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Authors: José Javier Esparza

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Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (19 page)

BOOK: Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval
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La de Fernán González es, en fin, la historia de una ambición. En esa crónica hay que incluir los capítulos de sus enredos con la omnipresente doña Toda, su suegra, y también los matrimonios de las hijas de Fernán: Urraca, la que se casó con Ordoño III, desposaría sucesivamente a Ordoño IV y a Sancho Garcés II de Pamplona; su otra hija, Nuña, se casó con Gómez Díaz, el heredero del condado de Saldaña, ligando así su linaje con el de los Banu Gómez. El propio Fernán, muerta Sancha, se casaría con otra princesa de Pamplona, esta vez no hermana, sino hija de Sancho 1 Garcés: Urraca Díaz.

Cuando Fernán murió, en 970, Castilla era otra. Más precisamente: Castilla era él. A partir de Fernán González, la historia de Castilla hay que contarla de manera singularizada. Un hijo suyo, García, heredaba el condado. Mientras tanto, la cultura popular empezaba a tejer la leyenda que acabaría dando lugar al Poema de Fernán González, un relato épico en verso que no es de gran utilidad como guía de los acontecimientos históricos, porque contiene muchos errores, pero que reviste un valor excepcional para la historia de la cultura. De aquel poema proviene el sobrenombre de Fernán, «el Buen Conde».

¿«Buen conde», Fernán? ¿«Bueno»? Bueno… Eso es opinable. En todo caso, de lo que no hay duda es de que, sin él, la historia habría sido otra.

Los jóvenes leones afilan las garras

A la altura del año 970, la situación en España era exactamente la mejor que el califa de Córdoba podía desear. El principal poder cristiano, que era el Reino de León, se veía estancado en una seria crisis política. Los otros reinos y condados cristianos —Pamplona, Barcelona— eran demasiado débiles para representar amenaza alguna. La frontera militar quedaba perfectamente afianzada en torno al Duero. Nadie ponía en peligro la hegemonía política de Córdoba en la Península.

Los poderes cristianos competían entre sí por aparecer ante Córdoba como los mejores y más fieles aliados. No había reino o condado, incluso de fuera de España, que no quisiera tener embajadores en el califato. En la cumbre de su poder, el califa Alhakén II podía incluso ocuparse en extender sus dominios por el norte de África, tarea a la que se entregó con intensidad durante este tiempo. Sin embargo, las cosas iban a empezar a cambiar.Y lo harían muy pronto.

Las cosas van a cambiar porque están apareciendo nuevos personajes en nuestra historia. El conde de Castilla, Fernán González, ha muerto en 970. Le sucede su hijo García Fernández, que desde el 1 de marzo de ese año ya figura como gobernador de las tierras de Castilla y de Álava. García tiene treinta y dos años cuando hereda el condado. Ojo: «hereda», es decir, que los condes de Castilla ya transmiten por herencia, en pleno derecho, su título. Castilla sigue reconociendo la autoridad de la corona de León, pero es completamente autónoma respecto al monarca. Los lazos familiares del nuevo conde también parecen trazados para sustentar una posición del todo autónoma: hijo de una navarra, no se casa con una leonesa, sino que lo hace en torno a 965 con la condesa Ava de Ribagorza, es decir, una dama de la marca pirenaica. Se supone que quien hizo de casamentera fue, por supuesto, doña Toda. Uno de los últimos enjuagues que la anciana reina pamplonesa pergeñó en su larga vida, poco antes de morir.

También en Pamplona ha habido cambios importantes. El rey García Sánchez, el hijo de doña Toda, ha muerto en ese mismo año de 970, a los cincuenta y un años de edad. Le sucede su primogénito Sancho, hijo del rey y de la condesa de Aragón Andregoto Galíndez. De manera que el nuevo rey será, además, conde de Aragón. Sancho tiene alrededor de treinta y cinco años cuando hereda el trono. Poco antes se ha casado con Urraca Fernández, hija del conde de Castilla Fernán González, la misma que antes había sido esposa de los reyes de León Ordoño III y Ordoño N, y que ya tenía al menos cuatro hijos de sus anteriores matrimonios; con Sancho tendrá otros cuatro. El nuevo rey de Pamplona será el primero en titularse rey de Navarra. Será Sancho Garcés II; la historia le conocerá como Sancho Abarca.

En este tiempo la historia se escribe sobre los renglones de las alianzas de sangre, los pactos matrimoniales, los enlaces de linajes.Todo eso nos conduce con frecuencia a auténticos laberintos, pero es imprescindible penetrar en ellos para entender lo que estaba pasando, así que vamos a detenernos un rato para contemplar cómo estaba el paisaje.Tenemos como rey de León a un menor de edad, Ramiro III, nacido en 961; el nuevo rey tiene el respaldo de Pamplona, pero no cuenta con el apoyo de una fracción importante de los condes gallegos. Al mismo tiempo, tenemos en Castilla a un conde autónomo, hijo de una navarra y casado con una dama de Ribagorza.Y en Pamplona tenemos a un rey hijo de una aragonesa y casado con una hija del conde de Castilla. Vemos claramente que el mapa se ha descompensado: las alianzas del este de la España cristiana —Castilla, Navarra, el Pirineoson más intensas que las del oeste. De ahí van a nacer, inevitablemente, dinámicas distintas de poder que terminarán por escindir a la cristiandad española.

Vayamos ahora a León. Estamos en 973. La capital del reino es escenario de una reunión importantísima: se reúne la curia regia, que es el gobierno de hecho en el reino. Ramiro III tiene doce años; sigue siendo un niño, pero ya figura como rey. Junto a él, por supuesto, está la monja Elvira Ramírez, su tía, la regente. Sabemos poco de esa curia y de lo que allí se coció, pero conocemos algo que nos da una pista importante: los magnates del reino deciden suprimir el obispado de Simancas, en la frontera sur del reino. En aquella reunión estuvo también el obispo de Santiago, Rosendo Gutiérrez (San Rosendo, porque será canonizado). Rosendo, que roza ya los setenta años, es un personaje muy importante en la corte desde muchos años atrás: ha gobernado Galicia, ha extendido la fe por todo su territorio y es unánimemente respetado tanto por el poder como por el pueblo.Aunque retirado en el monasterio de Celanova, su juicio es determinante para la corona. Sin duda él tuvo parte en esa decisión: suprimir el obispado de Simancas.

¿Y por qué la curia quiere suprimir el obispado de Simancas? Esta ciudad había sido testigo de la gran victoria de 939 sobre los musulmanes. Desde entonces, Simancas había sido el centro de la proyección leonesa hacia el sur. Si ahora se suprimía la sede episcopal, eso sólo podía significar una cosa: el área había dejado de considerarse segura. Pero ¿por qué dejaba de considerarse segura, si León y Córdoba estaban en paz y los embajadores cristianos no dejaban de acudir a la corte califal para presen tar sus respetos? Sólo cabe una respuesta: Simancas ya no era un sitio seguro porque los ejércitos cristianos se preparaban para la guerra.

A partir de aquí, poco más podemos saber. Ignoramos si los preparativos obedecieron a una previa amenaza mora o si, más bien, fueron los cristianos quienes planearon la ofensiva. Lo más probable es esto último. Las relaciones entre Córdoba y los reinos cristianos se habían deteriorado de manera ostensible. ¿Por qué? Tampoco lo sabemos, pero no es dificil hacer hipótesis: Castilla necesitaba expandirse hacia el sur, pero estaba taponada por la plaza mora de San Esteban de Gormaz; había dos líderes jóvenes en Castilla y en Pamplona, con ansias de gloria guerrera y energía para acometer nuevas empresas. La repoblación seguía su camino en las sierras castellanas y en las tierras de La Rioja, y los colonos provocaban continuos conflictos con los moros de la frontera. El paisaje general era ciertamente poco propicio para la paz.Y ahora, además, había una oportunidad imprevista: hacia 972 el califa había puesto sus ojos en el Magreb y el grueso de los ejércitos de Córdoba estaba en Ceuta, tratando de afianzar el poder del califato en el norte de África. Era posible golpear sobre las posiciones sarracenas y recuperar lo perdido por Sancho el Gordo y Ordoño el Malo. Los jóvenes leones iban a probar suerte.

Fue el 2 de septiembre de 974. El conde García Fernández, no obstante tener embajadores en Córdoba negociando tratados de paz, cruza las tierras sorianas y ataca la plaza mora de Deza, al sur del Duero, entre Almazán y Calatayud. Es una profunda incursión en zona enemiga. Las huestes castellanas bajan hasta Sigüenza, en Guadalajara. Saquean a fondo el territorio. Pasan por Medinaceli, la base del sistema defensivo moro en la región, pero los sarracenos no son capaces de dar respuesta. Su general, Galib, está en Córdoba, recién llegado del norte de África, disfrutando de su victoria en el Magreb.

El éxito de García dio alas a los cristianos. Inmediatamente se constituyó una coalición como la de los viejos tiempos: bajo el mando teórico de Ramiro III (un muchacho de catorce años), las tropas de León y de Castilla, incluidos los Banu Gómez de Saldaña, hicieron frente común con los pamploneses de Sancho Abarca y marcharon sobre las líneas moras. El lugar escogido fue, como no podía ser de otro modo, San Esteban de Gormaz, cuya sola presencia encarnaba mejor que ninguna otra cosa la hegemonía militar musulmana en el Duero.

Estallaba la primavera de 975. Las crónicas árabes dicen que la acumulación de tropas cristianas en Gormaz fue enorme. Las huestes de León y de García Fernández de Castilla, las de Sancho de Pamplona y las del conde de Saldaña ponen sitio a la fortaleza musulmana. Ese día pudo cambiar la historia de la Reconquista. Las cosas, sin embargo, darían un giro inesperado.

De una derrota en Castilla a un crimen en Córdoba

El asedio de Gormaz debió de ser cosa seria. La ciudad —la vieja Castromoros— venía siendo una plaza disputada sin cesar desde muchos años atrás y había cambiado de manos varias veces. Pese a esa atmósfera bélica, era un centro urbano de importancia y sus murallas no acogían sólo a los guerreros, sino también a una cuantiosa población campesina. Situada en un paraje poco accidentado, un cerro rodeado de llanos, las paredes de su formidable castillo siguen impresionando hoy por su aspecto inexpugnable. E inexpugnables fueron, en efecto, para las tropas cristianas. Pasaban los días, la fortaleza resistía, y los cristianos no lograban desarbolar la defensa. La demora fue letal. El 28 de junio, los moros sitiados estallaron en clamores de victoria: llegaba a los alrededores de la plaza el general Galib, el jefe militar del califato, al frente de un numeroso ejército. La suerte estaba echada.

Galib logró forzar el asedio. Los ejércitos de Córdoba, aquel gigantesco puño esculpido por Abderramán III a fuerza de cuantiosos contingentes bereberes y eslavos, seguían siendo más poderosos que ninguna otra fuerza en España. Sin duda García y Sancho habían calculado mal el golpe; en particular, parece que no previeron la posibilidad de que llegaran refuerzos para la plaza sarracena, y menos aún que esos refuerzos atacaran a los sitiadores. Cuando las huestes cristianas levantaron el campo, Galib se aplicó a explotar el éxito. Tenía la posibilidad de infligir un golpe decisivo a los cristianos y no iba a desperdiciarla.Así el paisaje cambió por completo: ya no eran los cristianos los que acosaban a los moros, sino los moros los que perseguían a los cristianos.

La veloz caballería de Galib dio caza a los ejércitos de León y Castilla a la altura de Langa, pocos kilómetros al oeste de Gormaz. García Fer nández, el conde de Castilla, no pudo hacer otra cosa que retirarse tratando de salvar del desastre al mayor número posible de sus hombres. No pudo evitar que Galib, ebrio de victoria, derramara sus tropas por el valle alto del Duero. Incluso las tierras al norte del río sufrieron el saqueo de los musulmanes. Era una derrota sin paliativos.

La derrota no afectó sólo a los castellanos, sino también a los navarros. Mientras Galib atacaba en el camino de Gormaz a Langa, otro ejército moro tomaba la iniciativa en Navarra. Lo conducía el tuyibíYahya ben Muhamad, otro alfil del califa, que señoreaba la Marca Superior desde su sede de Zaragoza.Yahya acababa de regresar, como Galib, del norte de África, donde había combatido con fortuna para los intereses de Córdoba.Ahora dirigía a sus ejércitos sobre un enemigo que no podía oponer resistencia. Las tropas de Navarra las comandaba Ramiro Garcés, hermano del rey Sancho y virrey de la plaza deViguera, en La Rioja. También aquí se impuso la supremacía militar musulmana. La derrota de las armas cristianas fue completa.

Los descalabros de Gormaz, Langa y Navarra tuvieron efectos políticos inmediatos, especialmente en León. Con el joven rey derrotado en Gormaz, la corte del pequeño Ramiro III va a ser testigo de innumerables movimientos. La derrota militar implicaba la caída en desgracia de un partido de la corte: el castellano y navarro, cuyos líderes habían mordido el polvo.Y ése era precisamente el partido que apoyaba a la regente Elvira Ramírez, la tía monja del rey, que ahora se encontraba en horas bajas. Había llegado el momento de otra mujer, la otra monja: Teresa Ansúrez, la madre del rey, que —recordemos— tomó los hábitos al enviudar, fue desplazada de la regencia y ahora veía llegada la oportunidad de tomar el mando. Tras de sí, Teresa tenía el apoyo de su poderosa familia, los Ansúrez, los condes de Monzón, que no habían roto los lazos diplomáticos con Córdoba y, por consiguiente, aparecían ahora como única alternativa para una corona que se tambaleaba.

La monja Teresa Ansúrez tenía un programa: dejarse de aventuras bélicas, pacificar la frontera, llevarse bien con Córdoba y, en el interior, asentar la organización del reino. Era el programa de la familia Monzón, que en todo este tiempo había llegado a sentirse muy cómoda en los territorios ganados después de la batalla de Simancas y que, por el momento, no necesitaba más. En el interior del Reino de León había dos problemas: uno era Castilla, siempre belicosa, aunque la derrota de Langa forzosa mente tenía que haberle bajado los humos a García, el nuevo conde; el otro problema eran los magnates gallegos, pero ahora, con un partido leonés en el poder y con la frontera pacificada, sería posible llegar a acuerdos duraderos con ellos. ¿Por qué no? Paz exterior, orden interior: era el mismo programa que venía aplicando en Barcelona el conde Borrell II ya lo veremos con calma más adelante—, y los resultados estaban siendo muy buenos. Para eso sólo hacía falta una cosa: renovar las paces con Alhakén II, el califa.Y éste no tenía por qué negarse. Sin embargo, una vez más el destino había dispuesto las cosas de otro modo.

Nunca sabremos si Alhakén II hubiera podido llegar a un pacto duradero con el Reino de León. Nunca lo sabremos porque el califa, sesenta y un años, expiraba en septiembre de ese 976 sin tiempo para administrar su victoria. Esa muerte imprevisible abría de repente un auténtico vacío en el califato. Córdoba iba a sufrir ahora el mismo problema que tenía León: un heredero menor de edad. ¿Quién iba a ejercer el mando real? Las fuerzas vivas del califato tratarían de contestar a esta pregunta con un auténtico baño de sangre.

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