Authors: Herman Melville
¡Son unos funerales tristísimos y burlones! Los buitres de mar, todos ellos de piadoso luto; los tiburones del aire, todos ceremoniosamente de negro o de lunares. Imagino que bien pocos de ellos habrían ayudado al cetáceo en vida, si por casualidad les hubiera necesitado; pero se precipitan muy piadosamente al banquete de sus funerales. ¡Ah, horrible buitrismo de la tierra, del que no está libre ni aun la más poderosa ballena!
Y no es ése el fin. Profanado el cuerpo como está, un vengativo espectro sobrevive y se cierne sobre él para asustar. Descubierto desde lejos por algún tímido barco de guerra, o por alguna equivocada nave de exploración, cuando la distancia que oscurece el enjambre de aves sigue mostrando sin embargo la blanca masa que flota al sol, y la blanca espuma que rompe bien alto contra ella, inmediatamente se anota el inofensivo cadáver del cetáceo, con dedos temblorosos, en el cuaderno de bitácora: Bajío, rocas y rompientes por aquí:¡cuidado! Y durante años después, quizá, los barcos esquivan ese sitio, dando un salto sobre él como las ovejas tontas saltan sobre un vacío porque su guía, al principio, saltó allí, cuando alguien sostenía un palo. ¡Ahí está vuestra ley de los precedentes; ahí está vuestra utilidad de las tradiciones; ahí está la historia de vuestra supervivencia obstinada de viejas creencias jamás cimentadas en la tierra, y que ahora ni siquiera se ciernen en el aire! ¡Ahí está la ortodoxia!
Así, mientras en vida el gran cuerpo de la ballena puede haber sido un auténtico terror para sus enemigos, en su muerte, su espectro se convierte en un impotente pánico para el mundo.
¿Crees en espectros, amigo mío? Hay otros espectros que no son el de Cock-Lane, y hay hombres, más profundos que el doctor Johnson, que creen en ellos.
No habría debido omitir que, antes de desollar por completo el cuerpo del leviatán, había sido decapitado. Ahora, decapitar al cachalote es una hazaña anatómica de que se enorgullecen muchos expertos cirujanos balleneros, y no sin razón.
Considerad que el cachalote no tiene nada que pueda ser llamado cuello; al contrario, en el mismísimo lugar donde parecen unirse su cabeza y su cuerpo es donde se encuentra su parte más gruesa. Recordad, asimismo, que el cirujano debe operar desde arriba, a unos ocho o diez pies de su paciente, y que ese paciente está casi oculto en un mar opaco, agitado, y a menudo tumultuoso y explosivo. Tened en cuenta, también, que en esas circunstancias poco propicias tiene que cortar en la carne hasta varios pies de profundidad; y en esa forma subterránea, sin poder siquiera obtener un atisbo de la incisión siempre contraída que ha hecho así, debe evitar hábilmente el contacto con todas las prohibidas partes adyacentes, y cortar exactamente el espinazo en un punto crítico a su inserción en el cráneo. ¿No os maravilla, entonces, la jactancia de Stubb, que sólo pedía diez minutos para decapitar a un cachalote?
Apenas cortada, se larga la cabeza a popa, sujetándola allí con un cable hasta que el cuerpo está desollado. Hecho esto, si pertenece a una ballena pequeña, es izada a cubierta para disponer de ella con tranquilidad. Pero con un leviatán adulto eso es imposible; pues la cabeza de un cachalote alcanza casi un tercio de su masa total, y sería tan vano intentar suspender del todo tal carga, aun con los inmensos aparejos del ballenero, sería cosa tan vana como intentar pesar un granero holandés con la balanza de un joyero.
Una vez decapitado el cetáceo del Pequod y desollado el cuerpo, se izó la cabeza contra el costado del barco, medio salida del mar, para que todavía la mantuviera en gran parte a flote su elemento nativo. Y allí, con la tensa embarcación inclinándose abruptamente sobre ella, a causa del enorme tirón hacia abajo desde el tamborete del palo macho, y con todos los penoles de ese lado asomando como grúas sobre las olas; allí, esa cabeza goteando sangre colgaba de la cintura del Pequod como el gigante Holofernes del cinturón de Judit.
Cuando se acabó esta última tarea era mediodía, y los marineros bajaron a comer. Reinó el silencio sobre la cubierta, antes tumultuosa pero ahora abandonada. Una intensa calma de cobre, como un loto amarillo universal, desplegaba cada vez más sus callados pétalos sobre el mar.
Transcurrió un corto intervalo, y Ahab subió desde su cabina a esta quietud. Dando unas pocas vueltas por el alcázar, se detuvo a mirar por encima de la borda, y luego, acercándose lentamente a los cadenotes, tomó la larga azada de Stubb —que seguía todavía allí después de la decapitación de la ballena— y, clavándola en la parte inferior de la masa medio suspendida, se colocó el otro extremo bajo el brazo, como una muleta, y se quedó así asomado, con los ojos atentamente fijos en esa cabeza.
Era una cabeza negra y encapuchada, y colgada allí, en medio de una calma tan intensa, parecía la Esfinge en el desierto.
—Habla, enorme y venerable cabeza —murmuró Ahab—, que, aunque privada de barba, te muestras acá y allá encanecida de moho; habla, poderosa cabeza, y dinos el secreto que hay en ti. De todos los buceadores, tú eres quien más hondo se ha sumergido. Esta cabeza sobre la que brilla ahora el sol, se ha movido entre los cimientos del mundo. Donde se oxidan nombres y armadas sin anotar, y se pudren esperanzas y áncoras nunca dichas; donde en su criminal sentina, esta fragata que es la tierra, está lastrada de huesos de millones de ahogados; allí, en esa terrible tierra de agua, allí estaba tu hogar más familiar. Tú has estado donde jamás llegó campana o buzo; has dormido al lado de muchos marineros, donde insomnes madres darían sus vidas por acostarles. Tú viste a los amantes abrazados saltar del barco en llamas; pecho contra pecho se hundieron bajo la ola jubilosa; fieles uno a otro, cuando el cielo parecía serles falso. Tú viste al oficial asesinado cuando los piratas le tiraron de la cubierta a medianoche; para todas las horas ha caído en la más profunda medianoche de este estómago insaciable; y sus asesinos siguieron navegando incólumes, mientras que raudos rayos estremecían al barco vecino que iba a llevar a un honrado marido a los brazos extendidos que le ansiaban. ¡Oh cabeza! ¡Tú has visto bastante para desgajar los planetas y hacer infiel a Abraham, y no dices una sílaba!
—¡Vela a proa! —gritó una voz triunfante desde la cofa del palo mayor.
—¿Ah, sí? Bueno, eso da gusto —gritó Ahab, incorporándose de repente, mientras enteras nubes de tormenta se apartaban de su frente—. Ese grito vivaz sobre esta calma mortal casi podría convertir a un hombre mejor. ¿Por dónde?
—Tres cuartas a proa a estribor, capitán, ¡y nos trae la brisa!
—Mejor que mejor, muchacho. ¡Ojalá viniera por ahí san Pablo y trajera su brisa a mi calma chicha! ¡Ah, naturaleza, y, oh alma del hombre!, cuánto más allá de toda expresión están tus emparejadas analogías; no se mueve ni vive el más pequeño átomo de materia sin que tenga en la mente su hábil duplicado.
La nave y la brisa avanzaban corriendo mano a mano, pero la brisa llegó antes que el barco, y pronto el Pequod empezó a balancearse.
Poco a poco, a través del catalejo, las lanchas del barco desconocido y sus cofas con vigías mostraron que era un ballenero. Pero como estaba lejos a barlovento y pasaba de largo, al parecer dirigiéndose a alguna otra zona de pesca, el Pequod no podía esperar alcanzarla. Así que se izó la señal, para ver qué respuesta se daría.
Aquí ha de decirse que, igual que los navíos de la marina de guerra, los barcos de la flota ballenera americana tienen cada cual una señal propia; y todas esas señales están reunidas, llevando al lado los nombres de las respectivas naves, en un libro del que están provistos todos los capitanes. Por consiguiente, los capitanes de balleneros pueden reconocerse unos a otros en el océano, aun a distancias considerables, y con poca facilidad.
Al fin, a la señal del Pequod respondió el recién llegado izando la suya, que mostró que era el, Jeroboam, de Nantucket. Braceando en cruz, recaló sobre el Pequod, se alineó a través a sotavento de nuestro barco, y arrió un bote, que pronto estuvo cerca, pero cuando se preparaba la escalerilla, por orden de Starbuck, para uso del capitán visitante, el forastero en cuestión agitó la mano desde la proa del bote en señal de que era enteramente inútil esa medida. Resultó que el Jeroboam tenía una epidemia maligna a bordo, y que su capitán, Mayhew, tenía miedo de contagiar a la tripulación del Pequod. Pues, aunque él mismo y la tripulación del bote permanecían sanos y aunque su barco estaba a medio tiro de rifle, con un mar y un aire incorruptibles meciéndose y soplando por entre medias, sin embargo, en concienzudo cumplimiento de la tímida cuarentena de los puertos, rehusó de modo perentorio entrar en contacto directo con el Pequod.
Pero esto no impidió en modo alguno toda comunicación. Con un intervalo de unas pocas yardas entre él mismo y el barco, el bote del Jeroboam, usando de vez en cuando los remos, se las arregló para mantenerse paralelo al Pequod, que se movía pesadamente por el mar (pues para entonces soplaba viento fresco), con la gavia en facha; aunque, desde luego, a veces la lancha era empujada a cierta distancia por el empuje súbito de una gran ola, pero pronto la llevaban hábilmente otra vez a su sitio propio. Sujeta a esto, y a otras interrupciones semejantes de vez en cuando, se sostenía entre ambas partes una conversación, pero, de vez en cuando, con alguna otra interrupción de especie muy diversa.
Entre los remeros de la lancha del Jeroboam había un hombre de aspecto singular, aun para esa salvaje vida ballenera donde las peculiaridades individuales componen todas las totalidades. Era un hombre bajo, rechoncho, de aspecto juvenil, con toda la cara salpicada de pecas y con abundante pelo amarillo. Le envolvía una levita de largos faldones y de corte cabalístico, de desteñido color castaño, con las rebosantes mangas remangadas en las muñecas. En sus ojos había un profundo y fanático delirio fijo.
Tan pronto como se señaló por primera vez esta figura, Stubb exclamó: —¡Es él, es él! ¡Aquel bufón de ropas holgadas de que nos habló la tripulación del Town-Ho!
Stubb aludía aquí a una extraña historia contada sobre el Jeroboam y sobre cierto marinero de su tripulación algún tiempo antes, cuando el Pequod habló con el Town-Ho. Según este relato y lo que se supo posteriormente, parecía que el bufón en cuestión había alcanzado un ascendiente asombroso sobre casi todos los del Jeroboam. Su historia era ésta:
Se había criado entre la loca compañía de los Shakers de Neskyeuna donde había sido un gran profeta; en sus dementes reuniones secretas había descendido varias veces del cielo por una trampilla, anunciando la pronta apertura del séptimo cáliz, un frasco que llevaba en el bolsillo del chaleco, pero que, en vez de contener pólvora, se suponía que estaba cargado de láudano. Al apoderarse de él un extraño antojo apostólico, dejó Neskyeuna por Nantucket, donde, con la astucia propia de la locura, asumió un aspecto tranquilo y sensato, y se ofreció como bisoño para el viaje ballenero del Jeroboam. Le enrolaron, pero en cuanto el barco dejó de estar a la vista de tierra, brotó su demencia en inundación. Se proclamó como el arcángel Gabriel, y ordenó al capitán que saltara por la borda. Publicó su manifiesto, en que se presentaba como el liberador de las islas del mar y vicario general de toda la Oceánida. La inflexible seriedad con que declaraba estas cosas, el oscuro y atrevido juego de su excitada imaginación insomne, y todos los terrores preternaturales del delirio auténtico se unieron para revestir a Gabriel de una atmósfera de sacralidad en las mentes de la mayoría de la ignorante tripulación. Además, le tenían miedo. Sin embargo, como un hombre así no era de gran utilidad en el barco, sobre todo porque rehusaba trabajar cuando se le antojaba, el incrédulo capitán deseaba deshacerse de él; pero al darse cuenta de que la intención de ese individuo era desembarcarle en el primer puerto conveniente, el arcángel abrió inmediatamente todos sus sellos y cálices, entregando al barco y a todos los marineros a la perdición incondicional en el caso de que se llevara a cabo ese designio. Tan fuertemente influyó en sus discípulos de la marinería, que por fin se presentaron en corporación al capitán y le dijeron que si se echaba a Gabriel del barco, no se quedaría ni uno de ellos. Por consiguiente, el capitán se vio obligado a abandonar su plan. Y tampoco habían de permitir que Gabriel fuese maltratado, dijera o hiciera lo que quisiera, de modo que acabó por ocurrir que Gabriel tuvo completa libertad en la nave. La consecuencia de todo ello fue que al arcángel no le importaban ni poco ni mucho el capitán y los oficiales; y desde que se declaró la epidemia, tenía mayor dominio que nunca, declarando que la plaga, como él la llamaba, estaba a su mando solamente, y no se evitaría sin su beneplácito. Los marineros, en su mayor parte pobres diablos, se rebajaron y algunos de ellos le adulaban, rindiéndole a veces homenaje personal como a un dios, en obediencia a sus instrucciones. Tales cosas pueden parecer increíbles, pero son verdaderas por más que sorprendan. Y la historia de esos fanáticos, si se tiene en cuenta el desmedido autoengaño del propio fanático, no es ni la mitad de sorprendente que su desmedido poder de engañar y endemoniar a tantos otros. Pero es hora de volver al Pequod.
—No tengo miedo de tu epidemia, hombre —dijo Ahab desde las ameradas al capitán Mayhew, que estaba en la popa de la lancha—; sube a bordo.
Pero entonces Gabriel se puso de pie, de repente.
—¡Piensa, piensa en las fiebres, amarillas y biliosas! ¡Ten cuidado con la horrible plaga!
—Gabriel, Gabriel —gritó el capitán Mayhew—: debes, o...
Pero en ese momento una ola de cabeza disparó la lancha bien lejos, y sus salpicaduras cubrieron todo lenguaje.
—¿Has visto a la ballena blanca? —preguntó Ahab, cuando la lancha volvió derivando.
—¡Piensa, piensa en tu ballenera, desfondada y hundida! ¡Cuidado con su horrible cola!
—Te vuelvo a decir, Gabriel, que...
Pero otra vez la lancha saltó adelante como arrastrada por demonios. Nada se dijo durante unos momentos, mientras pasaban una serie de olas amotinadas que, por uno de esos caprichos ocasionales de los mares, rompían sin hincharse. Mientras tanto, la cabeza de cachalote izada daba violentas sacudidas, y Gabriel la miraba con bastante más temor de lo que parecía permitir su naturaleza arcangélica.