Momo (9 page)

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Authors: Michael Ende

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Momo
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Se sentó pesadamente al lado de Momo, en las escaleras.

—No sabes todo lo que está pasando, niña. Ya no es como antes. Los tiempos cambian. Allí, donde estoy ahora, se trabaja a otro ritmo. De todos los diablos. Cada día levantamos un piso entero, uno después de otro. Es distinto de antes. Todo está perfectamente organizado, ¿sabes? Hasta el último detalle…

Siguió hablando, y Momo le escuchaba atentamente. Cuanto más lo hacía, menos entusiasmado hablaba. De repente calló y se pasó las callosas manos por la cara.

—No estoy diciendo más que tonterías —dijo, triste, de pronto—. Ves, Momo, otra vez he bebido demasiado. Lo confieso. Muchas veces bebo demasiado, ahora. Si no, no puedo soportarlo. Va contra la conciencia de un albañil honrado. Demasiada arena en el mortero, ¿entiendes? Aquello aguantará cuatro, cinco años y después se derrumbará con sólo que alguien tosa. Chapuzas, no son más que chapuzas. Eso no es lo peor. Lo peor son las casas que hacemos. Eso no son casas, eso son… eso son… almacenes de gente. Se le revuelve a uno el estómago. Pero, ¿a mí que me importa? A mí me pagan y ya está. Los tiempos cambian. Antes era diferente, y me sentía orgulloso cuando hacíamos un trabajo bien hecho. Pero ahora… Algún día, cuando haya ganado bastante, dejaré mi trabajo y me dedicaré a otra cosa.

Dejó colgar la cabeza y miró, triste, ante sí. Momo no dijo nada, sólo le escuchaba.

—Quizá sería bueno —siguió Nicola al cabo de un ratito— que fuera a verte y te lo contara todo. De verdad que debería hacerlo. Digamos mañana mismo, ¿vale? ¿O pasado mañana? Bueno, ya veré cómo me las arreglo. Pero seguro que iré. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —contestó Momo contenta.

Y entonces se separaron, porque ambos estaban muy cansados.

Pero Nicola no fue ni al día siguiente ni al otro. No fue. Puede ser que realmente no tuviera tiempo nunca.

A continuación, Momo fue a ver al tabernero Nino y a su gorda mujer. La vieja casita, con el encalado sucio por la lluvia y el emparrado delante de la puerta, estaba en el límite de la ciudad. Como antes, Momo pasó por detrás, por la puerta de la cocina. Estaba abierta, de modo que Momo pudo oír desde lejos que Nino y su mujer Liliana estaban en medio de una agria discusión. Liliana estaba manejando las ollas y cacerolas sobre el fogón. Su gorda cara relucía de sudor. Nino hablaba, gesticulando mucho, a su mujer. En un rincón estaba el bebé en un capazo y lloraba.

Momo se sentó en silencio al lado del bebé. Lo tomó sobre sus rodillas y le acunó hasta que se calló. Los esposos interrumpieron su discusión y miraron al rincón.

—Ah, Momo, eres tú —dijo Nino con una breve sonrisa—. Qué agradable es volver a verte.

—¿Quieres algo de comer? —preguntó Liliana, un tanto brusca.

Momo negó con la cabeza.

—Entonces ¿qué es lo que quieres? —preguntó Nino, nervioso—. De verdad que ahora no tenemos tiempo para ti.

—Sólo quería preguntar —contestó Momo, en voz baja— por qué hace tanto tiempo que no venís a verme.

—No lo sé —dijo Nino, irritado—. Tenemos otras preocupaciones ahora.

—Sí —dijo Liliana, haciendo repiquetear las ollas—, ahora tiene otras preocupaciones. ¿Te acuerdas de aquellos viejos, Momo, que antes siempre se sentaban en la mesa de la esquina? ¡Los ha echado! ¡Los ha echado a la calle!

—¡Eso no es verdad! —se defendió Nino—. Les he pedido, amablemente, que se buscaran otra taberna. Como tabernero tengo derecho a hacerlo.

—¡El derecho, el derecho! —replicó Liliana, excitada—. No se hace una cosa así. Es inhumano y cruel. Sabes exactamente que no encontrarán otra taberna. Aquí no molestaban a nadie.

—Claro que no molestaban a nadie —gritó Nino—. Porque no venían parroquianos decentes y pagadores mientras estaban aquí esos tíos sucios y barbudos. ¿Crees que a la gente le gusta ver algo así? Y con el único vaso de vino tinto que cada uno de ellos podía permitirse cada noche no podíamos ganar nada. Así no hubiéramos llegado a ningún lado.

—Hasta ahora nos las habíamos arreglado bastante bien —contestó Liliana.

—¡Hasta ahora sí! —contestó Nino con vehemencia—. Pero sabes muy bien que no podemos seguir así. El propietario me ha subido el alquiler. Tengo que pagar un tercio más que antes. Todo sube. ¡De dónde quieres que saque el dinero si convierto mi taberna en un asilo para viejos chochos? ¿Por qué tengo que cuidar de los demás? A mí tampoco me cuida nadie.

La gorda Liliana puso una olla en el fogón con tal vehemencia que resonó como un trueno.

—Te voy a decir una cosa —gritó, mientras apoyaba las manos en sus anchas caderas—. Entre esos viejos chochos, como tú los llamas, está también mi tío Ettore. Y no tolero que insultes a nadie de mi familia. Es un hombre bueno y honrado, aun cuando no tenga dinero como tus otros parroquianos.

—Ettore puede volver —replicó Nino con gesto magnánimo—. Se lo dije. Le dije que podía quedarse, si quería. Pero no quiso.

—Claro que no quiere, sin sus viejos amigos. ¿Tú qué te crees? ¿Acaso ha de quedarse solo, allí en un rincón?

—¿Y qué le voy a hacer? —gritó Nino—. No tengo ganas de gastar mi vida como mísero tabernero, sólo por cuidar a tu viejo tío Ettore. Yo también quiero ser alguien. ¿Es un crimen eso? Quiero darle un poco de movimiento a este local. Y no lo hago sólo por mí. También lo hago por ti y por nuestro hijo. ¿Es que no puedes entenderlo, Liliana?

—No —dijo Liliana con dureza—, si ha de ser con crueldad, si ya empieza así, no. Entonces me iré cualquier día. Haz lo que quieras.

Tomó el bebé de brazos de Momo y salió de la cocina.

Nino no dijo nada durante un buen rato. Encendió un cigarrillo y le daba vueltas entre los dedos.

Momo le miraba.

—Está bien —dijo finalmente—, eran tipos amables. Me gustaban. ¿Sabes Momo?, a mí mismo me sabe mal que… ¿pero qué quieres que haga? Los tiempos cambian.

»Puede que Liliana tenga razón —prosiguió al cabo de un momento—. Desde que no están los viejos, el local se me hace extraño. Frío, ¿entiendes? Ni yo mismo lo aguanto ya. La verdad es que no sé qué debo hacer. Todos lo hacen así hoy en día. ¿Por qué tengo que ser diferente yo? ¿O crees que debo serlo?

Momo asintió imperceptiblemente.

Nino la miró y también asintió. Entonces, ambos sonrieron.

—Qué bien que hayas venido —dijo Nino—. Ya había olvidado lo que decíamos antes, en casos como éste: “¡Ve con Momo!” Ahora volveré con Liliana. Pasado mañana es nuestro día de descanso, e iremos a verte. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —contestó Momo.

Después, Nino le dio una bolsa llena de manzanas y naranjas, y Momo se fue a su casa.

Y Nino y su gorda mujer efectivamente fueron. También llevaron al bebé y una cesta llena de cosas ricas.

—Imagínate, Momo —dijo Liliana, radiante—, Nino ha ido a ver al tío Ettore y a los demás viejos, uno a uno, se ha disculpado y les ha pedido que vuelvan.

—Sí —dijo Nino sonriente, mientras se rascaba la oreja—, vuelven a estar todos. Supongo que mi taberna no se convertirá en gran cosa, pero vuelve a gustarme.

Rió y su mujer dijo:

—Ya sobreviviremos, Nino.

Fue una tarde muy bonita y, cuando al final se fueron, prometieron volver pronto.

Y así, Momo fue a ver, uno tras otro, a sus viejos amigos. Fue a ver al carpintero, el que una vez le hizo la mesa y las sillas de unas cajas. Fue a ver a las mujeres que le habían regalado la cama. En resumen, vio a todos a los que antes había escuchado, y por ello se habían vuelto sabios, decididos o contentos. Todos prometieron volver. Algunos no cumplieron su promesa o no pudieron cumplirla, porque no tenían tiempo. Pero muchos amigos realmente volvieron, y casi volvió a ser como antes.

Sin saberlo, Momo se había cruzado en el camino de los hombres grises. Y esto no podían permitirlo.

Poco tiempo después —era una tarde especialmente calurosa— Momo encontró una muñeca en las escaleras laterales del anfiteatro.

Ya había pasado varias veces que los niños olvidaban y dejaban tirado alguno de aquellos juguetes caros, con los que no se podía jugar de verdad. Pero Momo no recordaba haber visto esa muñeca a ninguno de los niños. Y seguro que se hubiera fijado, porque era una muñeca muy especial.

Era casi tan grande como la propia Momo y reproducida con tal verismo, que se la hubiera tomado por una persona pequeña. Pero no parecía un niño o un bebé, sino una damisela elegante o un maniquí de escaparate. Llevaba un vestido rojo de falda corta y zapatitos de tacón.

Momo la miraba fascinada. Cuando al cabo de un rato la tocó con la mano, la muñeca agitó un par de veces los párpados, movió la boca y dijo con voz rara, como si saliera de un teléfono:

—Hola. Soy
Bebenín
, la muñeca perfecta.

Momo se retiró asustada, pero entonces contestó, casi sin querer.

—Hola; yo soy Momo.

De nuevo, la muñeca movió los labios y dijo:

—Te pertenezco. Por eso te envidian todos.

—No creo que seas mía —dijo Momo—. Más bien creo que alguien te habrá olvidado.

Tomó la muñeca y la levantó. Entonces se movieron de nuevo sus labios y dijo:

—Quiero tener más cosas.

—¿Ah, sí? —contestó Momo, y reflexionó—. No sé si tendré algo que te vaya bien. Pero espera, que te enseñaré mis cosas y podrás decir qué te gusta.

Tomó la muñeca y pasó con ella por el agujero de la pared hasta su habitación. De debajo de la cama sacó una caja con toda suerte de tesoros y la puso delante de
Bebenín
.

—Toma —dijo—, es todo lo que tengo. Si hay algo que te gusta, no tienes más que decirlo.

Y le enseñó una bonita pluma de pájaro, una piedra de muchos colores, un botón dorado y un trocito de vidrio de color.

La muñeca no dijo nada y Momo la empujó.

—Hola —sonó la muñeca—. Soy
Bebenín
, la muñeca perfecta.

—Sí —dijo Momo—, ya lo sé. Pero querías escoger algo. Aquí tengo una bonita casa de caracol. ¿Te gusta?

—Te pertenezco —contestó la muñeca—. Por eso te envidian todos.

—Eso ya lo has dicho —dijo Momo—. Si no quieres ninguna de mis cosas, podríamos jugar, ¿vale?

—Quiero tener más cosas —repitió la muñeca.

—No tengo nada más —dijo Momo.

Tomó la muñeca y volvió a salir al aire libre. Allí sentó a la perfecta
Bebenín
en el suelo y se colocó enfrente.

—Vamos a jugar a que vienes de visita —propuso Momo.

—Hola —dijo la muñeca—, soy
Bebenín,
la muñeca perfecta.

—Qué amable de venir a verme —contestó Momo—. ¿De dónde viene usted, señora mía?

—Te pertenezco —prosiguió
Bebenín
—. Por eso te envidian todos.

—Escucha —dijo Momo—, así no podemos jugar, si siempre dices lo mismo.

—Quiero tener más cosas —contestó la muñeca, mientras pestañeaba.

Momo lo intentó con otro juego, y cuando éste también fracasó, con otro, y otro, y otro más. Pero no salía bien. Si la muñeca por lo menos no hubiera dicho nada, Momo habría podido contestar por ella, y habría resultado la conversación más bonita. Pero precisamente por hablar,
Bebenín
impedía cualquier diálogo.

Al cabo de un rato, Momo tuvo una sensación que no había sentido nunca antes. Y porque le era completamente nueva, tardó en darse cuenta de que era aburrimiento.

Momo no sabía qué hacer. Le habría gustado dejar tirada la muñeca perfecta y jugar a otra cosa, pero por alguna razón desconocida no podía separarse de ella.

Así que, al final, Momo estaba sentada y miraba fijamente la muñeca que, a su vez, miraba a Momo con sus ojos azules, vidriosos, como si se hubieran hipnotizado mutuamente.

Momo por fin apartó la vista de la muñeca y se asustó un poco. Porque muy cerca había un elegante coche gris ceniza, de cuya llegada no se había dado cuenta. Dentro del coche había sentado un hombre que llevaba un traje de color telaraña, un bombín gris en la cabeza y que fumaba un pequeño cigarro gris. También su cara era cenicienta.

El hombre debía haberla observado durante un buen rato, porque miró a Momo con una sonrisa. Y aunque esa tarde era tan calurosa que el aire ondulaba bajo el sol, Momo de repente sintió unos escalofríos.

En esto, el hombre abrió la portezuela del coche, se apeó y fue hacia Momo. En la mano llevaba una cartera de color gris plomo.

—Qué muñeca tan bonita tienes —dijo con una voz sorprendentemente monótona—. Todos tus amiguitos te la envidiarán.

Momo sólo se encogió de hombros y se calló.

—Seguro que ha sido muy cara, ¿no? —continuó el hombre gris.

—No lo sé —murmuró Momo con timidez—, la he encontrado.

—¡Qué cosas! —respondió el hombre gris—. Me parece que eres muy afortunada.

Momo volvió a callar y se arrebujó más en su chaquetón demasiado grande. El frío aumentaba.

—Pero no tengo la impresión —dijo el hombre gris con una minúscula sonrisa— de que estés demasiado contenta, pequeña.

Momo agitó un poco la cabeza. Le parecía que de pronto había desaparecido toda la alegría del mundo, como si jamás hubiera existido. Y todo lo que había tomado por alegría no hubieran sido más que imaginaciones. Pero al mismo tiempo sintió que algo la avisaba.

—Te he estado observando todo un rato —continuó el hombre gris—, y me parece que no sabes cómo hay que jugar con una muñeca tan fabulosa. ¿Quieres que te enseñe?

Momo miró sorprendida al hombre y asintió.

—Quiero tener más cosas —sonó de repente la muñeca.

—¿Lo ves, pequeña? —dijo el hombre gris—, ella misma lo está diciendo. Con una muñeca tan fabulosa no se puede jugar igual que con otra cualquiera, esto está claro. Tampoco está hecha para eso. Hay que ofrecerle algo, si uno no quiere aburrirse con ella. Fíjate, pequeña.

Fue hacia su coche y abrió el maletero.

—En primer lugar —dijo—, necesita muchos vestidos. Aquí tenemos, por ejemplo, un precioso vestido de noche.

Lo sacó del coche y lo tiró hacia Momo.

—Y aquí hay un abrigo de pieles de visón auténtico. Y aquí una bata de seda. Y un traje de tenis. Y un equipo de esquí. Y un traje de baño. Y un traje de montar. Un pijama. Un camisón. Un vestido. Y otro. Y otro. Y otro…

Iba tirando todas estas cosas entre Momo y la muñeca, donde poco a poco se formaba una montaña.

—Bueno —dijo, y volvió a sonreír mínimamente—, con esto ya podrás jugar un buen rato, ¿no es verdad, pequeña? Pero al cabo de unos días también esto se vuelve aburrido, ¿no crees? Pues bien, entonces tendrás que tener más cosas para tu muñeca.

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