Read Misterio del gato comediante Online
Authors: Enid Blyton
—Es preferible que no —repuso Fatty—. Vamos, despojémonos de estos chismes. ¡Qué lástima! ¡Hubiera dado cualquier cosa porque nuestro descubridor hubiera sido el viejo Goon! ¡Menudo susto se habría llevado!
Entre tanto, Pippin había retrocedido al jardín donde un momento antes se escondían los bergantes. Estaba excitadísimo. No esperaba que sucediera nada en ausencia del señor Goon. Y he aquí que acababa de sorprender a dos horribles bellacos ocultos en el jardín de una casa deshabitada, planeando, sin duda, algún robo.
El agente Pippin paseó su linterna por debajo del arbusto encubridor, en espera de encontrar alguna huella de pisadas. ¡Ajá! ¡No se equivocaba! ¡Las había en abundancia... y además, unos pedazos de papel! ¿Los habrían echado aquellos individuos?
El señor Pippin sacó la libreta de notas del bolsillo y guardó cuidadosamente los pedacitos de papel en el compartimiento de detrás. ¡Sumaban ocho en total y sobre ellos figuraba algo escrito! El agente prometióse examinarlos detenidamente en su domicilio. Después, sacó una regla plegable y midió cuidadosamente las pisadas visibles sobre la tierra blanda. Buscó también colillas de cigarro u otras pistas, pero, aparte de los pedazos de papel, no pudo hallar nada más.
Pippin estuvo levantado hasta más de la medianoche uniendo los fragmentos de papel, descifrando el emocionante mensaje, anotando la descripción de los dos hombres y tratando de dibujar las pisadas según las medidas tomadas. Sentíase muy importante y satisfecho. Era su primer «caso». Sin duda, lo resolvería a maravilla. Iría a aquel Pequeño Teatro el viernes por la noche, bastante antes de las diez, a ver qué descubría por allí. Todo aquello prometía ser «muy interesante».
Los cinco chicos regocijáronse de la broma gastada al confiado Pippin. Larry le encontró a la mañana siguiente y se detuvo a cambiar unas palabras con él.
Recordando las advertencias del señor Goon respecto a los muchachos, el agente Pippin le miró con recelo, sin bien consolóle la circunstancia de no habérselas con el más peligroso de la pandilla, esto es, con el gordito.
—Buenos días, señor Pippin —saludó Larry, cortésmente—. ¿Ya está usted instalado?
—Completamente —asintió el agente—. Peterswood es un lugar muy bonito. Siempre me ha gustado. Y tú, ¿has venido a pasar las vacaciones de Pascua?
—Sí —respondió Larry—. A... a propósito: ¿tiene usted ya algún misterio en perspectiva, señor Pippin?
—Aunque así fuera, no te lo diría —repuso Pippin, sonriéndole—. Me han prevenido contra vosotros, ¿sabes?
—Sí, ya nos lo figuramos —suplicó Larry—. De todos modos, ahí va eso: anoche, nuestra cocinera se llevó un gran susto. Dijo haber visto dos facinerosos en nuestro jardín trasero.
—¿De veras? —exclamó el señor Pippin, aguzando al punto los oídos—. ¿Qué aspecto tenían?
—Bien —empezó Larry—. La cocinera aseguró que uno de ellos era pelirrojo. De todos modos es preferible que la interpele usted directamente si quiere más detalles. ¿Usted también los ha visto?
—Podría ser que sí y podría ser que no —gruñó Pippin, algo molesto.
Y tras dirigir una leve inclinación de cabeza a Larry, prosiguió su camino. El agente quedóse pensativo. Ahora resultaba que la cocinera de Larry también había visto al vagabundo pelirrojo, sin duda el mismo que él sorprendiera la noche anterior en un jardín. ¿Qué propósito abrigaban aquellos individuos? Pippin decidió interpelar a la cocinera de Larry, y así lo hizo, pero salió de la entrevista con un fantástico relato sobre dos gigantones de un metro ochenta de estatura, por lo menos, emitiendo alaridos y gruñidos, bizqueando y haciendo visajes.
Uno de ellos era, efectivamente, pelirrojo. En vista de ello, el señor Pippin procedió a buscar gente pelirroja. Y cuando vio al señor Kerry, el zapatero remendón, poseedor de una flamante cabellera rojiza, le miró con tal recelo que el hombre sintióse realmente alarmado.
El agente Pippin tropezó también con el hermano del vicario, un amable e inofensivo ciclista, que solía dar tres vueltas alrededor del pueblo en su triciclo cada mañana con el exclusivo fin de hacer ejercicio. Cuando el señor Pippin le vio por tercera vez y se puso a escudriñarle atentamente con aire misterioso, el hermano del vicario comenzó a sospechar que ocurría algo anormal. El señor Pippin estaba también muy sorprendido: ¿cuántas veces había visto ya a aquel ciclista pelirrojo? ¿Debería vigilarlo?
Cuando Larry contó a sus amigos que había encontrado a Pippin y aprovechado la ocasión para decirle que la cocinera había visto un hombre pelirrojo, y Fatty supo por la propia Janet que el policía había ido a interpelarla, el gordito dijo a los demás cloqueando:
—Creo que no vendría mal una buena tanda de disfraces. Unos pocos tipos pelirrojos despertarían extraordinariamente el interés de nuestra redonda camuesita.
En efecto, hacia mediodía apareció un chico pelirrojo repartidor de telegramas, silbando fuertemente en su bicicleta. Al ver al señor Pippin, se detuvo a preguntarle por unas señas ignoradas. El policía le miró, intrigado. ¡Otro individuo pelirrojo! Al parecer, abundaban como las setas en Peterswood.
A la una y media apareció otro tipo pelirrojo ante el sorprendido Pippin. Esta vez tratábase de un hombre cargado con un cesto. Tenía las cejas negras, en extraño contraste con su cabello rojo, y ostentaba una espantosa dentadura conejuna que, sin duda, era la causante de que su propietario hablase con semejante dificultad.
—«Dizcúlpeme» —ceceó el individuo—. ¿Por favor, podría «uzted» decirme dónde está la «eztafeta» de Correos?
Al principio, el agente Pippin creyó que el desconocido hablaba en una lengua extranjera, pero, al fin, descubrió que se trataba de un mero ceceo. El policía le observó atentamente. ¡«Otro» tipo pelirrojo! ¡Qué raro! Sin embargo, ninguno de ellos se parecía al facineroso sorprendido la noche anterior.
A las dos y media, otro individuo pelirrojo llamó a la puerta del agente Pippin para entregarle un periódico que, según él, el repartidor había echado en otra casa por equivocación. Pippin supuso que era el que recibía diariamente el señor Goon, y dio las gracias al desconocido, mirándole con expresión pensativa. ¿Pero cuántos pelirrojos había en aquel pueblo? Fatty sostuvo su mirada sin pestañear.
Algo incómodo, aunque sin explicarse por qué el agente Pippin cerró la puerta y volvió a la sala de estar, diciéndose que, si durante aquel día volvía a ver a algún otro pelirrojo, iría al oculista para comprobar si tenía la vista conforme.
Y a las cinco y media, al disponerse a ir al correo, ¡vio un viejo caminando trabajosamente apoyado en un bastón, con unos lustrosos mechones pelirrojos sobresaliendo bajo su gorra!
«¡Estoy viendo visiones! —pensó el pobre señor Pippin—. ¡Ya veo gente pelirroja hasta en la sopa!»
De pronto, le asaltó un recuerdo.
—¡Es verdad! ¿Qué me dijo el señor Goon? ¡Me previno contra todos los tipos pelirrojos que merodeasen por el lugar! ¿Por qué? ¿A quién se refería?... ¡Ah, sí! ¡El señor Goon dijo que Fatty solía disfrazarse con esa peluca roja! ¡Pero «no es posible» que ese chico posea semejante habilidad!
El señor Pippin pasó revista a todos los pelirrojos que había visto aquel día, recordando con particular recelo al tipo que había visto tres veces montado en un triciclo.
«¡Pobre del próximo pelirrojo que se ponga ante mi vista! —se dijo el señor Pippin, sombríamente—. ¡Yo «también» sé gastar bromas cuando conviene! ¡Voy a dar un «susto» de muerte al primer pelirrojo que se cruce en mi camino!»
Pero sucedió que el siguiente que encontró era el hermano del vicario, dirigiéndose a toda marcha a la estafeta en su triciclo para alcanzar el último correo. El señor Pippin bajó a la calzada para cortarle el paso.
El hermano del vicario tocó el timbre repetidamente, pero el señor Pippin no se apartó. En consecuencia, el ciclista tuvo que dar tal frenazo que por poco salió disparado del vehículo.
—¿Qué sucede, señor agente? —profirió el hermano del vicario, estupefacto—. Por poco le atropello.
—Su nombre y sus señas, por favor —ordenó el señor Pippin, sacándose su libreta de notas.
—Me llamo Teodoro Twit y vivo en la vicaría —declaró el señor Twit con mucha dignidad.
—¿«Conque» en la vicaría, eh? —masculló el señor Pippin—. ¡Es «inútil»! ¡No creas que vas a despistarme!
El señor Twit empezaba a creer que el policía se había vuelto loco y le miró ansioso. El señor Pippin, tomando su ansiedad por miedo, agarróle bruscamente por su abundante cabellera pelirroja.
—¡Huy! —gimió el señor Twit, perdiendo casi el equilibrio— ¡Agente! ¿Qué significa esto?
El señor Pippin tenía la absoluta certeza de que aquel pelo rojo se le quedaría en la mano en forma de peluca, pero, al ver que no cedía, quedóse horrorizado, contemplando al señor Twit en tanto su rosada tez se trocaba en un rojo escarlata.
—¿Está usted en sus cabales, agente? —balbuceó el señor Twit, frotándose la resentida cabeza—. No le comprendo. ¡Oh, gracias a Dios! Ahí viene mi hermana. ¡Oye, Muriel, ven acá a decirle al agente quién soy! Al parecer, no quiere creerme.
El señor Pippin vio acercarse a una gruesa dama de aspecto muy resuelto.
—¿Qué ocurre, Teodoro? —inquirió la dama con voz recia y agresiva.
El señor Pippin echó una furtiva mirada a Muriel y, tras murmurar unas breves palabras de abochornada disculpa, tomó las de Villadiego, dejando tras sí un par de personas profundamente desconcertadas.
—Loco, lo que se dice loco de atar —comentó Muriel con su brusca voz—. Goon también está chiflado, pero nunca ha llegado al extremo de tirarte de los pelos como este tipo. No cabe duda que este mundo está dando las boqueadas, Teodoro.
Sucedió que aquella tarde la señorita Twit fue a visitar a la madre de Fatty y, cuando éste oyó su relato de cómo aquel extraordinario señor Pippin había intentado arrancarle el pelirrojo cabello al querido Teodoro, le acometió tal acceso de risa entrecortada, que su madre hubo de despacharle de la sala, acusándole de malos modales. Fatty siguió riendo solo, ante la inquisitiva mirada del sorprendido «Buster».
«¿Conque el amigo Pippin ya está enterado del truco, eh? —pensó Fatty—. Bien. Tendremos que dejarlo de lado. No obstante, confío en que no me asocie con el facineroso pelirrojo que vio anoche. Si sospecha que es una broma, no comparecerá por el Pequeño Teatro en busca de sus preciosas pistas.»
Los cinco muchachos habían celebrado una entrevista aquel día, que era jueves, para decidir qué pistas dispondrían para Pippin en la parte posterior del Pequeño Teatro, donde había una especie de pórtico cubierto muy a propósito para el caso.
—Podemos esparcir colillas de cigarro —propuso Fatty— para inducir a creer a Pippin que se han celebrado otras reuniones allí.
—Sí... y cerillas —convino Larry—. ¿Qué os parece si pusiéramos también un pañuelo con una inicial? Resulta siempre un detalle muy útil cuando uno desea encontrar pistas.
—¡Ya lo creo! —exclamó Daisy—. Tengo un pañuelo muy viejo y raído y, si queréis, bordaré en él una inicial. ¿Qué letra os parece que ponga?
—Una «Z» —apresuróse a responder Fatty—. Así Pippin tendrá motivos para devanarse un poco los sesos.
—¿Una «Z»? —intervino Bets—. ¡Pero si no hay ningún nombre que empiece con «Z»!
—Sí
;
hay varios —tranquilizóla Fatty, sonriendo—. Por ejemplo, Zebedio o Zacarías. ¡En cuanto se entere nuestro amigo Pippin, le faltará tiempo para salir a la caza de Zebedios, por todo el lugar!
—De acuerdo —asintió Daisy—, bordaré una «Z» en el pañuelo. Ahora iré a por la aguja y el hilo. ¿Qué otras pistas se os ocurren?
—Una página de un libro —propuso Pip—, de una guía de ferrocarril, por ejemplo.
— Buena idea —aprobó Fatty—. ¿Algo más?
—¿Qué otras cosas se les suele caer a la gente por casualidad? —preguntóse Daisy—. ¡Ah! ¡Ya sé lo que podríamos hacer! Si hay un clavo o algo parecido por el lugar, podemos prender en él un retacito de tela, como si alguien se hubiese enganchado la chaqueta en un clavo. Eso constituye siempre un buen indicio en las investigaciones de verdad.
—En efecto —accedió Fatty—. Además, llevaremos un lápiz y le sacaremos punta allí, para dejar raspaduras por todo el lugar. ¡Cáscaras! ¡Qué magnífica colección de pistas vamos a tener!
—Por otra parte, hemos de procurar dejar algo que induzca a Pippin a proseguir la persecución en otra parte —dijo Larry.
—Sí —convino Pip—. ¿Qué os parece si subrayásemos un tren en la página de la guía que pensamos echar allí? Si subrayamos determinado tren, por ejemplo uno del domingo, el amigo Pippin también tomará nota del particular.
Todos se rieron.
—Y Fatty podría disfrazarse de algo y deslizar un mensaje en la mano de Pippin para sugerir un nuevo lugar adonde ir —bromeó Daisy—. ¡Podríamos obligarle a recorrer media Inglaterra con este sistema!
—Veréis cuando Goon reciba un informe de todo esto —cloqueó Fatty, alborozado—. Lo comprenderá en seguida y se pondrá hecho un basilisco.
A poco, todos los indicios quedaron listos, incluso las raspaduras de lápiz, metidas en un sobre.
—¿Dónde pondremos las pistas? —preguntó Bets—. ¿Puedo ir yo también?
—Sí —accedió Fatty—. Iremos todos. No hay inconveniente. No tiene nada de particular que vayamos juntos. Podemos hacerlo en nuestras bicicletas y dejarlas en el parque de estacionamiento que hay detrás del Pequeño Teatro. Mientras fingimos mirar los carteles, uno de nosotros se escabullirá para ir al pórtico y disponer las pistas en él. En menos de un minuto, estará todo listo.
—¿Cuándo iremos? —repitió Bets, deseosa como siempre, de hacerlo todo inmediatamente.
—Hoy no —objetó Fatty—. Hace un poco de viento y no es cuestión de que los indicios desaparezcan del pórtico. Puede que mañana haya cesado el viento. Iremos mañana.
En efecto, al día siguiente, a las seis menos diez, salieron los cinco, con «Buster» instalado, como de costumbre, en la cesta de la bicicleta de Fatty. Contornearon el Pequeño Teatro y al fin llegaron al estacionamiento de la parte posterior del edificio, donde había otros muchos chicos recogiendo sus bicicletas.
—¡Vaya! —exclamó Fatty, sorprendido—. ¿Ha habido función esta tarde?
—Sí —afirmó un muchacho que andaba por allí cerca—. Una función especial para nosotros, los niños del Asilo Farleigh. Hemos entrado de balde. Ha sido estupenda. Lo que más me ha gustado ha sido el gato.