A sólo un paso de la puerta del rellano, algo le hizo detenerse: aquel sexto sentido que, desarrollado a lo largo de los años, ahora le alertaba de forma sutil ante casi cualquier emergencia. Se volvió a tiempo de discernir una silueta que salía del cuarto cautelosamente, abriéndose paso entre la sangre que encharcaba el suelo y los destrozados cuerpos tendidos en el extremo opuesto al umbral. Sin duda, al oír sus disparos —reflexionó más tarde—, el segundo equipo había organizado una especie de maniobra de tenaza: uno de sus componentes acababa de escalar la fachada a fin de irrumpir por la ventana, mientras el otro atacaba desde la escalera.
Bond lanzó por la puerta del rellano, en dirección a la escalera, la granada que sostenía en la mano izquierda, y con la contraria disparó dos veces al hombre que había surgido de la habitación, el cual rodó sobre sí mismo como atrapado en un torbellino.
Del primer cargador le quedaban sólo dos proyectiles. En cinco segundos lo reemplazó por el de reserva. Se adentró entonces un par de pasos en el rellano y disparó dos veces, al azar, mientras localizaba el blanco.
El último de sus agresores, a quien la granada había pillado desprevenido, se agitaba al pie de la escalera. Al ver las chamuscaduras y los desesperados tirones que daba a sus ropas a la altura del bajo vientre, Bond comprendió que la granada le había estallado en las ingles cuando subía la escalera.
Sordo todavía, Bond le vio abrir y cerrar la boca, deformado el rostro por una mueca. Disparando desde lo alto de la escalera, le voló limpiamente la bóveda del cráneo, con lo cual el otro cayó de espaldas, desplazado un par de palmos por el impacto, y los sesos se le derramaron en el sucio suelo del zaguán.
Volviendo silenciosamente sobre sus pasos, y después de salvar la acrecentada masa de cadáveres, Bond se acercó a la ventana de la habitación. Abajo, a unos veinte metros de distancia, vio a Tamil Rahani en compañía de Simon y de media docena de los demás inquilinos permanentes de Erewhon. Todos permanecían muy quietos, en pie, inclinada la cabeza como en actitud de escuchar. No había a la vista armas desenfundadas, ni Bond divisó ninguna apuntada hacia la casa desde puntos estratégicos.
Se apartó de la ventana. No quería que le viesen, pero al mismo tiempo titubeaba en cuanto a la mejor manera de abandonar la casa. La solución se la ofreció parcialmente, cuando apenas había avanzado dos pasos, la voz de Rahani desde el exterior:
—¿Sigue usted entre nosotros, comandante Bond?
Simon añadió sin transición:
—¿Lo comprendiste, James?
Volvió a la ventana, pero se mantuvo a un lado, evitando asomarse en lo posible. Todos seguían donde antes. Y tampoco en ese momento había armas a la vista. Retrocediendo, gritó:
—¡Queríais matarme, hijos de perra! Ahora vamos a lugar limpio. Os liquidaré, uno tras otro.
Se arrojó al suelo y, reptando bajo el marco, alcanzó la siguiente ventana. El grupo tenía fija la vista en la primera cuando disparó él. La bala hirió el suelo a unos diez pasos de donde estaban, levantando una gran polvareda.
—¡Tranquilo, Bond! —voceó Tamil Rahani—. Nadie quiso hacerle el menor daño. Era una prueba, nada más que eso. Destinada a comprobar su eficacia. Salga ya. El examen ha terminado.
—Antes quiero que venga aquí uno de ustedes… Simon, si le parece. Sin armas. Inmediatamente. Y por la puerta principal. De lo contrario, empezaré a ocuparme de ustedes, y muy deprisa.
Lanzó una ojeada por la ventana. Simon se había desabrochado ya el cinturón y, arrojándolo a un lado, echaba a andar hacia la casa.
Unos segundos más tarde, Bond se encontraba en la parte superior de la escalera, y Simon abajo, en el zaguán, con las manos enlazadas sobre la cabeza y mirándole no sin admiración.
—¿Puede saberse qué ocurre aquí? —le interpeló Bond.
—Nada. Has actuado como esperábamos. Como todo el mundo nos aseguraba que eres muy hábil, te enviamos cuatro hombres de los no imprescindibles. Dos de ellos eran los alemanes que me señalaste. Tenemos otros de ese estilo. Para ejercicios como éste, que consideramos rutinario.
—¿Rutinario? ¿Consideráis rutinario decirle a la víctima que sólo se empleará munición de fogueo?
—Bien, no tardaste en descubrir que también tú tenías balas auténticas. A los otros se les dijo lo mismo: que los proyectiles eran simulados.
—Yo tenía munición sólo si la encontraba, cosa que hice en parte por casualidad.
—No digas bobadas, James: disponías de balas auténticas desde el mismo comienzo, y había cargadores diseminados por toda la casa. ¿Puedo subir?
Con las manos todavía sobre la cabeza, Simon inició el ascenso. Bond, entretanto, empezaba a reflexionar. «¡Imbécil! —se increpó a sí mismo—. Te dijo que eran de fogueo y tú te fiaste de su palabra… ¿Por qué?».
Cinco minutos más tarde, Simon había demostrado la veracidad de sus palabras, primero recuperando el cargador desechado inicialmente por Bond, que contenía todas sus balas Glaser, y a continuación señalándole otros peines completos, situados en el suelo del pasillo, en la segunda habitación del piso alto e incluso en el descansillo. Sin embargo, y aun disponiendo de munición auténtica, había sido aquella una empresa peligrosa en extremo: un hombre contra cuatro, armados con lo que resultaron ser metralletas MP 5K.
—Me hubieran podido borrar del mapa en cuestión de segundos.
—Pero no lo hicieron, ¿verdad, James? Según nuestros informes, tú sabes salir con bien de esta clase de situaciones. Lo cual demuestra, sencillamente, que nuestros informadores acertaban.
Bajaron la escalera y salieron al cálido exterior, que resultaba muy grato. Bond sentía, en efecto, que era mucha su suerte al estar vivo. Y al mismo tiempo se preguntó si esa suerte no sería un simple aplazamiento de su ejecución.
—¿Y si hubiese muerto allí dentro?
Rahani no sonrió ante esa pregunta.
—En tal caso, comandante Bond, en lugar de cuatro cadáveres, sólo habríamos tenido que enterrar uno. Pero sobrevivió usted; demostró que tiene bien merecida su fama. Aquí vida y muerte valen lo mismo; sólo la supervivencia importa.
—¿Y fue lo que dijo Simon? ¿Un reto, una prueba?
—Más bien una prueba.
Habían cenado a solas los tres, y en ese momento se encontraban en el despacho de Tamil Rahani.
—Le ruego que me crea —el oficial de mando de Erewhon desplegó las manos en amplio ademán—. Si hubiese dependido de mí, no le habría sometido a esa ordalía.
—Esta organización es suya. Y el empleo me lo ofreció usted.
—Verá —dijo en voz más baja—, quiero ser enteramente franco con usted… Es cierto, sí, que la idea de fundar una organización que ofreciese en alquiler los servicios de terroristas mercenarios fue mía, en principio. Pero, lamentablemente, y como ocurre muy a menudo en estos casos, necesitaba el asesoramiento de especialistas. Eso significó aceptar socios. De resultas de ello, y si bien obtengo cuantiosos beneficios…, tengo que acatar órdenes.
—¿Y qué se le ordenó en esta ocasión?
—Comprobar si era usted digno de confianza y podía empleársele, o si nos encontrábamos ante un falsario. También se me encargó obtener de usted información que pudiésemos verificar fácilmente, y más tarde, suponiendo que esa prueba resultara satisfactoria, plantearle un auténtico desafío, para ver si era capaz de salir con vida de un trance potencialmente mortal.
—¿Y he salido airoso de todas las pruebas?
—Sí. Estamos muy satisfechos. Ahora podemos devolverle a los encargados de nuestra planificación. No le mentí al decirle que teníamos un trabajo para usted. Ha estado esperándole desde el mismo principio. Por eso le enviaron aquí, donde disponemos de instalaciones. Verá, si después del traslado hubiésemos descubierto que era… ¿cómo le llaman ustedes?… ¿Un agente doble…?
Bond asintió.
—Si se hubiese probado que era usted eso, aquí disponíamos de instalaciones para retirarle de la circulación… de forma permanente.
—Y ese empleo que me ofrece, ¿en qué consiste?
—Es una operación tan vasta como compleja. Pero puedo anticiparle algo —Rahani miró a Bond con ojos tan vacíos, que se hubieran dicho de cristal—. Lo que proyectamos en este momento será el golpe terrorista de la década, por no decir del siglo. Si todo se desarrolla conforme a lo previsto, será la chispa que haga estallar la revolución final: un cambio total y sin precedentes del mundo y sus acontecimientos. El inicio de una nueva era. Y los que intervengamos en él ocuparemos lugares de privilegio en la sociedad resultante.
—Ya vi esa película.
Simon se puso en pie y se acercó al archivador, donde se guardaban unas cuantas botellas. Después de servirse un generoso vaso de vino, desapareció de la vista.
—Mófese cuanto quiera, comandante Bond. Sin embargo, creo que incluso usted verá en esta operación algo sin paralelo en la historia.
—¿Y para qué es necesaria mi intervención?
Bond arqueó una ceja, dando a su semblante una expresión satírica.
—Yo no he dicho que sea necesaria, pero la operación podría fracasar sin la intervención de alguien como usted.
—Muy bien —el agente especial se retrepó en la silla—. Pues hábleme de ese asunto.
—Sintiéndolo mucho, no puedo hacerlo.
Los ojos de Rahani se clavaron en él de tal forma por espacio de, quizá, dos segundos, que Bond dio en pensar que estaba ensayando alguna especie de hipnosis.
—¿Y en resumidas cuentas?
—En resumidas cuentas, que hemos de devolverle a usted. Ha de regresar.
—¿Regresar? ¿Adónde?
Demasiado tarde ya, Bond notó a su espalda la presencia de Simon.
—Al lugar de donde viniste.
Sintió el pequeño, incisivo pinchazo a través del tejido de la camisa, en la parte alta del brazo, a unos centímetros del hombro derecho.
Tamil Rahani siguió con su perorata.
—No estamos hablando de historias inventadas por novelistas baratos. De ninguna extorsión basada en el poder de ingenios nucleares ocultos en el corazón de las grandes metrópolis occidentales; de ninguna conjura para secuestrar al presidente, o para someter al mundo reduciendo a cero el valor de las principales divisas. No estamos hablando del empleo de amenazas ni… tampoco… hablamos…
Su voz se fue alejando lentamente, diluyéndose, y por fin se desvaneció.
El cielo era de un gris casi plomizo. Lo vio por la ventana. Era cuanto se ofrecía a la vista: el cielo y parte de un viejo manzano.
Bond acababa de despertar de lo que parecía un sueño natural. Una vez más, estaba vestido por completo, y en la mesilla descansaba la ASP en su funda, junto con un cargador de repuesto. La habitación era en todos sus detalles un dormitorio al gusto inglés, de carpintería esmaltada de blanco brillante, con empapelado a flores, y cortinajes haciendo contraste. Con la única salvedad de que casi todo el hueco de la ventana estaba condenado con ladrillos y de que la puerta, cuando trató de abrirla, no cedió.
Le embargó la deprimente sensación de haber vivido ya todo aquello. Conocía aquel camino, con la sola diferencia de que la anterior etapa había sido Erewhon. Según Rahani, le habían aceptado; más ¿en qué términos? ¿Y por qué?
Los interrogatorios habían resultado concienzudos, desde luego…, pero él tenía instrucciones de M de revelar cualquier cosa que sus interrogadores pudiesen verificar, por más delicada que fuera. Sostenía su jefe que el daño podría repararse más tarde. A él, sin embargo, le quedaba una duda: ¿en qué fase se encontraría el juego cuando pusieran manos a la obra de reparación? En Erewhon se estaba preparando algo capaz de conmover al orbe. ¿Cómo lo había expresado Rahani…? «Un cambio total y sin precedentes del mundo y sus acontecimientos». El eterno sueño de los revolucionarios: alterar el curso de la historia, subdividir los valores, transformarlos a fin de construir una sociedad nueva. En fin —pensó Bond—, la cosa no era nueva, se había hecho ya, aunque sólo a escala de países. Rusia era el ejemplo típico. Por mucho que el ascenso de Hitler en Alemania hubiera constituido también una revolución. Lo malo de las revoluciones era que su ideal inspirador solía fracasar a causa de las fragilidades humanas. Tal era la teoría que propugnaba M a menudo.
Rahani había dicho también que él, u otro como él, era indispensable para la realización de lo que se planeaba. Necesitaban un hombre con la preparación, las relaciones y los conocimientos de un experimentado agente especial de los Servicios Secretos. Pero ¿qué parte de esa preparación y qué conocimientos específicos precisaban?
Enfrascado todavía en esas meditaciones, oyó que llamaban a la puerta y giraba una llave en la cerradura.
Cindy Chalmer presentaba un aspecto fresco, radiante. Vestía una bata de laboratorio sobre unos tejanos y una camisa, y cargaba una voluminosa bandeja.
—Su desayuno, mister Bond —anunció con una ancha sonrisa.
Bond vio en segundo término a un hombre alto y musculoso. Señalándole con un movimiento de cabeza, preguntó:
—¿Mi custodio?
—Y el mío, supongo —Cindy depositó la bandeja en la cama—. Con un personaje como usted por los alrededores, todas las precauciones son pocas. Como nadie sabía qué le apetecería tomar, Dazzle le ha preparado un desayuno inglés completo: huevos con tocino, salchichas, tostadas y café.
Levantó la tapadera de plata que cubría la humeante fuente y la sostuvo de forma que Bond viese su interior, que tenía sólidamente sujeta con cinta adhesiva una nota doblada.
—Está la mar de bien —comentó él, cabeceando en señal de asentimiento—. ¿Qué hago cuando haya terminado? ¿Avisar al servicio de habitaciones?
—No nos llame —repuso ella risueña—; nosotros le llamaremos a usted, míster Bond. Tengo entendido que el profesor quiere hablar luego con usted. Me alegra ver que se siente mejor. Me dijeron que se dio un buen porrazo al salirse su coche de la carretera. Él estaba preocupado de veras; por eso insistió en el hospital para que le dejasen traerle aquí.
—Muy considerado por su parte.
Ya en la puerta, Cindy se detuvo un instante para añadir:
—Bien. Es agradable saber que vamos a trabajar juntos.
—Según están los tiempos, es una gran cosa tener un puesto de trabajo —replicó Bond, inseguro acerca de lo que sabía la mulata y del crédito que pudiera dar a lo que le hubiesen contado.