicio.
Y amor.
Con la lluvia arreciando sobre nuestras cabezas, el cirujano Ledward se encontró en la delicada situación de tener que atenderse a sí mismo, pues padecía los más espantosos calambres en el estómago y los intestinos, y al advertir la palidez de su rostro confieso que le rogué al Señor que lo aliviara del sufrimiento y le diera su recompensa. No iba a ser así, sin embargo, pues el pobre hombre continuó sintiendo los tormentos gemelos de la fatiga y el hambre, y de vez en cuando se aferraba el cuerpo soltando gritos que suscitaban tanto la compasión como la irritación de sus compañeros pasajeros.
En determinado momento el capitán acudió a su lado pero, al carecer de formación en las artes médicas, poco pudo hacer por ayudarlo; se tendió en cambio a su lado y le habló al oído. No oí qué le decía —ninguno de nosotros llegó a captar las palabras—, pero tal vez le hizo algún bien, pues el cirujano no tardó en poner fin a sus movimientos y gritos y al cabo de poco no era más que otra alma en el bote, esforzándose en conservar tanto los ánimos como la vida contra las opresivas fuerzas de la lluvia, el mar y la degradación.
Por la tarde nos acercamos a más acantilados, y después a una serie de islas deshabitadas, lo bastante estrechas para que un hombre sano las recorriera andando de un lado a otro en una mañana. Atracamos brevemente en varias de ellas con la esperanza de encontrar más comida, y el señor Bligh en persona recogió unos buenos puñados de ostras, pero eran tan pequeñas que apenas habrían bastado para el desayuno de un hombre, no digamos ya para la cena de dieciocho.
En la segunda isla encontramos indicios de la existencia de tortugas pero, para nuestra decepción, ningún ejemplar. Rastreamos la espesura y las playas en su busca, pero eran demasiado sabias para dejarse descubrir o bien se habían confundido como camaleones con las marismas, y una vez más nos fuimos con las manos vacías. Cuando cayó la noche, estábamos de nuevo en el cascarón poniendo rumbo a lo que el capitán llamaba la isla de Timor pero nosotros bautizamos como «No sabemos dónde está».
—Oh, lo que daría por una hora de Michael Byrn —me llegó una voz desde el centro del bote cuando avanzábamos en silencio en las aguas nocturnas. Estuve de acuerdo, pues un poco de música del violinista del barco sin duda nos habría animado en gran medida; hasta el recuerdo de nuestros bailes cotidianos para tonificar nuestro torrente sanguíneo se me antojaba agradable.
—El señor Byrn es un pirata y un amotinado —espetó el capitán Bligh a modo de respuesta—. Y no toleraré que su nombre se pronuncie en este bote.
—Sí, pero podría habernos tocado
Nancy la de los temporales
—intervino el señor Hall con cierta tristeza, y no pude evitar acordarme de la tarde en que lo habían elegido para bailar esa misma canción y yo había cometido la insensatez de seleccionar al señor Heywood, aquel perro, como su pareja. Todo aquello parecía muy lejano, como si hubiese ocurrido en una vida distinta, cuando yo no era más que un chaval.
—No quiero ni oír hablar de ello —repuso el capitán. En otras circunstancias lo habría dicho a voz en grito, pero esa noche estaba demasiado fatigado para forzar el tono—. Si algún hombre quiere cantar, que lo haga —añadió—. Pero nada de mencionar a traidores y nada de entonar esa canción.
Nadie se molestó en hacerlo. No teníamos la energía necesaria.
Cuando Fletcher Christian, aquel cerdo miserable, despojó por la fuerza al señor Bligh de su legítimo mando, le permitió llevarse el diario de a bordo, y el capitán se pasaba buena parte de las veladas garabateando en él con un lápiz. Algunas noches escribía mucho rato, otras brevemente, pero juro que no transcurría un solo día en que no hiciera alguna mención de nuestro avance.
—Porque tarde o temprano llegaremos a casa —me dijo con un asomo de sonrisa cuando le pregunté por qué se molestaba en hacerlo—. Y cuando lo hagamos, habremos completado toda una hazaña de navegación. Escribo en el diario para dejar constancia de cuanto ha ocurrido desde que abandonamos la
Bounty
, y para tomar nota de las islas, los arrecifes y las costas que hemos visto por el camino. Ése es mi deber como navegante.
—¿Escribe sobre mí ahí, señor? —quise saber.
Soltó una carcajada y negó con la cabeza.
—No es una novela, joven Turnstile. Es un registro de lugares destacables, de la flora y la fauna, de longitudes y latitudes que puedan resultar de interés para futuros viajeros. No es mi diario personal.
—¿Tiene intención de convertirlo en un libro? —pregunté entonces.
—¿En un libro? —inquirió, frunciendo un poco el entrecejo—. No lo había considerado. Imagino que supondrá un archivo de datos para los almirantes, no para el populacho. ¿Crees tú que sería de interés para el lector corriente?
Me encogí de hombros, pues qué sabía yo de lectores, si sólo había leído dos libros en mi vida y ambos trataban de la tierra de China.
—Tal vez podría preguntárselo al señor Zéla —sugerí—. El caballero francés, quiero decir. El que me metió en todo este lío.
—Ah, Matthieu, sí —asintió él—. Aunque la verdad, joven Turnstile, en mi opinión fue más bien culpa tuya que suya que acabaras ocupando un puesto en nuestro barco, ¿no crees?
—Tal vez —admití.
—Pero quizá tienes razón. Es posible que al almirantazgo le parezca adecuado publicar mi informe para que los hombres y damas decentes de Inglaterra conozcan con exactitud la personalidad de oficiales como Fletcher Christian y Peter Heywood. Sus nombres serán objeto de la infamia después de esto, Turnstile, te lo aseguro —declaró. No lo dudé ni por un instante y se lo hice saber, sugiriendo que sin duda merecería la pena leer sus memorias. El capitán me sonrió y luego soltó una risita—. Turnstile, ¿te ha dado demasiado el sol?
—No, señor. ¿Por qué?
—Hoy se te ve de lo más animado.
—Es mi personalidad, señor —repuse, un poco ofendido por el comentario—. ¿No se había dado cuenta?
Sin contestarme, contempló los puntitos de islas que pasábamos a derecha e izquierda en nuestro camino hacia mar abierto.
—El estrecho de Endeavour —me reveló—. Es magnífico, ¿verdad? Nuestra experiencia casi merece la pena sólo para atravesarlo en una embarcación así.
—Sí, señor —repuse mirando alrededor, y lo cierto es que tenía razón. Era un espectáculo precioso, y más bonito habría sido aún de no haber llevado más de un mes contemplando el agua sin cesar.
Y he aquí el tormento que nos aguardaba. Llevábamos ya treinta y ocho días de navegación, deteniéndonos en islas, cuando las encontrábamos, para descansar y buscar sustento, pero sabía muy bien por los mapas que había estudiado día tras día durante un año en el camarote del capitán que, una vez cruzáramos el estrecho de Endeavour, no nos quedaba otro sitio al que ir que Timor, y estaba al menos a una semana de viaje. Tendríamos que conservar las provisiones y sobrevivir tanto al hambre como a la sed hasta que volviésemos a avistar tierra, pero cuando lo hiciésemos, si es que lo hacíamos, nuestro viaje habría concluido y nos habríamos salvado.
Ese día había expresiones de resignación en los rostros de muchos hombres. Algunos, como Peter Linkletter y George Simpson, que tenían días buenos y malos en lo que a su salud concernía, parecían atemorizados ante lo que nos aguardaba, y creo que si alguno de los demás hubiese expresado la menor duda se habrían sumido en la total consternación. Otros, como Robert Lamb, parecían casi entusiasmados ante el desafío que nos aguardaba, con la confianza de saber que, pasara lo que pasase, no tendríamos que soportar aquellas duras condiciones mucho más. Y luego había otros, como el capitán o el señor Fryer, que se limitaban a mostrar su expresión habitual de paciencia y no cesaban de mirar al frente, convencidos de la salvación. Yo abrigaba en la mente los temores del primer grupo; en el alma, la valentía del segundo; y en el corazón, el deseo de ser como el tercero, pues eran ellos quienes lograrían que sobreviviéramos, o al menos eso creía yo.
Cuando el capitán nos proporcionó esa noche la cena del contenido del cajón, la ración fue recibida con suspiros e indicios de cierta decepción entre los hombres.
—Ya saben cuál es nuestra situación —declaró el señor Bligh moviendo la cabeza—. Saben qué nos espera esta última semana o más. Debemos comer lo estrictamente necesario para que la mente y el cuerpo sigan funcionando. No nos queda alternativa si hemos de sobrevivir.
Estuvimos de acuerdo, por supuesto, pero las cosas no fueron más fáciles.
A lo largo de toda la jornada tuve una ligera sensación de mareo, como si mi mente no me perteneciera del todo. Después de remar durante dos horas, me levanté y tuve que agarrarme a los hombros de dos compañeros para no caerme, lo que no les gustó demasiado, tal como me hicieron saber. Traté de consultar al cirujano Ledward sobre el asunto, pero estaba sumido en un duermevela, y cuando estaba consciente no parecía el de siempre, de manera que lo dejé en paz.
Aparte de eso recuerdo bien poco de aquel día, a excepción de unos cuantos gruñidos por parte de los hombres cuando el capitán canceló la comida de mediodía y nos ofreció tan sólo desayuno y cena, y bien poca cosa en cada uno de ellos. No podía hacer mucho más. Quería que sobreviviéramos.
La lluvia fue también una desgracia. De eso sí me acuerdo.
Volví a sentirme enfermo: cada vez que alzaba la vista al cielo me encontraba con que tenía que agarrarme para conservar al menos alguna sensación de realidad. Uno de mis ojos, el izquierdo según recuerdo, se me nubló hasta el punto de no ver por él. Parpadeé con furia, en vano, y cuando informé de ello al capitán, dijo que era por culpa del hambre, que le jugaba malas pasadas a mi cuerpo. Buscó la confirmación del cirujano Ledward, pero el hombre se limitó a asentir y decir que de eso se trataba antes de volverse de espaldas, una rara actitud ante el capitán. Me pareció que estaba hundido, de modo que lo dejamos en paz.
—Quizá cuando despiertes mañana te encontrarás mejor —sugirió el capitán, un comentario que sólo sirvió para irritarme y no me ayudó un ápice.
—O quizá estaré ciego de los dos ojos —repliqué—. ¿He de esperar a mañana para averiguarlo?
—Bueno ¿y qué quieres que haga, Turnstile? —repuso, irritado a su vez—. Debemos concentrarnos en la supervivencia, en nada más.
Maldiciendo por lo bajo me dirigí de vuelta a mi sitio, que en mi ausencia se había visto invadido por tres hombres, y tuve que arremeter verbalmente contra ellos para que accedieran a moverse. Me parecía que los días eran cada vez más largos y mis niveles de tolerancia al tormento que padecíamos disminuían con cada minuto que pasaba. En el pasado siempre había existido la esperanza de una isla, de un lugar en que descansar y comer, donde sabíamos que no íbamos a perecer ahogados. Ahora no nos quedaba nada más que océano, y vaya si no era un lugar ferozmente solitario. El capitán dijo que no sabía cuándo avistaríamos Timor, que quizá faltaba aún una semana, y me pregunté si todos sobreviviríamos al viaje. En realidad teníamos suerte de haber perdido un solo hombre hasta entonces, a John Norton, pero había al menos media docena que me parecían destinados a liar el petate en un tiempo muy breve si no llegaba nuestra salvación.
Lo cierto es que yo me sentía uno de ellos.
Hubo gran consternación ese día con respecto al estado del cirujano Ledward, que parecía empeorar con tremenda rapidez. Como consecuencia de ello, el capitán le dio una ración mayor de comida y agua que la del resto, pero no nos quejamos de que así fuera. Para mi desgracia me vi obligado a sentarme junto a él gran parte del día, lo cual no me gustó ni poco ni mucho, pues temía que fuera a expirar justo delante de mis ojos, un presagio terrible para mi propia supervivencia. Luego resultó que estaba siendo demasiado pesimista, porque el cirujano permaneció con nosotros todo el día, al igual que otros, Lawrence LeBogue entre ellos, que parecían casi en tan mal estado como él.
El señor Hall y yo pasamos dos horas remando codo con codo, y cuando nos sustituyeron William Peckover y el capitán, nos sentamos cerca de la proa del bote. Advertí que el cocinero tenía una curiosa sonrisa plantada en la cara y quise saber la razón, pues sospechaba que se burlaba mentalmente de mí.
—No te rasgues las vestiduras, muchacho —repuso, un magnífico comentario considerando que esas mismas vestiduras estaban ya en un estado terrible, rasgadas y hechas jirones por todas partes—. Sólo estaba recordando, eso es todo. Pensaba en la primera vez que subiste a bordo de la
Bounty
. En lo verde que estabas.
—Sí, es verdad —admití—. Pero nunca había estado a bordo de un barco, y mucho menos en una de las fragatas de su majestad. Me perdonará que no supiera muy bien dónde pisaba.
—Aprendiste rápido, desde luego —comentó.
—Y usted fue amable conmigo cuando llegué. No como el señor Samuel, esa vieja comadreja; me hizo sentir inferior desde el instante en que subí a bordo. Me dijo que hasta el último hombre del barco estaba por encima de mí y no paró de darme órdenes.
—Nunca me ha caído muy bien ese hombre, la verdad —dijo el señor Hall con una mueca de desagrado—. Por mí podría haberse quedado con el señor Christian y sus piratas. A estas alturas estaría pasándoselo en grande con la mitad de las muchachas de Otaheite —añadió con un suspiro.
—Es más feo que Picio —aduje—. Ni se le habrían acercado.
—¿Y tú, Tunante, echas de menos la isla? —me preguntó.
—Echo de menos el sustento. Echo de menos la sensación de tener la barriga llena y un sitio decente donde dormir por las noches. Echo de menos la seguridad de despertar vivo por la mañana.