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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

Mont Oriol (17 page)

BOOK: Mont Oriol
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Luego se puso despacio las gafas, alzó la cabeza, buscó el punto exacto donde veía bien las letras, y ordenó:

—Venga ya, Marinet.

Coloso había arrimado la silla a la de su padre e iba siguiendo en la misma hoja que él.

Y Marinet volvió a empezar. Entonces, el viejo Oriol, desconcertado por la doble tarea de escuchar y leer a un tiempo, atormentado por el temor de una palabra cambiada, obsesionado también por el deseo de ver si Andermatt le hacía alguna seña al notario, no dejó pasar ni una línea sin parar diez veces al oficial, cuya retórica deslucía.

Repetía:

—¿Qué
hash
dicho? ¿Qué
hash
dicho ahí? ¡No he oído! No
corrash
tanto.

Luego se volvía un poco hacia su hijo:


¿Esh ashí, Colosho
?

Coloso, más dueño de sí, contestaba:


¡Eshtá
bien, padre, deja, deja,
eshtá
bien!

El campesino no se fiaba. Con la punta del engarfiado dedo iba siguiendo en su hoja, mascullando las palabras entre dientes pero, como no podía estar atento a un tiempo a las dos cosas, cuando escuchaba, no leía, y no oía cuando estaba leyendo. Y resoplaba como si hubiera estado subiendo a un monte, sudaba como si hubiera estado cavando su viñedo a pleno sol, y, de vez en cuando, pedía un descanso de unos minutos, para secarse la frente y recuperar el aliento, como un hombre que está batiéndose en duelo.

Andermatt, impacientado, daba con el pie en el suelo. Gontran, que había visto encima de una mesa
Le Moniteur du Puy-de-Dôme
, lo había cogido y lo estaba leyendo por encima; y Paul, a horcajadas en su silla, con la cabeza gacha y el corazón crispado, pensaba que aquel hombrecillo sonrosado y barrigudo que tenía sentado ante sí se iba a llevar al día siguiente a la mujer a la que amaba con toda el alma, a Christiane, a su Christiane, su rubia Christiane, que era suya, toda suya, sólo suya. Y se preguntaba si no iba a raptarla esa misma noche.

Los siete señores permanecían serios y tranquilos.

Concluyeron al cabo de una hora. Firmaron.

El notario levantó acta de las entregas de dinero. Respondiendo cuando lo nombraron, el cajero, el señor Abraham Lévy, declaró que había recibido los fondos. Luego, nada más quedar constituida legalmente la Sociedad, se la declaró reunida en asamblea general, con la asistencia de todos los accionistas, para nombrar el consejo de administración y elegir presidente.

Todos los votos menos dos proclamaron a Andermatt presidente. Los dos votos disidentes, los del campesino y su hijo, proponían a Oriol. Brétigny quedó nombrado comisario de inspección.

Entonces, el consejo, compuesto por el señor Andermatt, el marqués y el conde de Ravenel, el señor Brétigny, los señores Oriol, padre e hijo, el doctor Latonne, el señor Abraham Lévy y el señor Simon Zidler, rogó al resto de los accionistas que se retiraran, así como al notario y su oficial, para que dicho consejo pudiera deliberar acerca de las primeras decisiones que había que adoptar y determinara los puntos más importantes.

Andermatt volvió a ponerse en pie.

—Señores, entramos en la cuestión vital, la del éxito que tenemos que conseguir cueste lo que cueste.

»Con las aguas minerales pasa como con todo. Es menester que se hable de ellas, que se hable mucho, continuamente, para que los enfermos las beban.

»El gran tema del mundo moderno, señores, es la propaganda. Es el dios de la industria y del comercio contemporáneos. Sin propaganda, no hay salvación. Por otra parte, el arte de la propaganda es difícil, complicado, y exige mucho tacto. Los primeros que utilizaron este nuevo procedimiento lo hicieron de forma poco sutil, y llamaron la atención metiendo ruido, tocando el bombo y disparando cañonazos. Mangin, señores, fue sólo un precursor. Hoy en día, el escándalo resulta sospechoso, los carteles llamativos dan risa, los nombres que se vocean por la calle despiertan más la desconfianza que la curiosidad. Y, sin embargo, hay que llamar la atención del público y, tras haberlo interesado, hay que convencerlo. El arte consiste, pues, en descubrir el medio, el único medio que puede tener éxito habida cuenta de lo que queremos vender. Nosotros, señores, queremos vender agua. Tenemos que conquistar a los enfermos a través de los médicos.

»Los médicos más célebres, señores, son hombres como nosotros, que tienen debilidades, como nosotros. No quiero decir con esto que se los pueda corromper. ¡La reputación de los ilustres galenos cuyo apoyo precisamos los coloca más allá de toda sospecha de venalidad! ¿Pero existe hombre que no podamos ganarnos si lo hacemos de la forma adecuada? ¡También existen mujeres que no se puede ni pensar en comprar! Y a ésas hay que seducirlas.

»He aquí, pues, señores, lo que voy a proponerles tras haberlo discutido ampliamente con el doctor Latonne:

»Hemos clasificado, de entrada, las enfermedades que abarca nuestro tratamiento en tres grupos principales. Se trata de: 1º el reumatismo, bajo todas sus formas, herpes, artritis, gota, etc. etc., 2º las dolencias de estómago, de intestino y de hígado; 3º todos los desarreglos procedentes de los trastornos circulatorios, pues es indiscutible que nuestros baños agrios ejercen sobre la circulación un efecto admirable.

»Además, señores, la prodigiosa curación del tío Clovis nos augura auténticos milagros.

»Por lo tanto, en vista de las enfermedades para las que son adecuadas estas aguas, vamos a proponerles a los principales médicos que las tratan lo siguiente: "Señores", les diremos, "vengan a verlo, vengan a verlo con sus propios ojos, vengan con sus enfermos, les brindamos nuestra hospitalidad. La comarca es espléndida, ustedes necesitan descanso después de haber trabajado duramente todo el invierno; vengan ustedes. Y no vengan a nuestra casa, señores doctores, vengan a la suya propia, pues les ofrecemos un chalé que, si les agrada, será suyo en condiciones excepcionales"».

Andermatt se tomó un respiro y siguió diciendo con voz más pausada:

—He aquí cómo he llegado a esta idea. Hemos escogido seis parcelas de mil metros cada una. En cada una de esas seis parcelas, la Sociedad de Chalés Móviles de Berna se compromete a instalar una de sus construcciones piloto. Pondremos gratuitamente estos alojamientos, tan elegantes como confortables, a disposición de nuestros médicos. Si están a gusto, comprarán sólo la casa de la Sociedad de Berna; en cuanto al terreno, se lo regalamos… y nos lo pagarán… con enfermos. De esta forma, señores, conseguimos las múltiples ventajas de cubrir nuestros terrenos con unas villas encantadoras que no nos costarán ni un céntimo, de atraer a los mejores médicos del mundo y sus numerosos clientes, y, sobre todo, de convencer de la eficacia de nuestras aguas a doctores eminentes que no tardarán en convertirse en propietarios en esta zona. En lo referente a todas las negociaciones que deben desembocar en tales resultados, yo me encargo de ellas, señores, y no las llevaré a cabo como un especulador, sino como un hombre de mundo.

El tío Oriol lo interrumpió. Su tacañería auvernesa se indignaba ante aquellos terrenos regalados.

Andermatt tuvo un arranque de elocuencia; comparó al generoso agricultor que arroja a puñados la simiente en la tierra fecunda con el campesino rapaz que cuenta los granos y nunca consigue cosechas más que a medias.

Luego, como Oriol, disgustado, se empecinaba, el banquero hizo votar a su consejo y le cerró la boca al viejo con seis votos contra dos.

Entonces abrió un gran portafolios de cuero y sacó los planos del nuevo balneario, del hotel y del casino, así como los presupuestos y los contratos ya acordados con los contratistas, para aprobarlos y firmarlos en el acto. Las obras debían empezar a principios de la semana siguiente.

Sólo los dos Oriol quisieron mirarlos y discutir. Pero Andermatt, irritado, les dijo: «¿Les estoy pidiendo dinero? ¡No! ¡Pues no den la lata! Y si no están conformes, volvemos a votar».

Así que firmaron junto con los demás miembros del consejo; y se levantó la sesión.

Había tal conmoción en la comarca que todo el mundo estaba esperando para verlos salir y los saludaban respetuosamente. Cuando los dos campesinos iban a dirigirse hacia su casa, Andermatt les dijo:

—No se les olvide que cenamos todos juntos en el hotel. Y traigan a las chiquillas, que les he traído unos regalitos de París.

Quedaron citados a las siete en el salón del Splendid Hotel.

Fue una cena por todo lo alto, a la que el banquero había invitado a los bañistas de mayor relevancia y a las autoridades locales. Christiane estaba en la presidencia, con el cura a la derecha y el alcalde a la izquierda.

No se habló más que del futuro balneario y del porvenir de la comarca. Las hijas de Oriol, que habían encontrado debajo de la servilleta sendos estuches que contenían dos pulseras adornadas con perlas y esmeraldas, estaban locas de contento y charlaban, como nunca lo habían hecho, con Gontran, sentado entre las dos. Incluso la mayor se reía con toda el alma de las bromas del joven, que se animaba con aquella conversación y elaboraba, en su fuero interno, esos juicios masculinos, esos juicios atrevidos y secretos que nacen de la carne y de la mente ante toda mujer deseable.

Paul no comía y no decía nada… Le parecía que su vida se acababa aquella noche. De repente, se acordó de que hacía un mes justo, día por día, que habían cenado en el lago Tazenat. Sentía en el alma ese sufrimiento inconcreto, formado más por presentimientos que por penas, que sólo conocen los enamorados, ese sufrimiento que hace que el corazón pese tanto, que los nervios estén tan tensos que el menor ruido hace perder el resuello, y que la mente duela con tal tristeza que todo lo que se oye adquiere un significado penoso para ponerse a tono con la idea fija.

Nada más levantarse de la mesa, se reunió con Christiane en el salón.

—Tengo que verla esta noche —dijo—, dentro de un rato, ahora mismo, porque ya no sé cuándo podremos estar solos. ¿Sabe que hace hoy un mes justo de…?

Ella contestó:

—Lo sé.

Él siguió diciendo:

—Escúcheme, la espero en la carretera de La Roche-Pradiére, a la entrada del pueblo, cerca de los castaños. Nadie se fijará ahora en su ausencia. Venga enseguida a decirme adiós, ya que nos separamos mañana.

Ella murmuró:

—Estaré allí dentro de un cuarto de hora.

Y él se fue para no seguir en medio de aquella muchedumbre que lo exasperaba.

Tomó, cruzando los viñedos, el camino por el que habían ido un día, el día en que habían mirado juntos la Limagne por primera vez. Y no tardó en llegar a la carretera general. Estaba solo, se sentía solo, solo en el mundo. La inmensa llanura invisible incrementaba aquella sensación de aislamiento. Se paró en el lugar exacto en que se habían sentado, en que le había recitado los versos de Baudelaire acerca de la Belleza. ¡Qué lejos estaba ya aquello! Y, hora por hora, halló en su recuerdo todo lo que había sucedido a partir de aquel momento. ¡Nunca había sido tan feliz, nunca! Nunca había amado con tanta pasión y, al tiempo, de forma tan casta, con tal devoción. Se acordaba de la noche del
gour
de Tazenat, de la que se cumplía un mes justo, del bosque fresco, húmedo de luz pálida, del pequeño lago de plata y de los grandes peces que rozaban la superficie; y del regreso, cuando la veía caminar ante sí, entre luz y sombra, bajo las claras gotas de luna que le caían en el pelo, en los hombros y en los brazos a través de las hojas de los árboles. Eran las horas más dulces de que había gozado en la vida.

Se volvió para mirar si venía. No la vio, pero divisó la luna que aparecía en el horizonte. La misma luna que había salido para su primera confesión salía ahora para su primer adiós.

Le recorrió la piel un escalofrío, un escalofrío helado. Llegaba el otoño, el otoño que precede al invierno. No había sentido hasta aquel momento ese primer tacto del frío, que se le metía dentro de pronto como una amenaza de desgracia.

La carretera blanca, polvorienta, se extendía ante él, semejante a un río entre sus dos orillas. De pronto, apareció una silueta en la revuelta del camino. La reconoció en el acto; y la esperó sin moverse, estremecido por la misteriosa felicidad de sentir que se acercaba, de verla venir hacia él, para él.

Caminaba a pasitos cortos, sin atreverse a llamarlo, preocupada de no verlo aún, pues permanecía escondido bajo un árbol, y turbada por el hondo silencio, por la clara soledad de la tierra y del cielo. La precedía su sombra, negra y gigantesca, como si le acercara algo de ella, antes de que ella llegara.

Christiane se paró, y también la sombra se quedó inmóvil, echada, caída en la carretera.

Paul se acercó con pasos rápidos hasta el lugar en que la redondeada forma de la cabeza se proyectaba en el camino. Entonces, como si no hubiera querido perder nada de ella, se arrodilló y, prosternándose, apoyó los labios en el filo de la oscura silueta. Como bebe un perro sediento, arrastrando el vientre por la fuente, así empezó a besar apasionadamente el polvo, siguiendo los contornos de la sombra adorada. Y así se acercaba a ella, avanzando con las manos y las rodillas, cubriendo de caricias el perfil de aquel cuerpo como para recoger con los labios la amada y sombría imagen tendida en el suelo.

Ella, sorprendida, algo asustada incluso, esperó a que llegara a sus pies para atreverse a hablarle; luego, cuando hubo levantado la cabeza, aún arrodillado pero estrechándola ahora con ambos brazos, preguntó:

—¿Qué te pasa esta noche?

Él contestó:

—¡Liana, voy a perderte!

Ella le hundió los dedos a su amigo en la espesa cabellera e, inclinándose, le echó hacia atrás la frente para besarle los ojos.

—Perderme, ¿por qué? —dijo sonriente y confiada.

—Porque vamos a separarnos mañana.

—¿Separarnos? Pero por muy poco tiempo, querido mío.

—Nunca se sabe. No recuperaremos los días que hemos pasado aquí.

—Tendremos otros igual de hermosos.

Lo obligó a ponerse de pie, lo condujo al árbol donde la había esperado, hizo que se sentara a su lado, algo más bajo para poder seguir poniéndole la mano en el pelo, y le habló muy en serio, como mujer juiciosa, apasionada y decidida que está enamorada, que ya lo ha previsto todo, que sabe, por instinto, lo que hay que hacer, que está resuelta a todo.

—Escucha, querido mío, en París estoy muy libre. William no me hace caso nunca. Le basta con sus negocios. Así que, como no estás casado, iré a verte. Iré a verte todos los días, a veces por la mañana, antes de comer, a veces por la tarde, por los criados, que podrían andar con comadreos si saliera siempre a la misma hora. Podremos vernos tanto como aquí, incluso más que aquí, porque no tendremos que temer a los curiosos.

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