Moby Dick (42 page)

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Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
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LVI
 
De las imágenes menos erróneas de las ballenas, y de las imágenes verdaderas de escenas de la caza de la ballena

En conexión con las imágenes monstruosas de ballenas, siento ahora grandes tentaciones de entrar en esos relatos aún más monstruosos sobre ellas que se encuentran en ciertos libros, tanto antiguos como modernos, especialmente en Plinio, Purchas, Hackluyt, Harris, Cuvier, etcétera. Pero dejaré a un lado todo eso.

Sólo conozco cuatro dibujos publicados del gran cachalote: los de Colnett, Huggins, Frederick Cuvier y Beale. En el capítulo anterior se ha aludido a Colnett y a Cuvier. El de Huggins es mucho mejor que los suyos; pero, con gran probabilidad, el de Beale es el mejor. Todos los dibujos de este cetáceo por Beale son buenos, salvo la figura central en el grabado de tres cetáceos en diversas actitudes, que encabeza el capítulo segundo. Su frontispicio, unas lanchas atacando a unos cachalotes, aunque sin duda calculado para excitar el cortés escepticismo de ciertos hombres de salón, resulta admirablemente correcto y a lo vivo en su efecto general. Algunos de los dibujos de cachalotes por J. Ross Browne son bastante correctos de silueta, pero están miserablemente grabados. Sin embargo, no es culpa suya.

De la ballena propiamente dicha, los mejores dibujos de contorno se encuentran en Scoresby; pero están trazados en una escala demasiado pequeña para producir una impresión deseable. No hay allí más que un grabado de escenas de pesca de ballenas, y esto es una triste deficiencia, porque sólo con tales grabados, sí están realmente bien hechos, se puede obtener algo así como una idea auténtica de la ballena viva según la ven sus cazadores vivos.

Pero, tomándolo todo en conjunto, las representaciones mejores, con mucho, aunque no del todo correctas en algunos detalles, que cabe encontrar en cualquier sitio, son dos grandes grabados franceses, bien ejecutados y tomados de pinturas de un tal Garnery. Representan ataques, respectivamente, contra el cachalote y la ballena. En el primer grabado se representa un noble cachalote en plena majestad de poderío, recién surgido de debajo de la lancha, desde las profundidades del océano, y lanzando con el lomo a lo alto, por el aire, la terrible ruina de las tablas desfondadas. La proa de la lancha está parcialmente entera, y aparece en equilibrio sobre el espinazo del monstruo; y de pie en esa proa, en un inapreciable chispazo de tiempo, se observa un remero, medio envuelto por el irritado chorro hirviente del cetáceo, y en ademán de saltar, como desde un precipicio. La acción del conjunto es admirablemente buena y verdadera. La tina de la estacha, medio vacía, flota en el mar blanquecino; las astas de madera de los arpones dispersos asoman oblicuamente en el agua; las cabezas de la tripulación, a nado, están esparcidas en torno a la ballena en contrastadas expresiones de espanto; mientras que, en la negra lontananza tormentosa, el barco se acerca a la escena. Podrían encontrarse serios defectos en los detalles anatómicos de esta ballena, pero dejémoslo pasar, porque yo no sabría dibujar otra tan buena ni por toda mi vida.

En el segundo grabado, la lancha está pasando a lo largo del costado, lleno de lapas, de una gran ballena de Groenlandia, a la carrera, que mece su negra mole algosa en el mar, como una roca musgosa desprendida de los acantilados patagónicos. Sus chorros están erguidos, llenos y negros como el hollín, de modo que, por tan abundante humo en la chimenea, se pensaría que debe haber una buena cena guisándose en las grandes tripas de abajo. Hay aves marinas que picotean los cangrejitos, mariscos y otros confites y macarrones marinos que la ballena de Groenlandia lleva a veces en su pestilente lomo. Y durante todo el tiempo, ese leviatán de labios apretados se precipita a través de las profundidades, dejando en su estela toneladas de tumultuosos coágulos blancos, y haciendo a la ligera lancha mecerse en las oleadas como una yola sorprendida junto a las ruedas de palas de un vapor transatlántico. Así, el primer término es todo él una conmoción colérica, pero atrás, en admirable contraste artístico, queda la superficie cristalina de un mar tranquilo, las velas caídas e inmaculadas del barco sin fuerza, y la masa inerte de una ballena muerta, una fortaleza conquistada, con la bandera de la captura colgando perezosamente del asta inserta en su agujero del chorro.

No sé quién es o era el pintor Garnery. Pero apuesto la cabeza a que, o tenía experiencia práctica del tema, o estaba maravillosamente aleccionado por algún experto cazador de ballenas. Los franceses son la gente más adecuada para la pintura de acción. Id a mirar todas las pinturas de Europa, y ¿dónde encontraréis tal galería de conmoción viva y respirando en el lienzo como en el triunfal ámbito de Versalles, donde el observador lucha abriéndose paso, en confusión, a través de todas las grandes batallas de Francia, tina tras otra, en que cada espada parece un relámpago de las auroras boreales, y la sucesión de reyes armados y emperadores pasa como una carga de centauros coronados? No del todo indignas de figurar en esa galería son las piezas marítimas de Garnery.

La aptitud natural de los franceses para captar lo pintoresco de las cosas parece peculiarmente evidenciada en los cuadros y grabados que han hecho de sus escenas de pesca de la ballena. Con la décima parte de la experiencia de los ingleses en tal pesca, y ni siquiera la milésima parte de los americanos, sin embargo, ellos han proporcionado a ambas naciones las únicas representaciones acabadas capaces en absoluto de transmitir el auténtico espíritu de la caza de la ballena. En su mayor parte, los dibujantes balleneros ingleses y americanos parecen totalmente contentos con presentar el contorno mecánico de las cosas, tales como el perfil vacío de la ballena, que, en cuanto a lo que se refiere a lo pintoresco del efecto, viene a ser equivalente a esbozar el perfil de una pirámide. Incluso Scoresby, el justamente famoso cazador de ballenas de Groenlandia, tras darnos un rígido retrato de cuerpo entero de la ballena, y tres o cuatro delicadas miniaturas de narvales y marsopas, nos obsequia con una serie de grabados clásicos de bicheros, trinchantes y rezones; y, con la microscópica laboriosidad de un Leuwenhoeck somete a la inspección de un mundo aterido noventa y seis facsímiles de cristales de nieve ártica vistos con aumento. No lo digo en desdoro de ese excelente viajero (le honro como veterano), pero en un asunto tan importante ha sido realmente un descuido no haberse procurado para cada cristal una declaración jurada prestada ante un juez de paz groenlandés.

En adición a esos hermosos grabados de Garnery, hay otros dos grabados franceses dignos de nota, por alguien que se firma «H. Durand». Uno de ellos, aunque no encaja exactamente con nuestro propósito actual, merece sin embargo mencionarse por otros motivos. Es una tranquila escena de mediodía, entre las islas del Pacífico; hay un barco ballenero francés anclado junto a la costa, en bonanza, y llevando agua a bordo perezosamente, con las aflojadas velas del barco y las largas hojas de las palmeras del fondo cayendo juntamente en el aire sin brisa. El efecto es muy hermoso, si se considera en referencia a que presenta los curtidos pescadores en uno de sus pocos aspectos de reposo oriental. El otro grabado es' un asunto muy diferente; el barco se pone al pairo en alta mar y en el mismo corazón de la vida leviatánica, con una ballena de Groenlandia al lado; la nave (que está en el descuartizamiento) atraca junto al monstruo como si fuera un muelle, y una lancha, alejándose apresuradamente de esta escena de actividad, se dispone a perseguir a unas ballenas en lontananza. Los arpones y las lanzas están apuntándose para actuar; tres remeros acaban de meter el mástil en su fogonadura, mientras, por una súbita oleada del mar, la pequeña embarcación se empina medio erguida en el agua como un caballo encabritado. Desde ese barco, el humo de los tormentos de la ballena hirviente sube como el humo de una aldea de herrerías; y a barlovento, una nube negra, elevándose con promesa de chubascos y lluvias, parece avivar la actividad de los excitados marineros.

LVII
 
Sobre las ballenas en pintura, en dientes, en madera, en plancha de hierro, en piedra, en montañas, en estrellas

Desde la colina de la Torre, bajando a los muelles de Londres, quizá habréis visto un mendigo tullido (un anclote, como dicen los marineros) que enseña una tabla pintada donde se representa la trágica escena en que perdió la pierna. Hay tres ballenas y tres lanchas, y una de las lanchas (que se supone que contiene la pierna ausente en toda su integridad original) está siendo mascada por las mandíbulas de la ballena delantera. Durante todo el tiempo, desde hace diez años, según me han dicho, ese horrible ha mostrado la pintura y ha exhibido el muñón ante un mundo incrédulo. Pero ahora ha llegado el momento de su justificación. Sus tres ballenas son tan buenas ballenas como jamás se hayan publicado en Wapping, en cualquier caso; y su muñón es un muñón tan indiscutible como pueda encontrarse en las talas del Oeste. Pero, aunque subido para siempre en su muñón, el pobre ballenero no hace jamás discursos, sino que, con los ojos bajos, permanece contritamente contemplando su propia amputación.

A través del Pacífico, y también en Nantucket, New Bedford y Sag Harbour, encontraréis vivaces esbozos de ballenas y escenas balleneras, tallados por los propios pescadores en dientes de cachalote, o varillas de corsé sacadas de las ballenas, u otros artículos de skrimshander, como llaman los balleneros a los numerosos pequeños artilugios que tallan meticulosamente en esa materia prima, en sus horas de ocio oceánico. Algunos de ellos tienen cajitas de instrumentos de aspecto odontológico, especialmente destinados a este asunto del skrimshander. Pero en general, trabajan sólo con su navaja, y con esa herramienta casi omnipotente del marinero, os sacan lo que queráis en cuestión de fantasía naval.

El largo exilio respecto a la cristiandad y la civilización inevitablemente devuelve al hombre a la condición en que Dios le puso, esto es, a lo que se llama salvajismo. El verdadero cazador de ballenas es casi tan salvaje como un iroqués. Yo mismo soy un salvaje que no debe sumisión sino al rey de los caníbales, dispuesto en todo momento a rebelarme contra él.

Ahora, una de las características peculiares del salvaje en sus horas domésticas, es su admirable paciencia y su maña. Un antiguo rompecabezas o una pagaya de las islas Hawai, en su plena multiplicidad y complicación de talla, es un trofeo de la perseverancia humana tan grande como un diccionario de latín. Pues, con un trozo de concha rota o un diente de tiburón, se ha logrado un milagroso intrincamiento de entrelazado de madera, que ha costado años de constante aplicación.

Con el salvaje marinero blanco pasa lo mismo que con el salvaje hawaiano. Con la misma paciencia maravillosa, y con ese mismo único diente de tiburón que es su pobre única navaja, os tallará un poco de escultura en hueso, no con tanta habilidad, pero tan cerradamente apretado en su enredo de diseño como el salvaje griego talló el escudo de Aquiles; y tan lleno de espíritu barbárico y de sugestión como los grabados de aquel admirable salvaje holandés, Alberto Durero.

Ballenas de madera, o ballenas cortadas en silueta en las tablillas oscuras de la noble madera de guerra del mar del Sur, se encuentran frecuentemente en los castillos de proa de los balleneros americanos. Algunas de ellas están hechas con mucha exactitud.

En ciertas casas de campo de tejado abuhardillado veréis ballenas de bronce colgando de la cola a modo de aldabones en la puerta que da al camino. Cuando el portero está soñoliento, sería mejor la ballena de cabeza de yunque. Pero estas ballenas golpeadoras, raramente son notables como ensayos fieles. En las agujas de algunas iglesias a la antigua usanza veréis ballenas de plancha de hierro puestas allí a modo de veleta, pero están tan elevadas, y además, para todos los efectos y propósitos, están tan rotuladas con «No tocar», que no se las puede examinar lo bastante de cerca como para decidir sobre su mérito.

En regiones huesudas y costilludas de la tierra, donde en la base de altos acantilados rotos hay dispersas por la llanura masas de roca en fantásticos grupos, a menudo descubriréis imágenes como formas petrificadas del leviatán parcialmente sumergidas en la hierba que en días de viento rompe contra ellas en resaca de verdes oleadas.

Luego, también, en regiones montañosas donde el viajero está continuamente rodeado por alturas en anfiteatro, desde algún feliz punto de vista, acá y allá, captareis atisbos pasajeros de perfiles de ballenas recortados a lo largo de las onduladas crestas. Pero habéis de ser perfectos cazadores de ballenas para ver esas imágenes, y no sólo eso, sino que si deseáis volver de nuevo a ver tal imagen, debéis aseguraron y tomar la exacta intersección de latitud y longitud de vuestro primer punto de vista, pues, de otro modo, tales observaciones en los montes son tan azarosas, que vuestro exacto punto de vista anterior requerirla un laborioso redescubrimiento; como las islas Soloma [Salomón], que todavía siguen siendo terra incógnita, aunque antaño las hollara el engolillado Mendaña y el viejo Figueroa las pusiera en crónica.

Y si vuestro tema os eleva en expansión, no podréis dejar de notar grandes ballenas en los cielos estrellados, y lanchas en persecución de ellas, como cuando, llenas durante mucho tiempo de pensamientos de guerra, las naciones orientales veían ejércitos trabando batalla entre las nubes. Así, en el norte, yo he perseguido al leviatán dando vueltas al Polo con las revoluciones de los puntos luminosos que primero me lo señalaron. Y bajo los refulgentes cielos antárticos, he embarcado en la nave Argos y me he unido a la persecución del Cetáceo de estrellas, más allá del último trecho del Hydrus y del Pez Volante.

Con unas anclas de fragata como mis bitas de brida y con haces de arpones como espuelas, ¡ojalá monte yo esa ballena, y salte sobre los cielos más altos, a ver si los legendarios cielos, con todas sus incontables tiendas, están realmente acampados mucho más allá de mi vista mortal!

LVIII
 
Brit

Navegando al nordeste de las Crozetts, entramos en vastas praderas de brit, la menuda sustancia amarilla de que se alimenta ampliamente la ballena propiamente dicha. Durante leguas y leguas ondeó a nuestro alrededor, de modo que parecía que navegábamos a través de ilimitados campos de trigo maduro y dorado.

Al segundo día, se vieron cierto número de ballenas que, a salvo de todo ataque de un barco cazador de cachalotes como el Pequod, nadaron perezosamente con las mandíbulas abiertas por entre el brit, que adhiriéndose a las fibras franjeadas de esa admirable persiana veneciana que tienen en la boca, quedaba de ese modo separado del agua, que se escapaba por el labio.

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