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Authors: José Javier Esparza

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Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (23 page)

BOOK: Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval
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Galib cambia de bando y pierde la cabeza

¿Qué hizo Galib, el viejo general eslavo, tantas veces victorioso sobre León y sobre Castilla? Algo realmente asombroso: para mantener su posición, pidió ayuda a… ¡los cristianos!

Sorprende, desde luego, que un general de Córdoba, visir del califato, gobernador de la Marca Media, auténtico flagelo de la repoblación castellana, decidiera cambiar de bando y pactar con los mismos que hasta pocos meses antes habían sido sus enemigos. Seguramente la deserción de Galib sólo puede ser interpretada de una manera: el despotismo de Almanzor era tan insoportable, su dictadura se había convertido en algo tan intolerable, que no cabía otra opción que pasarse al bando enemigo. Galib, por otra parte, no era ningún ingenuo: había visto con sus propios ojos cómo Almanzor eliminaba uno tras otro a sus rivales, incluso a aquellos que un día habían sido sus aliados, como el desdichado hayib al-Mushafi. Sin duda Galib, que era de la misma generación que al-Mushafi, la vieja guardia de Abderramán III, entendió que su vida corría peligro.

Es así como el gobernador moro de Medinaceli, nuestro Galib, envía mensajeros a García Fernández, conde de Castilla. No conocemos la naturaleza del pacto que suscribieron.Tampoco sabemos si medió algún factor de tipo religioso. Galib, al fin y al cabo, había sido cristiano antes de verse esclavo y converso al islam. Pero lo que sí está claro es la enorme importancia de aquel paso para la situación estratégica general. Medinaceli era la plaza fundamental en el dispositivo militar de Córdoba, aseguraba la comunicación entre la capital del califato y Zaragoza y taponaba la expansión castellana por el sur y el este. Con Medinaceli y toda la Marca Media aliada a los cristianos, el mapa militar experimentaría un vuelco peligrosísimo para los intereses de Córdoba.

García Fernández entendió inmediatamente la trascendencia del negocio. El conde de Castilla había atacado sin cesar las posiciones moras en Deza, en Sigüenza, en Atienza, en Barahona: exactamente las posiciones que Galib controlaba. El propio Galib le había derrotado en Langa. Pero ahora el viejo general quería ser su amigo y Castilla no podía desaprovechar esa oportunidad. Las tropas de Galib eran cuantiosas y, sobre todo, fieles a su anciano jefe. Las huestes castellanas acababan de demostrar su fiereza en la campaña del año anterior. Para reforzar su posición, y sabiendo que León no cedería tropas, García Fernández pidió ayuda a Pamplona. Así comparece también en el campo de batalla Ramiro Garcés, el hermano del rey Sancho Abarca. La coalición es potente. Su objetivo: empujar la frontera musulmana hacia el sur, más allá de Atienza.

La posición de Atienza, en el norte de Guadalajara, era de gran importancia para Castilla. Plantar allí una fortaleza bien defendida permitiría asegurar una enorme extensión de terreno para la repoblación: desde el cauce del Duero en Gormaz hasta las sierras del Sistema Central. Desde mucho tiempo atrás, Atienza había conocido la visita de las armas cristianas. Si permanecía en manos musulmanas era, precisamente, por el buen dispositivo de defensa que había organizado Galib. Pero ahora Galib estaba con los cristianos. Realmente la oportunidad merecía la pena.

Almanzor no se quedó quieto, evidentemente. Quería acabar con Galib. Lo hubiera hecho de cualquier modo.Y ahora esta deserción le daba la oportunidad de hacerlo como a él le gustaba, de manera implacable y con deshonor para el vencido. Abu Amir tenía recursos de sobra para una empresa de este género: su control del norte de África le había proporcionado inagotables contingentes bereberes. Así, esta vez Almanzor puso toda la carne en el asador. Movilizó a un ingente ejército y llevó consigo a sus mejores generales:Yafar ben Alí ben Hamdún, Abu Ahwas Man ben Abdelaziz, Hassán ben Ahmad ben Abdalwudud… Los moros salieron al encuentro de la coalición en el castillo de San Vicente, cerca de Atienza. Era el 10 de julio de 981.

Sabemos muy poco del combate, salvo su resultado. Los aliados de Castilla, Pamplona y Medinaceli hicieron frente a la acometida musulmana. En algún momento, sin embargo, las huestes de Galib flaquearon y abandonaron la lucha. Castellanos y pamploneses quedaron solos ante la ola berebere de Almanzor. La derrota era inevitable.A Ramiro, el navarro, las fuentes moras le dan por muerto aquí (las fuentes cristianas, no). El propio García Fernández resultó herido. ¿Qué había pasado? Había pasado que Galib, el viejo general, encontró la muerte en el curso de la lucha.

La muerte de Galib tuvo algo de lamentable. En el curso del combate, ante el castillo de San Vicente, el caballo del viejo general se encabritó. A Galib, casi ochenta años, le fallaron las fuerzas. El anciano no pudo dominar al animal y se golpeó la cabeza contra el arzón de la silla. Galib cayó desplomado. Ninguna flecha le tocó, ninguna espada le hirió. El veterano vencedor de tantas batallas perdía la vida de manera puramente accidental. Sus tropas, al ver muerto al viejo jefe, se desordenaron y huyeron. Al general Galib se le había hurtado la posibilidad de combatir en el último trance.Y la coalición perdió la batalla.

Almanzor, una vez más victorioso, se apresuró a tomar el cuerpo de Galib. ¿Para rendirle un último homenaje? No, todo lo contrario. Abu Amir, implacable, ordenó decapitar al anciano. Luego recogió la cabeza y, cruel, se la envió a su esposa Asmá, la hija del general. Después mandó que la cabeza de Galib fuera expuesta en el palacio de Córdoba. Así terminaba el último vestigio del viejo orden califal.

Pero aquella campaña de 981 no fue desdichada sólo para Galib y sus aliados de Castilla y Pamplona. Mientras Almanzor atacaba en el este la frontera castellana, otro ejército moro, por supuesto siguiendo órdenes de Abu Amir, avanzaba por el oeste en tierras de León. Este segundo ejército lo mandaba un general llamado Abdalá y no era poca cosa: la caballería de Toledo, los jinetes de Córdoba y un cuerpo de infantería. Su objetivo, Zamora, nada menos. Los moros llegaron hasta sus murallas. Asediaron la ciudad. La resistencia fue dura, pero Zamora finalmente sucumbió. La ciudad fue saqueada, así como todas las aldeas de los alrededores —las fuentes moras dicen que más de un millar—, y todas las iglesias y monasterios fueron incendiados. Abdalá volvió a Córdoba con cuatro mil cautivos para el mercado de esclavos de la capital.

La destrucción de Zamora era más de lo que el Reino de León podía tolerar.Y así la corte de Ramiro III, que muy pocos meses antes había negado refuerzos a García Fernández por miedo de provocar a Córdoba, cambió súbitamente de política. García Fernández tenía razón: había que darla batalla. Habría alianza contra Almanzor. Se avecinaban jornadas decisivas para España entera.

El épico sacrificio de Simancas

Aún no había terminado el verano de 981 cuando Ramiro III, el conde de Castilla y el rey Sancho de Navarra sellaron el pacto: los poderes de la cristiandad hacían frente común contra Almanzor, que acababa de destrozar Zamora. Las tropas cristianas se van a concentrar en algún lugar del valle medio del Duero. Pero Almanzor, consciente de tener en sus manos la más formidable máquina militar de su tiempo, se apresura a desbaratar la intentona. El escenario, Rueda. Allí tendrá lugar el choque decisivo.

Rueda, en Valladolid, al sur de Tordesillas. Otros autores dicen que la Roda de las crónicas no es la Rueda vallisoletana, sino Roa, en Burgos. En todo caso, da igual. Hay que tener en cuenta que las campañas de Almanzor, en su mayor parte, nos han llegado como escuetas menciones que, además, ni siquiera guardan coherencia cronológica. Así las cosas, lo mejor que podemos hacer es atenernos a lo más significativo, a lo esencial de los hechos.Y los hechos, en este caso, fueron particularmente trágicos.

Las tropas de Almanzor y las huestes cristianas se encuentran, pues, en Rueda, donde quiera que estuviese ese lugar.Terminaba el verano de 981. Las crónicas moras dicen que Almanzor llevaba a todo su ejército consigo. Parece que el dictador de Córdoba tenía claro un objetivo: desmantelar sistemáticamente toda la línea de la repoblación cristiana en el Duero. Desde ese punto de vista, el movimiento de Abu Amir era perfectamente coherente; después de destruir Salamanca, Cuéllar, Ledesma y Zamora, nada más lógico que buscar a los cristianos en el núcleo mismo de su línea fundamental, en el Duero medio.Y nada más natural, también, que emplear para ello al grueso de su enorme ejército.

Hay que subrayar una y otra vez que el gran secreto de la fuerza de Almanzor —al margen de las evidentes virtudes políticas del personaje y de una voluntad de poder irrefrenable— residía en un ejército extraordinariamente numeroso, muy bien pertrechado y generosamente pagado. ¿De qué números estamos hablando? Según los estudios más recientes, podemos evaluar el conjunto de la fuerza militar musulmana, en este momento, en torno a los setenta mil hombres como tropa permanente. Esa potencia, extraordinaria para la época, era el producto de la política de Almanzor: las incorporaciones masivas de contingentes bereberes.Y por eso los ejércitos de Almanzor eran invencibles.

Del curso de la batalla de Rueda sólo conocemos su resultado. Las líneas cristianas quedaron desarboladas por la superioridad numérica sarracena. Las huestes de Ramiro III de León, Sancho Abarca de Navarra y el conde García Fernández de Castilla no tuvieron la menor oportunidad. Tan quebrantadas quedaron las tropas cristianas que Almanzor, una vez deshecho el frente enemigo, se aplicó a explotar el éxito con un objetivo estratégico de primera magnitud: Simancas, la gran vigía de la repoblación hacia los campos de Valladolid y Salamanca, la guardiana del camino hacia León.

Aun dentro de la bruma cronológica y geográfica de estos hechos, conocemos algunos datos del asedio de Simancas.Y lo que sabemos es estremecedor. Dice la crónica musulmana:

Almanzor conquistó Simancas por la fuerza el mismo día que acampó ante ella. Arrasó sus murallas y destruyó la ciudad tomando cautivos a sus habitantes y regresando con diecisiete mil cautivas. Aquí realizó tan gran matanza entre los cristianos que las aguas del río se tiñeron de rojo por la sangre vertida.

Gran matanza, en fin. ¿Tanto como dice la crónica mora? Seguramente, no. Por ejemplo, es inimaginable que en Simancas y alrededores hubiera 17.000 mujeres a las que poder capturar. Téngase en cuenta que una ciudad como Zamora, que era una gran ciudad, no acogería en la época a más de mil habitantes. Pero que hubo batalla en Simancas, y con victoria de Almanzor, eso sí es indudable. Un documento de Santiago de Compostela describe la toma de Simancas con acentos muy semejantes a los de la crónica sarracena:

Almanzor llegó ante los muros de la ciudad con un gran ejército e inmediatamente inició el asedio con arcos y saetas; los moros rompieron los muros, abrieron una puerta e irrumpieron en la villa pasando a cuchillo a todos los que encontraron.

La defensa de Simancas pudo ser tenaz, pero estaba condenada de antemano al fracaso. Podemos imaginar el terror de los defensores de la plaza, con toda seguridad no más de un par de millares porque más no cabían allí—, ante la masa inmensa de las huestes de Almanzor, con sus fundíbulos, arietes y catapultas. ¿Cuántos guerreros alinearía Almanzor en esa campaña?Ya hemos visto que en ese momento los ejércitos del califato en la Península sumaban setenta mil hombres. Con que Abu Amir hubiera empleado en esta campaña tan sólo a un tercio de esa fuerza, ya dispondría de una superioridad aplastante.

Conocemos también algunos nombres de los defensores. El jefe de la plaza era un noble llamado Nepociano Díaz. Este Nepociano murió en la defensa. El mismo camino siguió un caballero asturiano llamado Tructino Vermúdez. Otro de los defensores, un zamorano llamado Sarracino lohannis, fue capturado vivo. Conducido a Córdoba, estuvo en prisión dos años y después fue decapitado junto a los demás cautivos de Simancas. La vieja plaza que había visto la gran victoria de 939 cayó ahora sin remedio ante un enemigo imbatible. Parece que Almanzor consideró incluso la posibilidad de seguir camino hasta la mismísima León, pero una tormenta de viento y nieve frustró el proyecto. De momento.

Las consecuencias políticas de la doble derrota de Rueda y Simancas fueron enormes. Primero, en Castilla: los colonos abandonaron Atienza y Sepúlveda, que eran las avanzadillas de la repoblación en el Sistema Central, y se replegaron hacia la línea del Duero. De esta manera quedaba deshecho el trabajo de más de medio siglo de reconquista. Permanecieron, según parece, numerosos colonos desperdigados por la zona, e incluso algunos núcleos de población estable, pero el condado de Castilla perdió cualquier control político sobre la región.

También hubo consecuencias políticas —evidentemente, de signo contrario— para Córdoba. Para empezar, es en este momento cuando Abu Amir adopta el título de al-Mansur, Almanzor, «el victorioso». Quedó dispuesto que el nombre de Almanzor se pronunciara después de la mención al califa en todas las oraciones de Al-Ándalus.Asimismo, el nuevo título de Abu Amir tendría que aparecer en todo documento oficial, incluso en las monedas y en los bordados.Almanzor ordenó también que a partir de ese momento se le llamara «señor», y que los súbditos que se presentaran ante él le besaran la mano, como hacían con el califa. El dictador de Córdoba alcanzaba la cumbre de su poder.

Pero donde mayores y más graves resultaron las consecuencias políticas de la doble derrota fue, sin duda, en el interior del Reino de León. Con Simancas desmantelada y Zamora arruinada, los grandes condes del reino —que eran, recordemos, los que cortaban el bacalaoquedaron literalmente en manos de Córdoba. Los de Monzón y Cea, los de Luna y Saldaña, todos ellos veían ahora sus tierras expuestas a la invasión mora. El joven rey, Ramiro III, de veinte años en ese momento, que ya se había ganado la enemistad de los nobles por sus intentos de atarles corto, veía ahora perdida cualquier autoridad después de las derrotas militares. ¿Dónde buscar apoyos? ¿En Galicia? No, porque allí precisamente era donde más se conspiraba contra Ramiro. La corona estaba perdida.

Así fue como, inevitablemente, las derrotas en el campo de batalla condujeron a una convulsión política de enorme alcance. En diciembre de 981, poco después de la pérdida de Simancas, los magnates de Galicia y Portugal proclamaban rey a Bermudo II, hijo de Ordoño III y de la castellana Urraca Fernández, que en el oeste del reino había estado esperando su oportunidad. Comenzaba en el Reino de León una nueva guerra civil.

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