Mont Oriol (15 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

BOOK: Mont Oriol
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Y comprendió de pronto lo que es pertenecer a alguien, lo que es anonadarse bajo el amor que se apodera de nosotros, cómo otro ser puede hacernos suyos en cuerpo y alma, en carne, pensamiento, voluntad, sangre, nervios, todo, todo, todo lo que llevamos dentro, igual que hace una gran ave de presa de anchas alas que se abate sobre un reyezuelo.

El marqués y Gontran hablaban de la futura estación termal, pues se habían contagiado del entusiasmo de Will. Estaban enumerando los méritos del banquero, la mente clara, el juicio atinado, el método especulativo seguro, los procedimientos osados y la forma de ser sin altibajos. El suegro y el cuñado, ante el probable éxito, del que creían tener la seguridad, estaban de acuerdo y se congratulaban por aquella alianza.

Christiane y Paul parecía como si no oyeran, pendientes por completo uno de otro.

El marqués le dijo a su hija:

—Sabrás, monina, que a lo mejor, un día de éstos, te conviertes en una de las mujeres más ricas de Francia, y hablarán de ti como se habla de los Rothschild. Hay que reconocer que Will es un hombre notable, notabilísimo, con una inteligencia tremenda.

Pero unos súbitos y extraños celos se le metieron de pronto a Paul en el corazón.

—No se crea —dijo—, que ya sé yo cómo es la inteligencia de todos esos grandes hombres de negocios. Sólo piensan en una cosa: ¡en el dinero! ¡Todos los pensamientos que les dedicamos nosotros a las cosas hermosas, todo lo que dejamos de hacer por atender a nuestros caprichos, todas las horas que les concedemos a nuestros entretenimientos, toda la energía que derrochamos en nuestros placeres, todo el ardor y la fuerza que nos toma el amor, el divino amor, los dedican ellos a buscar oro, a pensar en el oro, a acumular oro! El hombre, el hombre inteligente vive para todas las grandes ternuras desinteresadas, las artes, el amor, la ciencia, los viajes, los libros; y, si busca el dinero, es porque le facilita las auténticas alegrías de la mente e incluso la dicha del corazón. ¡Pero ellos sólo tienen en la mente y en el corazón ese innoble gusto por los negocios! Esos piratas de la vida se parecen tanto a los hombres que valen algo como el comerciante de cuadros al pintor, como el editor al escritor, como el director dramático al poeta.

Calló de repente dándose cuenta de que se estaba dejando llevar por el enojo, y siguió diciendo con más calma:

—No lo digo por Andermatt, que me parece una persona muy agradable. Lo estimo mucho, pues es cien veces superior a los demás…

Christiane había retirado la mano. Paul calló de nuevo.

Gontran se echó a reír y exclamó, con aquella voz perversa con la que no se recataba de decir nada cuando hablaba con guasona sinceridad:

—En cualquier caso, amigo mío, esos hombres poseen una cualidad de gran valor: se casan con nuestras hermanas y tienen hijas ricas que se casan con nosotros.

El marqués, ofendido, se puso de pie:

—¡Gontran! A veces me indignas.

Paul, entonces, murmuró vuelto hacia Christiane:

—¿Sabrían morir por una mujer o, al menos, darle su fortuna —toda su fortuna— sin quedarse con nada?

Con aquellas palabras decía de forma tan clara: «Todo lo que poseo es suyo, incluso mi vida» que ella se emocionó. Y se le ocurrió una argucia para tomarle las manos:

—Levántese y tire de mí; me he quedado entumecida y no me puedo mover.

Él se puso de pie, la tomó por las muñecas y atrayéndola hacia sí, la enderezó, pegada a él, al borde de la carretera. Ella vio que sus labios balbuceaban: «La amo», y se apartó a toda prisa para no contestarle también con esas dos palabras que se le venían a la boca a pesar suyo, junto con un impulso que la hacía abalanzarse hacia él.

Volvieron al hotel.

Había terminado la hora de los baños. Todo el mundo esperaba la hora del almuerzo. Ésta llegó, pero Andermatt no volvía. Decidieron, pues, tras haber dado otra vuelta por el parque, sentarse a la mesa. Aunque la comida se prolongó, concluyó sin que apareciera el banquero. Salieron y se sentaron bajo los árboles. Las horas iban pasando, una tras otra, el sol se deslizaba por las hojas, se inclinaba hacia los montes, el día iba concluyendo, y ni rastro de Will.

De pronto, lo vieron venir. Caminaba deprisa, con el sombrero en la mano, secándose la frente; llevaba la corbata torcida, el chaleco entreabierto, como tras un viaje, como tras una lucha, tras un esfuerzo tremendo y prolongado.

Nada más ver a su suegro, dijo a voces:

—¡Victoria! ¡Ya está! ¡Pero qué día, amigos míos! ¡Vaya trabajo que me ha dado el viejo zorro!

Y se puso en el acto a explicar las gestiones que había hecho y lo que le habían costado.

El tío Oriol se había mostrado, al principio, tan poco razonable que Andermatt había roto las negociaciones y se había marchado. Pero lo habían hecho volver. El campesino pretendía no vender sus tierras, sino aportarlas a la Sociedad, con el derecho de recuperarlas si el negocio fracasaba. Y, en caso de éxito, exigía la mitad de los beneficios.

El banquero había tenido que demostrarle, echando cuentas en un papel y dibujando los terrenos, que los campos en conjunto no valían más de ochenta mil francos en aquel momento, mientras que los gastos de la Sociedad se pondrían, de entrada, en un millón.

Pero el auvernés le había contestado que pensaba aprovecharse de la gigantesca plusvalía que la propia construcción del balneario y de los hoteles concedía a sus posesiones y cobrar los intereses basándose en el valor que adquirirían y no en el antiguo valor.

Andermatt había tenido que explicarle entonces que los riesgos deben ser proporcionales a las posibles ganancias y amedrentarlo con el temor a las pérdidas.

Habían llegado, por tanto, al siguiente acuerdo: el tío Oriol aportaba a la Sociedad todos los terrenos que estaban a orillas del arroyo, es decir, todos aquéllos en que parecía posible encontrar agua mineral, amén de la parte alta del montículo para construir allí un casino y un hotel, y unos cuantos viñedos en cuesta que se parcelarían y se ofrecerían a los médicos más importantes de París.

El campesino, a cambio de esta aportación, tasada en doscientos cincuenta mil francos, es decir, cuatro veces aproximadamente lo que valían, recibiría la cuarta parte de los beneficios de la Sociedad. Como se quedaba, en torno al balneario, con una cantidad de terreno diez veces mayor que la que cedía, en caso de éxito, tenía la seguridad de poder hacerse con una fortuna al vender con buen criterio aquellas tierras que, a lo que decía, eran la dote de sus hijas.

Nada más haber quedado de acuerdo en dichas condiciones, Will había tenido que obligar al padre y al hijo a acudir al notario para redactar una promesa de venta, anulable en caso de que no apareciera el agua necesaria.

Y la redacción de los artículos, la discusión de cada punto, la infinita repetición de los mismos argumentos, la eterna reanudación de las mismas explicaciones había durado toda la tarde.

Al fin era cosa hecha. El banquero había conseguido su estación termal. Pero repetía reconcomido por una contrariedad:

—Tendré que limitarme al agua, sin poder meterme en los negocios del terreno. Qué listo ha sido el viejo zorro.

Luego añadió:

—¡Bueno, compraré la antigua Sociedad y ahí será donde pueda especular!… Bien, el caso es que me tengo que marchar esta misma noche a París.

El marqués, estupefacto, exclamó:

—¿Cómo que esta noche?

—Pues claro, querido suegro, para preparar la escritura definitiva mientras hace prospecciones el señor Aubry-Pasteur. También tengo que apañármelas para empezar las obras dentro de quince días. No puedo perder ni una hora. Por cierto, quedan avisados de que forman ustedes parte de mi consejo de administración, donde necesito una mayoría fuerte. Le doy a usted diez acciones. A usted también, Gontran, le doy diez acciones.

Gontran se echó a reír:

—Gracias, querido cuñado, se las vendo. Así que me debe usted cinco mil francos.

Pero Andermatt, en asuntos tan serios, no se andaba con bromas. Siguió diciendo muy seco:

—Si no se porta usted como una persona seria, ya me buscaré a otro.

Gontran dejó de reírse:

—No, no, querido cuñado, ya sabe que estoy a su disposición.

El banquero se volvió hacia Paul:

—Mi querido señor, si quiere usted hacerme un favor de amigo, acepte también diez acciones junto con el cargo de consejero.

Paul hizo una reverencia y contestó:

—Permítame, caballero, que no acepte una oferta tan generosa, pero consienta en dejarme invertir cien mil francos en este negocio que me parece espléndido. Soy yo, pues, quien le pide un favor.

William, encantado de la vida, le tomó las manos. Aquel rasgo de confianza lo había conquistado. Además, siempre sentía irresistibles deseos de abrazar a las personas que aportaban dinero a sus empresas.

Pero Christiane se había ruborizado hasta la raíz del pelo, turbada, herida. Le parecía que acababan de venderla y de comprarla. ¿Si Paul no hubiera estado enamorado de ella, le habría ofrecido a su marido aquellos cien mil francos? ¡Desde luego que no! Al menos, no debería haber tratado aquel asunto en presencia de ella.

Llamaban para la cena. Volvieron al hotel. Nada más sentarse a la mesa, la señora Paille madre le preguntó a Andermatt:

—¿Así que va usted a construir otro balneario?

Ya había corrido la noticia por toda la comarca. Todo el mundo se hallaba al tanto. Todos los bañistas estaban alterados.

William respondió:

—Pues sí; el que hay ahora no basta.

Y, volviéndose hacia el señor Aubry-Pasteur, dijo:

—Discúlpeme, mi querido señor, si le hablo en la mesa de algo que quería tratar con usted, pero me marcho esta noche a París y ando muy mal de tiempo. ¿Accedería usted a dirigir las prospecciones para dar con un volumen superior de agua?

El ingeniero, halagado, aceptó; y, en medio del general silencio, zanjaron los principales puntos de las investigaciones que debían comenzar en el acto. Todo se discutió y se acordó en pocos minutos, con la claridad y la precisión que Andermatt ponía siempre en los negocios. Luego hablaron del paralítico. Se lo había visto, durante la tarde, cruzar el parque con un solo bastón, mientras que aquella misma mañana usaba aún dos. El banquero repetía: «¡Es un milagro, un auténtico milagro! Su curación va a toda velocidad».

Paul, para agradar al marido, dijo:

—El que va a toda velocidad es el tío Clovis.

Una risa de aprobación corrió en tomo a la mesa. Todos los ojos estaban fijos en Will, todas las bocas lo felicitaban. Los camareros habían empezado a servirle antes que a los demás, con una respetuosa deferencia que se les borraba del rostro y de los ademanes en cuanto le presentaban la fuente al siguiente comensal.

Uno de los camareros le trajo una tarjeta en un plato.

La tomó y leyó a media voz: «El doctor Latonne, de París, agradecería mucho al señor Andermatt que le concediera una breve entrevista antes de su partida».

—Dígale que hoy no tengo tiempo, pero que volveré dentro de ocho o diez días.

En ese mismo momento, le traían a Christiane un ramo de flores de parte del doctor Honorat.

Gontran se reía:

—El tío Bonnefille ha quedado tercero, y muy mal situado —dijo.

La cena estaba a punto de acabar. Vinieron a avisar a Andermatt de que lo estaba esperando su landó. Subió para buscar el bolsito, y, al bajar, vio a medio pueblo apelotonado ante la puerta. Petrus Martel acudió a estrecharle la mano con familiaridad de histrión y le susurró al oído:

—Tengo que hacerle una proposición, algo estupendo para su negocio.

De pronto apareció el doctor Bonnefille, con prisas como solía. Pasó cerca de Will y, con una gran reverencia como las que le hacía al marqués, le dijo:

—Buen viaje, señor barón.

—¡Tocado! —murmuró Gontran.

Andermatt, triunfante, henchido de júbilo y orgullo, estrechaba manos, daba las gracias, repetía: «¡Adiós!». Pero estaba tan distraído que casi se le olvida darle un beso a su mujer. Aquella indiferencia fue para ella un alivio, y, cuando vio alejarse el landó por la oscura carretera, al trote de los dos caballos, le pareció que ya no tenía nada que temer de nadie en lo que le quedaba de vida.

Pasó toda la velada sentada delante del hotel, entre su padre y Paul Brétigny, pues Gontran se había ido, como todos los días, al Casino.

No quería ni pasear ni hablar, y permanecía inmóvil, con las manos cruzadas en la rodilla, los ojos perdidos en la oscuridad, lánguida y debilitada, algo preocupada, y feliz sin embargo, casi sin pensamientos, sin soñar siquiera, luchando a ratos contra algunos vagos remordimientos que apartaba al repetir: «¡Lo amo, lo amo, lo amo!».

Subió temprano a su habitación para estar sola y pensar. Sentada en un sillón y envuelta en una bata suelta, miraba las estrellas por la ventana que había quedado abierta. Y en el marco de aquella ventana evocaba sin cesar la silueta del que acababa de conquistarla. Lo veía bueno, dulce y violento, tan fuerte y tan sumiso ante ella. Sentía que aquel hombre se había apoderado de ella, se había apoderado de ella para siempre. Ya no estaba sola, eran dos cuyos corazones no serían en adelante sino un solo corazón, cuyas almas no serían en adelante sino una sola alma. ¿Dónde estaba? No lo sabía, pero tenía la seguridad de que pensaba en ella, igual que ella pensaba en él. Tras cada latido de su corazón, le parecía oír otro latido que, en algún lugar, contestaba. Notaba en torno a ella un deseo que la rozaba como un ala de pájaro; sentía cómo aquel deseo, que de él procedía, entraba por la ventana abierta, aquel deseo ardiente que la buscaba, que la imploraba en el silencio de la noche. ¡Cuán grato, dulce, nuevo era sentirse amada! ¡Qué alegría poder pensar en alguien notando que los ojos querían llorar!, llorar de ternura, y querer también abrir los brazos, incluso sin verlo, para llamarlo, abrirle los brazos a la visión de su imagen, a aquel beso que él le lanzaba continuamente, desde cerca o desde lejos, en su febril espera.

Tendía hacia las estrellas los dos brazos blancos, dentro de las mangas de la bata. De pronto, dio un grito. Una elevada sombra negra había aparecido en la ventana y estaba saltando la barandilla.

¡Se puso de pie enajenada! ¡Era él! Y, sin pensar siquiera en que podían verlos, se arrojó contra su pecho.

VIII

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