Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (12 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

BOOK: Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval
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Penetraron en país enemigo y dirigiéndose contra una fortaleza de Castilla se apoderaron de los arrabales dando muerte a muchos de sus habitantes. Al retirarse, bandas de cristianos cayeron sobre ellos, pero, gracias a Alá, fueron rechazados, perseguidos durante unas diez millas y masacrados a discreción por los vencedores, de suerte que el número de víctimas se había evaluado en una decena de millares (…).Alrededor de 5.000 cabezas de las víctimas llegaron a continuación, que por orden del califa fueron expuestas en los patíbulos que rodeaban las murallas.

Terrible golpe, pues. Pero la crónica mora oculta una cosa.Y es que en semejante tesitura, con el conde de Castilla desbordado, alguien acudió en su socorro. ¿Quién? El rey Ordoño III, que movió sus tropas hacia San Esteban de Gormaz para apuntalar el frente del Duero, salvó la situación, evitó la caída de la plaza y forzó a los musulmanes a retirarse. Ordoño había ganado.

La crónica cristiana cuenta que el rey Ordoño «dio gran ayuda al conde Fernán González, con quien venció a los moros en San Esteban». Les venció, sí: Córdoba va a empezar en ese mismo momento conversaciones de paz. En cuanto al conde, la aceifa mora hizo mucho daño en las tierras de Fernán, pero el auxilio del rey representó para el castellano una derrota política quizá más dolorosa. Fernán González se veía obligado a someterse a Ordoño y jurarle fidelidad. El rey había superado también este desafio.

Pongámonos a mediados de 955. En el curso de apenas un año, un torbellino de guerra ha barrido el Reino de León. Pero, después del torbellino, el paisaje aparece recompuesto y mejor ordenado. Ordoño III ha vencido a todos sus enemigos. A uno de ellos, sin embargo, no le podría vencer; un enemigo que le esperaba agazapado a la vuelta de la esquina.

Tregua y muerte: la vida breve

Pocas veces se ha visto un rey tan acosado por tantos peligros en tan poco tiempo. Pocas veces, también, alguien ha sabido vencer con tanto acierto cuantos desafios se le presentaban. Ordoño III, treinta años de edad, apenas cuatro de reinado, había demostrado que podía llegar a ser un gran rey. Tras sus victorias políticas y militares, en un año de vértigo, venía la gran victoria diplomática:Abderramán III, el califa, pedía una tregua. Ordoño parecía aceparla.Aunque quizá las cosas no estaban claras. En todo caso… Pero no adelantemos acontecimientos.

Una tregua, pues. ¿La pidió Abderramán o la pidió Ordoño? Las crónicas moras dicen que fue éste último. Ahora bien, lo que sabemos indica más bien lo contrario, pues fue el califa el primero en mandar embajadores. Esto de la petición de paz, y la singular manera en que Córdoba ha cía las cosas, hay que explicarlo bien, porque no se entiende sin tener en cuenta las razones religiosas de fondo.Vamos a verlas.

Razones religiosas, sí. El califa, como jefe religioso además de político, no podía pedir la paz a los infieles y a los idólatras; tal cosa sería como humillar a Alá y, por tanto, pecar gravemente. Ahora bien, el califa, aunque no podía pedir la paz, sí podía, por magnanimidad, acceder a una petición de paz ajena, porque eso implicaba colocar al peticionario en una posición subordinada. Es decir que lo que le estaba vetado al califa era tomar la iniciativa en la materia.Y entonces, ¿qué hacía el califa cuando quería una tregua? Enviar embajadores que formularan verbalmente la propuesta y requerir de la otra parte una carta en la que se pidiera la paz. De esta manera, la iniciativa fisica del armisticio —la carta— no partía del califa, sino del otro.Y eso es exactamente lo que se hizo en este caso.

Entre el verano y el otoño de 955, después de la exhibición de Ordoño en Lisboa y en San Esteban de Gormaz, Abderramán III manda embajadores a León. Es una decisión interesante, que levanta muchas preguntas. De entrada, deja ver que los golpes recibidos por el califato en Lisboa y en San Esteban habían sido serios. Además, permite pensar que el califa no quería de ninguna manera verse envuelto en una guerra a gran escala: las aceifas de castigo y saqueo eran una cosa; desastres como el de Simancas eran otra bien distinta. Mientras las aceifas funcionaron, sin respuesta cristiana digna de consideración, el paisaje era controlable; pero ahora, con el monarca leonés rehecho y dispuesto a golpear duro, el paisaje cambiaba por completo. ¿No tenía Abderramán recursos para pelear con León? Sí, los tenía, y sobrados. Pero a costa de desguarnecer el frente africano, que también absorbía las preocupaciones del califa. Tanipoco hay que perder de vista una hipótesis de carácter político: la dura ola de campañas moras contra León había tenido por objeto y, en parte, lo había conseguido— debilitar la posición de Ordoño III, pero el joven rey había superado la prueba, y eso obligaba a cambiar la política cordobesa.

Por cualquiera de estas razones, o por todas ellas a la vez, un hombre de confianza de Abderramán, llamado Muhammad ibn Husayn, marcha desde Córdoba y es recibido en la corte leonesa. Su propósito es parlamentar. Semanas después, Husayn vuelve a Córdoba acompañado por el judío Hasday ibn Isaac ibn Saphrut. Es éste, el judío, el que lleva la carta de paz. Conforme a la mentalidad islámica, no ha sido el califa quien ha pedido la tregua, sino el rey cristiano.Abderramán, por supuesto, aceptará la petición… que él mismo había promovido. Era el otoño del año 955.

Y a todo esto, ¿Ordoño quería la paz? Aquí estamos ante un problema que nadie ha podido resolver de manera satisfactoria, porque las fuentes son contradictorias y las interpretaciones han de hacer conjeturas en el vacío. En principio, y desde una mentalidad contemporánea, Ordoño debería estar interesado en la paz: los acontecimientos precedentes habían roto la alianza de León con Pamplona —por aquel intento navarro de poner a Sancho el Gordo en el trono leonés— y, además, habían dejado ver grietas serias en Castilla y Galicia. En esas condiciones, parecería lógico que Ordoño III quisiera disminuir la amenaza exterior para concentrarse en resolver el problema interior. Ahora bien, la de Ordoño no era una mentalidad contemporánea; ni la suya, ni la de sus rivales.

Ordoño tal vez pudo pensar, más bien, esto otro: mi peor enemigo, que es el califa de Córdoba, me pide la paz, luego no está en condiciones de hacerme la guerra; mis rivales interiores, en Castilla y Galicia, están sojuzgados; mis competidores en el campo cristiano, que son los navarros, están más débiles; tengo a mi ejército alineado, en forma y con moral de victoria después de una cadena sostenida de éxitos. ¿Acaso no es el momento de asestar un golpe decisivo? El objetivo del reino cristiano del norte no había cambiado: bajar la frontera más hacia el sur, siempre más hacia el sur. Realmente, pocas ocasiones más favorables iba a encontrar el rey de León para obtener el máximo rendimiento de sus armas. Demorarse un año o dos podía significar que Abderramán solucionara sus problemas en África y pudiera alinear más tropas en el norte, por no hablar del siempre posible reavivamiento de las intrigas en Castilla y Galicia. Era, en efecto, el momento de actuar.

Desde este planteamiento se entiende mejor lo que dice la crónica cristiana: que el rey Ordoño III pasó el invierno entre 955 y 956 en Zamora, preparando a sus ejércitos, haciendo acopio de recursos para desencadenar una fuerte ofensiva contra el califato. Era su mejor oportunidad. Pero entonces, ¿y la tregua? ¿Y la carta? ¿No servía de nada? ¿Era papel mojado? Quizá Ordoño pensó que la victoria pesaba más que la propia palabra. O quizá no hubo tal palabra, porque tampoco sabemos qué estipulaba aquella tregua, ni su duración ni sus términos, de manera que todo lo que podamos decir aquí es pura conjetura. Lo único que sabemos a ciencia cierta es esto: que Abderramán promovió una tregua; que Ordoño la aceptó; que, al mismo tiempo, el rey de León preparó a sus ejércitos para una gran ofensiva.

Podemos imaginar las consecuencias de la ofensiva de Ordoño: la repoblación cristiana, asegurada hasta las crestas mismas de la sierra de Guadarrama, tal vez incluso hasta las riberas del Tajo; las conspiraciones nobiliarias, neutralizadas por esta nueva ganancia de tierras; el Reino de Pamplona, de nuevo forzado a la alianza con León ante esta exhibición de potencia; el prestigio del monarca leonés, agigantado por la nueva victoria. Ordoño había demostrado que tenía hechuras de gran rey.Todo parecía anunciar un futuro radiante y luminoso.También Ordoño III podría pasar a la historia con el apelativo de «El Grande».

Pudo ser, sí, pero no fue.

No fue, porque la muerte, que siempre es inoportuna por definición, se llevó al rey ese mismo año. Aún no había empezado el verano y las tropas ya estaban dispuestas. Ordoño tenía poco más de treinta años.También su padre y su abuelo habían muerto jóvenes, aunque no tanto. ¿Quién podía prever un desenlace semejante? Ordoño III moría en 956. Por causas naturales, indican todas las fuentes. Dejaba dos hijos de muy corta edad, Bermudo y Gonzalo. El acontecimiento debió de caer como una bomba en el reino. Todo quedó paralizado; los ejércitos, sin jefe; el trono, vacío.Y el paisaje cambiaba súbitamente: el luminoso horizonte se transmutaba en un sombrío escenario.

El poder siempre tiene horror al vacío. Muerto Ordoño III, sepultado en el Salvador, todos los hilos comenzarán a moverse con rapidez para llenar el trono. En primer lugar, ha sonado la hora de Sancho, el Gordo, el hermanastro del rey, que obtendrá por vía legal lo que no pudo conseguir por vía violenta. Pero es también la hora de quienes, como Fernán González, esperaban una oportunidad para afianzar su posición en el reino.Y es asimismo, por supuesto, la hora del califa, que en aquel momento debió de ver cómo infinidad de combinaciones se dibujaban sobre el gran tablero… y todas le daban a él la victoria.Venían tiempos ingratos para la cristiandad.

3

LOS DÍAS MÁS TRISTES DE LEÓN

Llega la hora (efímera) del gordo

Ordoño III ha muerto de repente con apenas treinta años. Deja dos hijos, pero de muy corta edad. El trono queda vacío.Y sólo un hombre puede llenarlo: su hermanastro Sancho el Craso (el Gordo), hijo de Ramiro II y de la pamplonesa doña Urraca, nieto pues de la reina Toda de Navarra. Es el mismo Sancho que dos años antes ha intentado apoderarse de la corona por la fuerza, con pésimos resultados.

Un hombre poco de fiar, pensarían los magnates del Reino de León. Pero la sangre es la sangre y, con el árbol genealógico en la mano, la elección está clara: nadie puede optar al trono con mejor derecho.Así Sancho el Craso es ungido rey en Santiago de Compostela, en noviembre de 956. Para celebrarlo, dona al obispo de Santiago, Sisnando, el condado de Bembejo.Ya es Sancho 1 de León.Y su llegada al trono va a traer consigo una intensa cadena de desdichas.

Recordemos el perfil del personaje. Sancho, muy joven —poco más de veinte años—, era el nieto favorito de la omnipresente doña Toda, la reina viuda navarra; en la práctica, el nuevo rey era un instrumento de la política pamplonesa. No carecía de experiencia de gobierno, pues su padre le había encomendado misiones desde muy temprano. Las fuentes moras lo describen como «vano, orgulloso y belicoso»; atribuyamos a los moros la credibilidad que merecen. En todo caso, Sancho era un tipo ambicioso, que ya había intentado apoderarse del trono con ayuda de la corte pamplonesa y del conde de Castilla, Fernán González.Y era, sobre todo, muy gordo; tanto que no podía montar a caballo, manejar hábilmente la espada ni yacer con mujer, lo cual causaba la rechifla general de sus súbditos.

Deseoso de reforzar su autoridad, Sancho empezó tomando medidas arriesgadas. Entre otras, intentó controlar el poder que los grandes linajes nobiliarios habían ido acumulando en la estela de la reconquista de nuevos espacios al sur. Esto no era nuevo —también los reyes anteriores se habían enfrentado al mismo problema—, pero la posición de Sancho no era la más fácil para sentar una política de autoridad. Repasemos la situación: Sancho había intentado llegar al trono con el apoyo de la corte pamplonesa y del conde de Castilla; parece que, además, su rebelión contó con la simpatía de los nobles gallegos. Pero todo ello le granjeó, como es natural, la enemistad de los nobles leoneses y asturianos, que no podían dejar de ver en el Gordo al traidor que intentó arrebatar el trono a su hermano Ordoño. Si ahora Sancho quería asentarse en el trono, tendría que ganarse la benevolencia de asturianos y leoneses; pero para ello tendría que alejarse de los castellanos, lo cual le haría perder los únicos apoyos que a priori tenía. Dificil papeleta.

Es muy posible que, en esta tesitura, Sancho volviera los ojos a Pamplona, donde reinaba su tío García bajo la omnipresente sombra de la ya anciana reina viuda, doña Toda, abuela del nuevo rey leonés. No sabemos qué pudo aconsejarla abuela al nieto. Lo que sí sabemos es que doña Toda adoraba a Sancho, de manera que podemos conjeturar algunas cosas. Primero, que con seguridad la anciana trató de guiar su camino. Después, que probablemente le sugirió atar corto al conde de Castilla, Fernán González. Fernán, casado con una hija de doña Toda, era aliado de Sancho y, al parecer, la anciana reina le tributaba una clara admiración, pero la política es la política, y esa misma admiración hacía que la abuela desconfiara de la voluntad de poder del conde castellano. Ahora el objetivo no era tomar el trono, sino afianzarse en él, y eso obligaba a tejer alianzas de nuevo cuño.

Si éstos fueron los consejos de doña Toda, Sancho los aplicó con ostensible torpeza. Su acercamiento a los nobles leoneses, incluso a sus amigos gallegos, fue bastante desdichado. Nadie parecía dispuesto a olvidar que ese Sancho era el mismo que había traicionado al difunto rey Ordoño. Por otra parte, la pinta de Sancho era la menos adecuada para suscitar la adhesión de la aristocracia guerrera.Y seguramente, los gestos de acercamiento hacia el oeste del reino levantaron la inmediata suspicacia del este, es decir, de Castilla, donde Fernán González debió de fruncir el ceño al constatar que Sancho hacía exactamente lo contrario de lo que a él le convenía.

Sancho tardó poco en ver que el trono se había convertido en un potro de tortura. Como la política de palacio no daba los frutos adecuados, trató de buscar mejor cosecha en el aspecto militar. Después de todo, León seguía teniendo un poderoso ejército, bien entrenado y dispuesto al combate. Una gran victoria otorgaría a Sancho el crédito que los magnates del reino no le querían conceder. En realidad, el nuevo rey tampoco tenía otra opción. Pero, un momento: ¿acaso Córdoba y León no estaban en tregua?

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