—No —dijo el señor Fusi—, eso no va…
—Precisamente —prosiguió el hombre gris—, porque la señorita Daria estará toda su vida encadenada a la silla de ruedas, porque tiene paralizadas las piernas. A pesar de eso, usted va a verla cada día, durante media hora, para llevarle una flor. ¿A qué viene eso?
—Se alegra tanto siempre —contestó el señor Fusi, a punto de llorar.
—Pero visto fríamente —repuso el agente—, es tiempo perdido para usted. Exactamente veintisiete millones quinientos noventa y cuatro mil segundos, hasta ahora. Y si a ello añadimos que tiene usted la costumbre de sentarse, cada noche, antes de acostarse, junto a la ventana, durante un cuarto de hora para reflexionar sobre el día transcurrido, podemos restar, una vez más, la suma de trece millones setecientos noventa y siete mil. Veamos ahora lo que queda, señor Fusi.
En el espejo había ahora la siguiente suma:
sueño | 441.504.000 | segundos |
trabajo | 441.504.000 | " |
alimentación | 110.376.000 | " |
madre | 55.188.000 | " |
periquito | 13.797.000 | " |
compra, etc. | 55.188.000 | " |
amigos, orfeón, etc. | 165.564.000 | " |
secreto | 27.594.000 | " |
ventana | 13.797.000 | " |
TOTAL | 1.324.512.000 | segundos |
—Esta suma —dijo el hombre gris, mientras golpeaba varias veces el espejo con su lápiz, con tal fuerza, que sonaba como tiros de revólver—, esta suma es, pues, el tiempo que ha perdido hasta ahora, señor Fusi. ¿Qué le parece?
Al señor Fusi no le parecía nada. Se sentó en una silla, en un rincón, y se secó la frente con el pañuelo, porque a pesar del frío estaba sudando.
El hombre gris asintió, serio.
—Sí, se está dando exacta cuenta —dijo—. Ya es más de la mitad de su fortuna inicial, señor Fusi. Pero ahora vamos a ver qué le ha quedado de sus cuarenta y dos años. Un año son treinta y un millones quinientos treinta y seis mil segundos, como sabe. Y eso, multiplicado por cuarenta y dos da mil trescientos veinticuatro millones quinientos doce mil.
Escribió esa cifra debajo del tiempo perdido:
1.324.512.000 | segundos | |
-1.324.512.000 | " | |
TOTAL | 0 | segundos |
Se guardó el lápiz e hizo una larga pausa para que la vista de la larga serie de ceros hiciera su efecto sobre el señor Fusi.
«Éste es, pues», pensaba el señor Fusi, anonadado, «el balance de toda mi vida hasta ahora».
Estaba tan impresionado por la cuenta, que cuadraba con tal precisión, que lo aceptó todo sin contradicción. Y la cuenta en sí era correcta. Éste era uno de los trucos con los que los hombres grises estafaban a los hombres en mil ocasiones.
—¿No cree usted —retomó la palabra, en tono suave, el agente n.º XYQ/384/b—, que no puede seguir con este despilfarro? ¿No sería hora, señor Fusi, de empezar a ahorrar?
El señor Fusi asintió, mudo, con los labios morados de frío.
—Si, por ejemplo —proseguía la voz cenicienta del agente junto al oído del señor Fusi—, hubiera empezado a ahorrar una hora diaria hace veinte años, tendría ahora un saldo de veintiséis millones doscientos ochenta mil segundos. De ahorrar diariamente dos horas, el saldo, claro está, sería doble, es decir, cincuenta y dos millones quinientos sesenta mil. Y, por favor, señor Fusi, ¿qué son dos miserables horitas a la vista de esta suma?
—¡Nada! —exclamó el señor Fusi—. ¡Una pequeñez!
—Me alegra que se dé usted cuenta —prosiguió el agente—. Y si calculamos lo que habría ahorrado, en las mismas condiciones, en veinte años más, nos daría la señorial cifra de ciento cinco millones ciento veinte mil segundos. Todo este capital estaría a su libre disposición al alcanzar los sesenta y dos años.
—¡Magnífico! —farfulló el señor Fusi, poniendo ojos como platos.
—Espere —prosiguió el hombre gris—, que todavía hay más. Nosotros, los de la caja de ahorros de tiempo, no nos limitamos a guardarle el tiempo que usted ha ahorrado, sino que le pagamos intereses. Lo que significa que, en realidad, tendría usted mucho más.
—¿Cuánto más? —preguntó el señor Fusi, sin aliento.
—Eso dependerá de usted —aclaró el agente—, según la cantidad que ahorrara y el plazo en que dejara fijos sus ahorros.
—¿Plazo fijo? —se informó el señor Fusi—. ¿Qué significa eso?
—Es muy sencillo —dijo el hombre gris—. Si usted no nos exige la devolución del tiempo ahorrado antes de cinco años, nosotros se lo doblamos. Su fortuna, pues, se dobla cada cinco años, ¿entiende? A los diez años sería cuatro veces la suma original, a los quince años ocho veces y así sucesivamente. Si hubiera empezado a ahorrar sólo dos horas diarias hace veinte años, a los sesenta y dos años, es decir, después de un total de cuarenta años, dispondría del tiempo ahorrado hasta entonces por usted multiplicado por doscientos cincuenta y seis. Serían veintiséis mil novecientos diez millones setecientos veinte mil.
Tomó una vez más su lápiz gris y escribió también esa cifra en el espejo:
26.910.710.000 segundos
—Como puede ver usted, señor Fusi —dijo entonces, mientras sonreía por primera vez—, sería más del décuplo de todo el tiempo de su vida original. Y eso ahorrando sólo dos horas diarias. Piense si no merece la pena esta oferta.
—¡Y tanto! —dijo el señor Fusi agotado—. Sin duda que sí. Soy un infeliz por no haber empezado a ahorrar hace tiempo. Ahora me doy cuenta, y he de confesar que estoy desesperado.
—Para eso no hay ningún motivo —dijo el hombre gris con suavidad—. Nunca es demasiado tarde. Si usted quiere, puede empezar hoy mismo. Verá usted que merece la pena.
—¡Y tanto que quiero! —gritó el señor Fusi—. ¿Qué he de hacer?
—Querido amigo —contestó el agente, alzando las cejas—, usted sabrá cómo se ahorra tiempo. Se trata, simplemente, de trabajar más deprisa, y dejar de lado todo lo inútil. En lugar de media hora, dedique un cuarto de hora a cada cliente. Evite las charlas innecesarias. La hora que pasa con su madre la reduce a media. Lo mejor sería que la dejara en un buen asilo, pero barato, donde cuidaran de ella, y con eso ya habrá ahorrado una hora. Quítese de encima el periquito. No visite a la señorita Daria más que una vez cada quince días, si es que no puede dejarlo del todo. Deje el cuarto de hora diario de reflexión, no pierda su tiempo precioso en cantar, leer, o con sus supuestos amigos. Por lo demás, le recomiendo que cuelgue en su barbería un buen reloj, muy exacto, para poder controlar mejor el trabajo de su aprendiz.
—Está bien —dijo el señor Fusi—, puedo hacer todo eso. Pero, ¿qué haré con el tiempo que me sobre? ¿Tengo que depositarlo? ¿Dónde? ¿O tengo que guardarlo? ¿Cómo funciona todo eso?
—No se preocupe —dijo el hombre gris, mientras sonreía por segunda vez—. De eso nos ocupamos nosotros. Puede estar usted seguro de que no se perderá nada del tiempo que usted ahorre. Ya se dará cuenta de que no le sobra nada.
—Está bien —respondió el señor Fusi, anonadado—, me fío de ustedes.
—Hágalo tranquilo, querido amigo —dijo el agente, mientras se levantaba—. Puedo darle, pues, la bienvenida a la gran comunidad de los ahorradores de tiempo. Ahora también usted, señor Fusi, es un hombre realmente moderno y progresista. ¡Le felicito!
Con estas palabras tomó el sombrero y la cartera.
—¡Un momento, por favor! —le llamó el señor Fusi—. ¿No tenemos que firmar algún contrato? ¿No me da algún papel?
El agente n.º XYQ/384/b se volvió, en la puerta, y miró al señor Fusi con cierta desgana.
—¿Para qué? —preguntó—. El ahorro de tiempo no se puede comparar con ningún otro tipo de ahorro. Es una cuestión de confianza absoluta por ambas partes. A nosotros nos basta su asentimiento. Es irrevocable. Nosotros nos ocupamos de sus ahorros. Cuánto va a ahorrar es cosa suya. No le obligamos a nada. Usted lo pase bien, señor Fusi.
Con estas palabras, el agente se montó en su elegante coche y salió disparado.
El señor Fusi le siguió con la mirada y se frotó la frente. Poco a poco volvía a entrar en calor, pero se sentía enfermo. El humo azul del pequeño cigarro del agente siguió flotando durante mucho tiempo por la barbería, sin querer disolverse.
Sólo cuando el humo hubo desaparecido, comenzó a sentirse mejor el señor Fusi. Pero del mismo modo que desaparecía el humo, palidecían también las cifras del espejo. Y cuando se borraron del todo, se borró también de la memoria del señor Fusi el recuerdo de su visitante gris: el recuerdo del visitante, no el de la decisión. Ésta la consideró ahora como propia. El propósito de ahorrar tiempo para poder empezar otra clase de vida en algún momento del futuro se había clavado en su alma como un anzuelo.
Y entonces llegó el primer cliente del día. El señor Fusi le atendió refunfuñando, dejó de lado todo lo superfluo, se estuvo callado, y, efectivamente, en lugar de en media hora acabó en veinte minutos.
Lo mismo hizo desde entonces con todos los clientes. Su trabajo, hecho de esta manera, no le gustaba nada, pero eso ya no importaba. Además del aprendiz, contrató dos oficiales y vigilaba que no perdieran ni un solo segundo. Cada movimiento se realizaba según un plan de tiempos exactamente calculado. En la barbería del señor Fusi colgaba ahora un cartel que decía:
El tiempo ahorrado vale el doble
Escribió una cartita breve, objetiva, a la señorita Daria, en la que decía que por falta de tiempo no podría ir a verla. Vendió su periquito a una pajarería. Envió a su madre a un asilo bueno, pero barato, adonde la iba a ver una vez al mes. También en todo lo demás siguió los consejos del hombre gris, pues los tomaba por decisiones propias.
Cada vez se volvía más nervioso e intranquilo, porque ocurría una cosa curiosa: de todo el tiempo que ahorraba, no le quedaba nunca nada. Desaparecía de modo misterioso y ya no estaba. Al principio de modo apenas sensible, pero después más y más, se iban acortando sus días. Antes de que se diera cuenta, ya había pasado una semana, un mes, un año, y otro.
Como ya no se acordaba de la visita del hombre gris, debería haberse preguntado en serio a dónde iba a parar su tiempo. Pero esa pregunta nunca se la hacía, al igual que todos los demás ahorradores de tiempo. Había caído sobre él una especie de obsesión ciega. Y si alguna vez se daba cuenta de que sus días se volvían más y más cortos, ahorraba con mayor obsesión.
Al igual que al señor Fusi, le ocurría a mucha gente de la gran ciudad. Y cada día eran más los que se dedicaban a lo que ellos llamaban “ahorrar tiempo”. Y cuantos más eran, más los imitaban, e incluso aquellos que en realidad no querían hacerlo no tenían más remedio que seguir el juego.
Diariamente se explicaban por radio, televisión y en los periódicos las ventajas de nuevos inventos que ahorraban tiempo, que un día, regalarían a los hombres la libertad para la vida “de verdad”. En las paredes se pegaban carteles en los que se veían todas las imágenes posibles de la felicidad. Debajo ponía en letras luminosas:
Los ahorradores de tiempo viven mejor.
Los ahorradores de tiempo son dueños del futuro.
Cambia tu vida: ahorra tiempo.
Pero la realidad era muy otra. Es cierto que los ahorradores de tiempo iban mejor vestidos que los que vivían cerca del viejo anfiteatro. Ganaban más dinero y podían gastar más. Pero tenían caras desagradables, cansadas o amargadas y ojos antipáticos. Ellos, claro está, desconocían la frase: “¡Ve con Momo!” No tenían a nadie que pudiera escucharles y les ayudara a volverse listos, amistosos o contentos. Pero incluso si hubieran tenido a alguien así es más que dudoso que jamás hubieran ido a verle, a menos que se hubiera podido resolver la cuestión en cinco minutos. Si no, lo habrían considerado tiempo perdido. Según decían, tenían que aprovechar incluso los ratos libres, con lo que tenían que conseguir como fuera y a toda prisa diversión y relajación.
Así que ya no podían celebrar fiestas de verdad, ni alegres ni serias. El soñar se consideraba, entre ellos, casi un crimen. Pero lo que más les costaba soportar era el silencio. Porque en el silencio les sobrevenía el miedo, porque intuían lo que en realidad estaba ocurriendo con su vida. Por eso hacían ruido siempre que los amenazaba el silencio. Pero está claro que no se trataba de un ruido divertido, como el que reina allí donde juegan los niños, sino de uno airado y pesimista, que de día en día hacía más ruidosa la ciudad.
El que a uno le gustara su trabajo y lo hiciera con amor no importaba; al contrario, eso sólo entretenía. Lo único importante era que hiciera el máximo trabajo en el mínimo de tiempo.
En todos los lugares de trabajo de las grandes fábricas y oficinas colgaban carteles que decían:
El tiempo es precioso - no lo pierdas.
El tiempo es oro - ahórralo.
Había carteles parecidos en los escritorios de los jefes, sobre los sillones de los directores, en las salas de consulta de los médicos, en las tiendas, restaurantes y almacenes e incluso en las escuelas y parvularios. No se libraba nadie.
Al final, incluso la propia ciudad había cambiado más y más su aspecto. Los viejos barrios se derribaban y se construían casas nuevas en las que se dejaba de lado todo lo que parecía superfluo. Se evitaba el esfuerzo de construir las casas en función de la gente que tenía que vivir en ellas, porque entonces se tendrían que construir muchas casas diferentes. Resultaba más barato y, sobre todo, ahorraba tiempo, construir las casas todas iguales.
Al norte de la ciudad se extendían ya inmensos barrios nuevos. Se alzaban allí, en filas interminables, las casas de vecindad de muchos pisos, que se parecían entre sí como un huevo a otro. Y como todas las casas eran iguales, también las calles eran iguales. Y estas calles monótonas crecían y crecían y se extendían hasta el horizonte: un desierto de monotonía. Del mismo modo discurría la vida de los hombres que vivían en ellas: derechas hasta el horizonte. Porque aquí, todo estaba calculado y planificado con exactitud, cada centímetro y cada instante.