Authors: Herman Melville
Acabado este intermedio, el capitán Mayhew empezó una larga historia sobre Moby Dick, pero, sin embargo, no sin frecuentes interrupciones por parte de Gabriel, siempre que se mencionaba su nombre, y por parte del loco mar, que parecía aliado con él.
Parecía que el Jeroboam no había dejado el puerto hacía mucho tiempo cuando, al hablar con un barco ballenero, su tripulación fue informada de modo fidedigno sobre la existencia de Moby Dick y de los trastornos que había causado. Absorbiendo ávidamente esta noticia, Gabriel amonestó con solemnidad al capitán para que no atacara a la ballena blanca, en caso de que se viera al monstruo, y declaró, en su demencia ininteligible, que la ballena blanca era nada menos que el Dios Shaker encarnado, ya que los Shakers aceptan la Biblia. Pero cuando un año o dos después se avistó claramente a Moby Dick desde las cofas, Macey, el primer oficial, se consumía de ardor por salir a su encuentro, y como el propio capitán no se opuso a darle esa oportunidad, a pesar de todas las denuncias y avisos del arcángel, Macey logró convencer a cinco hombres para que montaran en su lancha. Con ellos empezó a remar, y después de muchos trabajos, y muchos ataques peligrosos y sin éxito, logró por fin hacer presa con un hierro. Mientras tanto, Gabriel, subiendo al calcés de sobrejuanete mayor, agitaba un brazo en gestos frenéticos, y lanzaba profecías de inminente condenación contra los sacrílegos atacantes de su condición divina. Ahora, mientras Macey, el oficial, se erguía en la proa de su lancha, y, con toda la indómita energía de su tribu, desfogaba sus salvajes exclamaciones contra la ballena, tratando de obtener una buena ocasión para su lanza ya en alto, he aquí que una ancha sombra blanca se elevó del mar, y dejó temporalmente sin aliento los cuerpos de los remeros con su rápido movimiento de abanico.
Un momento después, el desdichado oficial, tan lleno de vida furiosa, era lanzado entero por el aire, y trazando un largo arco en su descenso, caía al mar a la distancia de unas cincuenta yardas. Ni una astilla del bote quedó dañada, ni un pelo de la cabeza de ningún remero, pero el primer oficial se hundió para siempre.
Está bien poner aquí entre paréntesis que de los accidentes de la pesca de ballenas, esta clase es casi tan frecuente como cualquier otra. A veces, no se daña nada sino el hombre así aniquilado; más a menudo, se arranca con el golpe la proa de la lancha, o la castañuela en que el jefe de lancha apoya el muslo es arrancada de su sitio y acompaña al cuerpo. Pero lo más extraño de todo es la circunstancia de que, en más de un caso, cuando se recupera el cuerpo, no se distingue una sola señal de violencia, estando el hombre completamente muerto.
Toda esa calamidad, con la caída de la figura de Macey, se observó claramente desde el barco. Lanzando un grito penetrante —«¡El cáliz, el cáliz!»—, Gabriel disuadió con sus llamadas a la tripulación, abrumada de terror, de que siguieran persiguiendo a la ballena. Ese terrible acontecimiento revistió al arcángel de nuevo influjo, porque sus crédulos discípulos creyeron que lo había anunciado específicamente, en vez de hacer sólo una profecía general, que podría haber hecho cualquiera, dando así por casualidad en uno de los muchos blancos en el ancho margen que quedaba. Se convirtió en un terror sin nombre para el barco.
Al concluir Mayhew este relato, Ahab le hizo tales preguntas, que el capitán visitante no pudo menos de inquirir si se proponía perseguir a la ballena blanca. A lo cual Ahab contestó:
—Sí.
Inmediatamente, Gabriel se puso en pie sobresaltado, miró furiosamente hacia el viejo y exclamó, mientras apuntaba con el dedo hacia abajo:
—¡Pensad, pensad en el blasfemo; muerto y allá abajo! ¡Cuidado con el fin del blasfemo!
Ahab se volvió a un lado con sosiego, y luego dijo a Mayhew:
—Capitán, acabo de acordarme de mi bolsa de correo, hay una carta para uno de sus oficiales, si no me equivoco. Starbuck, busque la bolsa.
Todo barco ballenero lleva un buen número de cartas para diversos barcos, cuya entrega a las personas a quienes puedan estar dirigidas depende de la simple probabilidad de encontrarlos en los cuatro océanos. Así, la mayor parte de las cartas nunca llegan a su objetivo; y muchas se reciben sólo después de dos o tres años o más.
Pronto volvió Starbuck con una carta en la mano. Estaba lamentablemente arrugada, húmeda y cubierta de un opaco moho verde con manchas; como consecuencia de semejante carta, la misma Muerte bien podría haber sido el cartero.
—¿No sabe leerla? —gritó Ahab—. Démela, hombre. Sí, sí, no es más que un garrapateo borroso... ¿Esto qué es?
Mientras él la descifraba, Starbuck tomó un largo palo de azada ballenera, y con su navaja partió ligeramente el extremo para insertar allí la carta, y, de ese modo, entregarla a la lancha, sin que se acercara más al barco.
Mientras tanto Ahab, sosteniendo la carta, murmuraba:
—«Al señor Har...», sí, «señor Harry»... (una letra puntiaguda de mujer; su mujer, apuesto). Sí... «Al señor Harry Macey, a bordo del Jeroboam»; ¡cómo, es Macey, y ha muerto!
—¡Pobre muchacho, pobre muchacho! Y de su mujer —suspiró Mayhew—, pero démela.
—No, quédatela tú mismo —gritó Gabriel a Ahab—: tú irás pronto por ese camino.
—¡Que los demonios te estrangulen! —aulló Ahab—. Capitán Mayhew, prepárese ya a recibirla.
Y tomando la misiva fatal de manos de Starbuck, la metió en la hendidura del palo y se la alcanzó hasta la lancha. Pero al hacerlo así, los remeros dejaron de remar, con la expectación; la lancha derivó un poco hacia la popa del barco, de modo que, como por magia, la carta quedó de repente a la altura de la ávida mano de Gabriel. Éste la agarró en un momento, empuñó el cuchillo de la lancha, y, atravesando con él la carta, lo lanzó, así cargado, al barco. Cayó a los pies de Ahab. Entonces Gabriel aulló a sus compañeros que tiraran adelante con los remos, y de ese modo la revoltosa lancha se alejó disparada del Pequod.
Cuando, tras este intermedio, los marineros continuaron su trabajo con la envoltura de la ballena, se insinuaron muchas cosas extrañas en referencia a este sorprendente asunto.
En el tumultuoso asunto de descuartizar una ballena y ocuparse de ella, hay mucho que correr de un lado a otro, para la tripulación. Unas veces hacen falta hombres aquí, y otras veces hacen falta allá. No hay modo de quedarse en un solo sitio, pues al mismo tiempo hay que hacerlo todo en todas partes. Mucho de eso le ocurre al que intenta describir la escena. Ahora tenemos que desandar nuestro camino un poco. Se mencionó que al romper por primera vez la superficie en el lomo de la ballena, el gancho de la grasa se insertó en el agujero cortado previamente allí por las azadas de los oficiales. Pero ¿cómo quedó fijada en ese agujero una masa tan torpe y pesada como ese gancho? La insertó allí mi particular amigo Queequeg, quien, como arponero, tenía la obligación de bajar al lomo del monstruo con el propósito especial a que se ha aludido. Pero en muchos casos, las circunstancias requieren que el arponero se quede en la ballena hasta que concluya toda la operación del desollamiento o despojo. La ballena, ha de observarse, se encuentra casi enteramente sumergida, excepto las partes inmediatas sobre las que se opera. Así que allá abajo el pobre arponero da vueltas y vacila, mitad en la ballena y mitad en el agua, mientras la vasta mole gira debajo de él como un molino de rueda de escalones. En la ocasión a que aludimos, Queequeg lucía el traje escocés, o sea, una camisa y calcetines, en que, al menos a mis ojos, aparecía extraordinariamente favorecido; y nadie tuvo mejor ocasión de observarle, como se va a ver.
Por ser yo el hombre de proa de este salvaje, esto es, la persona sentada en el remo de proa de su lancha (el segundo de delante), me correspondía el grato deber de ayudarle mientras él hacía aquel pataleante gateo sobre el lomo de la ballena muerta. Habréis visto a los organilleros italianos sosteniendo a un mono bailarín con una larga cuerda. Precisamente así, desde el abrupto costado del barco, sujetaba yo a Queequeg allá abajo en el mar, mediante lo que se llama técnicamente en la pesquería un andarivel o «cable de mono», amarrado a una recia tira de lona prendida en torno a su cintura.
Para ambos de nosotros, era un asunto humorísticamente peligroso. Pues, antes de continuar, debe decirse que el andarivel estaba sujeto por los dos extremos; sujeto al ancho cinturón de lona de Queequeg y sujeto a mi estrecho cinturón de cuero. De modo que, para bien o para mal, los dos estábamos casados por el momento, y si el pobre Queequeg se hundía para no volver a subir más, entonces, tanto la costumbre como el honor exigían que, en vez de cortar la cuerda, el andarivel me arrastrase hundiéndome en su estela. Así pues, nos unía una prolongada ligadura de siameses. Queequeg era mi inseparable hermano gemelo, y yo no podía eludir de ningún modo las peligrosas responsabilidades que implicaba aquel vínculo de cáñamo.
Tan enérgica y metafísicamente entendía yo entonces mi situación, que, mientras observaba sus movimientos con ansia, me pareció percibir con claridad que mi propia individualidad estaba ahora fundida en una sociedad comanditaria de dos; que mi libre albedrío había recibido una herida mortal, y que, en mi inocencia, el error o la desgracia de otro podía hundirme en desastre y muerte no merecidos. Por tanto, vi que allí había una especie de interregno en la Providencia, pues su equidad igualitaria jamás podría haber sancionado tan garrafal injusticia. Y sin embargo, cavilando más —a la vez que con sacudidas le sacaba de vez en cuando de entre la ballena y el barco, que amenazaban aplastarle—, cavilando más, digo, vi que esa situación mía era la situación exacta de todo mortal que alienta, sólo que, en la mayoría de los casos, de un modo o de otro, uno tiene esa conexión siamesa con una pluralidad de otros mortales. Si vuestro banquero quiebra, os hundís; si vuestro boticario, por error, os manda veneno en las píldoras, os morís. Verdad es que quizá diréis que, a fuerza de precaución, podéis escapar acaso de esas y las demás numerosas ocasiones de males en la vida. Pero, por muy atentamente que yo manejaba el andarivel de Queequeg, a veces él le daba tales sacudidas que yo estaba muy a punto de resbalar por la borda. Y tampoco me era posible olvidar que, hiciera lo que hiciera, yo no tenía más que el uso de un solo extremo.
He sugerido que muchas veces saqué con una sacudida a Queequeg de entre la ballena y el barco, donde caía de vez en cuando, con el incesante balanceo y desvío de ambos. Pero no era ése el único riesgo de hacerse trizas a que estaba expuesto. Sin horrorizarse por la matanza hecha con ellos durante la noche, los tiburones, ahora incitados otra vez con más apremio por la sangre, antes contenida, que empezaba a manar del cadáver, lo rodeaban en enjambres de criaturas rabiosas como abejas en una colmena.
Y en medio mismo de esos tiburones estaba Queequeg, que a veces les hacía apartarse con los pies vacilantes; una cosa en absoluto increíble si no fuera porque, atraído por una presa tal como una ballena muerta, el tiburón, por lo demás carnívoro sin distinción, raramente toca a un hombre.
No obstante, puede creerse muy bien que una vez que mete en la masa unas manos tan rapaces, se considera prudente no perderle de vista. En consecuencia, además del andarivel, con que de vez en cuando sacaba de una sacudida al pobre muchacho de la excesiva cercanía a la mandíbula de lo que parecía un tiburón peculiarmente feroz, él disponía de otra protección. Suspendidos sobre el costado, en uno de los andamios, Tashtego y Dalo blandían continuamente sobre su cabeza un par de tajantes azadas balleneras, con las que mataban tantos tiburones como alcanzaban. Esa actividad por su parte, desde luego, era muy benévola y desinteresada. Deseaban la mayor felicidad de Queequeg, lo admito; pero en su apresurado celo por ayudarle y por el hecho de que tanto él como los tiburones estaban a veces medio escondidos por el agua enlodada de sangre, esas indiscretas azadas estaban más a punto de amputar una pierna que una cola. Pero el pobre Queequeg, fatigándose y jadeando allí con ese gran, gancho de hierro, supongo que no hacía más que rezar a su Yojo, y encomendaba su vida en manos de sus dioses.
«Bueno, bueno, mi querido camarada y hermano gemelo —pensaba yo, tirando y luego aflojando el cabo a cada hinchazón del mar—: ¿qué importa, después de todo? ¿No eres la preciosa imagen de cada uno y todos nosotros los hombres en este mundo de ballenas?
Ese insondado océano en que jadeas es la Vida; esos tiburones, tus enemigos; esas azadas, tus amigos, y entre tiburones y espadas, estás en un triste peligro y un mal guisado, pobre muchacho.»
Pero ¡ánimo! Te está reservada una buena alegría, Queequeg. Pues ahora, cuando con los labios azules y los ojos inyectados de sangre, el exhausto salvaje trepa al fin por los cadenotes, y se detiene en cubierta, todo goteante e involuntariamente tembloroso, avanza el mayordomo, y con una benévola mirada de consuelo le ofrece... ¿qué? ¿Coñac caliente? ¡No! ¡Le ofrece, OH dioses, le ofrece una taza de jengibre con agua tibia!
—¿Jengibre? ¿Huele a jengibre? —preguntó Stubb con suspicacia, acercándose—. Sí, esto debe ser jengibre —escudriñando la taza aún sin probar. Luego, quedándose un rato como sin creerlo, marchó sosegadamente hacia el asombrado mayordomo y le dijo despacio—: ¿Jengibre? ¿Jengibre? ¿Tendrá la bondad de decirme, señor Dough-Boy, dónde está la virtud del jengibre? ¡Jengibre! ¿Es jengibre la clase de combustible que usa, Dough-Boy, para encender fuego en este caníbal que tirita? ¡Jengibre!, ¿qué demonios es el jengibre? ¿Carbón de mar?, ¿leña de arder?, ¿fósforos?, ¿yesca?, ¿pólvora? ¿Qué demonio es el jengibre, digo, para que ofrezca una taza a nuestro pobre Queequeg?
—En este asunto hay algún solapado movimiento de Sociedad de Templanza —añadió de repente, acercándose ahora a Starbuck, que acababa de llegar de proa—. ¿Quiere mirar este cacharro? Huélalo, por favor. El mayordomo, señor Starbuck, ha tenido la cara de ofrecer ese calomelano y jalapa a Queequeg, que en este momento vuelve de la ballena. ¿Es un boticario este mayordomo, señor Starbuck? Y ¿puedo preguntar si es éste el género de estimulantes con que vuelve a dar soplo de vida a un hombre medio ahogado?
—Confío que no —dijo Starbuck—, es una cosa bastante mala.
—Eso, eso, mayordomo —gritó Stubb—; te enseñaremos a medicar a un arponero, sin nada de esas medicinas de boticario; ¿quieres envenenarnos? ¿Tienes seguros sobre nuestras vidas y nos quieres asesinar a todos y embolsarte el producto, eh?