El otro rió con toda la cordialidad de una cobra enfurecida.
—Debiera constarle a usted, comandante. Si no recuerdo mal, en esos momentos estaba usted organizando una bonita polvareda en las mesas de juego de la Costa Azul.
—No recuerda usted mal.
Bond salió, precedido de Simon, al soleado exterior.
Primero se dirigieron al comedor, donde unas ochenta personas estaban almorzando pollo guisado con pimientos, cebolla, ajo y almendras. Todos vestían el mismo uniforme, color verde oliva. Algunos portaban armas. Había hombres y mujeres, en su mayoría jóvenes y de nacionalidades muy diversas. Ocupaban mesas de dos o de cuatro. El entrenamiento así lo exigía, explicó Simon: trabajaban en pareja o por equipos. En ocasiones, si lo aconsejaba el trabajo, se reunían dos equipos. Algunos de los que ocupaban mesas de dos estaban siendo adiestrados para actuar en solitario.
—¿En qué actividades? —quiso saber Bond.
—Oh, las habituales: voladuras, secuestros, ajustes de cuentas, represalias…; lo que usted quiera. Tenemos especialistas para todo: electricistas, mecánicos, conductores, incluidas las tareas más rutinarias.
La conversación se desarrollaba en distintas lenguas, entre las cuales Bond reconoció el alemán, el francés y el italiano. Su cicerone le aseguró que también había israelíes, irlandeses e incluso ingleses. Bond reconoció de inmediato a un par de terroristas alemanes cuyas filiaciones figuraban en los archivos del Servicio, en los del MI5 y en los de Scotland Yard.
—Si quieren evitarse problemas de identificación —le dijo a Simon en voz baja—, yo no emplearía a esos dos en Europa. Son archiconocidos donde no conviene.
—Le agradezco la advertencia. Preferimos gente sin pasado, y ese par me daba mala espina. Aunque todos los que vienen aquí tienen sus antecedentes, no nos gustan las celebridades —lo dijo con una sonrisa de connivencia—. Lo cual no impide que las necesitemos. Ya sabe: siempre se producen bajas. Y durante el entrenamiento pueden resultar muy útiles.
Pasaron el resto de la tarde recorriendo la bien equipada zona de prácticas. A Bond le embargaba la extraña sensación de haber visto todo aquello con anterioridad. Le llevó cosa de una hora determinar el porqué: a aquellos hombres y mujeres se les enseñaban técnicas que él había visto emplear al SAS, al GSG-9 alemán, al GIGN francés y a varios otros grupos de elite aplicados a la lucha antisubversiva. Con una diferencia: a los reclutas de Erewhon se les formaba en la neutralización de las medidas contraterroristas.
Aparte el adiestramiento en el manejo de armas de todo tipo, se dedicaba especial atención a las técnicas de secuestro aéreo y pilotaje de aparatos. Incluso existían en el complejo dos simuladores de vuelo. Otro edificio se consagraba en exclusividad a impartir enseñanza sobre técnicas de negociación con las autoridades durante secuestros y tomas de rehenes. Los métodos se trataban de forma exhaustiva.
Uno de los supuestos tácticos más espectaculares se practicaba en la zona de casas destruidas que anteriormente habían atraído la atención de Bond. Se instruía allí a los hombres, por equipos de cuatro, sobre la forma de contrarrestar toda clase de medidas de rescate. Resultaba turbador ver que se consideraban todas las modalidades conocidas de las técnicas antiterroristas.
Bond durmió aquella noche en el mismo desnudo cuarto en que había despertado a su llegada a Erewhon. Al día siguiente se iniciaron los interrogatorios, que habrían de desarrollarse conforme al clásico cara a cara, Rahani formulándole a Bond preguntas aparentemente inocuas que en realidad buscaban arrancarle información reservada, relativa al Servicio.
Comenzó Rahani en forma bastante inofensiva, interesándose por temas tales como la organización y los canales de mando. Pronto, sin embargo, se hizo necesario pormenorizar, y Bond tuvo que echar mano de todo su natural ingenio a fin de dar la impresión de que lo revelaba todo, aunque en realidad callase los datos verdaderamente vitales.
Rahani era como un perro de presa: convencido ya Bond de que había logrado escamotearle una información determinada, el otro volvía a la carga por tortuosos derroteros y abordaba de nuevo la cuestión planteada. Resultaba claro y manifiesto que una vez les hubiese revelado lo que les interesaba, Bond sería arrojado a los lobos.
Al sexto día, y remachando siempre el mismo clavo, Rahani se esforzaba en sonsacarle a su huésped sobre medidas de seguridad empleadas en la protección del primer ministro, la reina y otras personas de la familia real.
Aunque nada de todo ello era competencia personal de Bond ni tampoco del Servicio, su interlocutor daba por sentado que el agente especial sabría no poco al respecto. Llegó a solicitarle los nombres y las debilidades que se les sospechaban a las personas encargadas de aquella labor, juntamente con detalles de su programa de trabajo. A eso de las cinco de la tarde, entraron en el despacho con un mensaje. Rahani lo leyó y, después de doblar lentamente el papel, se volvió hacia Bond.
—Bien, comandante; parece que su estancia aquí ha tocado a su fin. Tenemos trabajo para usted en Inglaterra. Finalmente va a materializarse algo muy importante, y usted ha de intervenir en ello. Percibirá honorarios a partir de este momento.
Descolgó uno de los teléfonos y pidió a Simon que se presentara cuanto antes. Bond había reparado ya que en Erewhon a todo el mundo, excepto al oficial de mando, se le llamaba por el nombre de pila.
—El comandante Bond se incorpora a nuestras filas —le anunció a Simon—. Hay un trabajo para él, y mañana sale hacia Inglaterra. Tú le acompañarás —dijo. Y habiendo intercambiado una extraña mirada con su ayudante, agregó—: Pero ocurre, Simon, que aún no hemos visto en acción a nuestro gallardo comandante. ¿Qué te parece la idea de someterle a la prueba del osario?
—Estoy seguro de que a él le agradaría, señor.
Osario era el nombre que, en un rasgo de humor negro, aplicaban a las semiderruidas construcciones en que se adiestraban los hombres para combatir las ofensivas antiterroristas. Salvada la corta distancia que les separaba de aquel paraje, Simon se retiró a fin de organizar, dijo, los preparativos necesarios. A su regreso, diez minutos más tarde, condujo a Bond al interior de una de las casas.
Aunque del edificio no quedaban más que las paredes, y éstas mostraban la huella de numerosas batallas simuladas, la construcción era de extraordinaria solidez. Un amplio recibidor se abría tras la maciza puerta principal. Dos cortos pasillos, a derecha e izquierda, conducían a espaciosas estancias de desnudo suelo pero dotadas todavía de algunos muebles. Una bien construida escalera terminaba en un rellano con una única puerta. De ella partía un largo corredor que cruzaba de un extremo al otro la casa. En la pared del fondo, dos nuevas puertas daban acceso a habitaciones situadas exactamente encima de las que existían en la planta.
Mientras acompañaba a Bond al piso alto, Simon explicó:
—Intervendrá un grupo de cuatro hombres. Como es natural, utilizarán munición de fogueo, pero junto con ella, granadas de zapatazo auténticas —se refería a bombas de mano cuyo efecto aturdidor no era agradable de experimentar—. La información que puedo darte es que tus agresores saben que estás por el piso superior —sacó la ASP 9 mm de Bond—. Bonita arma, James. Muy bonita. ¿A quién se le ocurriría pensar que tiene la potencia de una Magnum calibre 44?
—Has estado trasteando con mis juguetes…
—La tentación era demasiado fuerte. Aquí tienes… dos cargadores de balas de fogueo. Usa tu iniciativa, James. Y buena suerte —consultó su reloj—. Dispones de tres minutos.
Tras proceder a un rápido reconocimiento del edificio, Bond se situó en el corredor de arriba, que carecía de ventanas. Permanecía cerca de la puerta que daba al rellano, aunque bien escudado por la pared del pasillo. Acababa de acuclillarse junto a ella, cuando abajo, en el recibidor, estallaron con formidable estruendo dos granadas aturdidoras. A la conmoción producida por la onda de choque siguieron varias ráfagas de armas automáticas. Los proyectiles desconcharon el enlucido e hirieron la mampostería del otro lado de la pared, al tiempo que una segunda explosión casi desgoznaba la puerta.
La munición que empleaban no era de fogueo, sino auténtica. Y Bond se dio cuenta, súbitamente sobrecogido, de que estaba ocurriendo lo que antes imaginara: le arrojaban a los lobos.
Del piso bajo llegaron dos nuevas explosiones, seguidas por otra cerrada ráfaga de disparos. El segundo equipo de dos hombres estaba despejando la planta. Bond oyó las pisadas del primer equipo, resonando en la escalera. En cuestión de segundos se escenificaría en el rellano la danza de la muerte. Por la puerta que se abría a su derecha arrojarían un par de granadas aturdidoras o dos botes de humo, y a continuación el fuego de las armas barrería el corredor, con lo que él emprendería el corto viaje hacia la eternidad.
La voz de Simon le resonaba en el interior de la cabeza, como surgida de un disco rayado: «Usa tu iniciativa… Usa tu iniciativa…». ¿Qué era aquello? ¿Una pista, una clave? Porque estaba claro que lo había dicho con intención…
«Muévete». Y Bond echó a correr pasillo adelante, hacia la habitación situada a su izquierda. Pensaba de forma vaga en la posibilidad de saltar la ventana. Cualquier expediente le parecía válido con tal de escapar a la mortífera granizada de balas.
Entró velozmente en el cuarto y, tratando de hacer el menor ruido posible, cerró la puerta y pasó el pequeño pestillo. Cruzaba ya la pieza, en dirección a las ventanas, cuando, al rodear una silla, los vio: dos cargadores para ASP, negros rectángulos de metal mate y cantos redondeados, abandonados en la desvencijada mesa que separaba los dos altos ventanales. Los retiró de un manotazo, y vio al momento que se trataba de sus propios repuestos, con todo su contenido de balas Glaser.
Existe un método específico para cargar una ASP, mediante un rápido movimiento que, desalojando el peine gastado, permite sustituirlo por otro nuevo. Bond realizó esa operación en no más de cinco segundos, y ese espacio de tiempo le alcanzó además para comprobar que la primera bala había entrado en la recámara.
Pero cargó el arma en movimiento, camino de la puerta, junto a la cual se apostó, pegado a la pared de la izquierda. El equipo avanzaría disparando, una vez las granadas hubieran surtido su efecto desorientador: un hombre por la derecha y el otro por la izquierda. Bond contaba, sin embargo, con que los primeros tiros se perderían en la habitación.
Pegado a la pared, empuñó con ambas manos la pequeña y poderosa arma, sujetando al mismo tiempo el cargador de reserva como si fuese una extensión de la propia culata, y tendió ante si los brazos.
Los asaltantes se encaminaban directamente hacia aquella habitación. Bond había seguido, por el estruendo y las explosiones, las etapas de su rudimentaria ofensiva a partir de la puerta del rellano. Una rociada de balas astilló a su derecha la carpintería de la puerta. Una bota destrozó la cerradura e hizo saltar el endeble pestillo. Simultáneamente arrojaron dos granadas al interior del cuarto, una de las cuales rodó por el desnudo entarimado una fracción de segundo. Y luego se produjo el estallido.
Ladeó la cabeza y cerró los ojos a fin de evitar el peor efecto de las granadas aturdidoras —la ceguera temporal que causa el fogonazo—, pero nada pudo hacer por sustraerse a la detonación que, como si ocurriese en el interior de su cráneo, le hizo retumbar la cabeza y desató en sus oídos timbrazos ensordecedores. Tanto, que no percibió ningún otro ruido: ni el de su pistola, al disparar, ni el mortífero tableteo de las metralletas que accionaron los dos hombres del primer equipo mientras avanzaban por entre la humareda.
Bond actuó por puro reflejo. Localizadas en el visor de la pistola las dos minúsculas siluetas que trasponían la puerta, oprimió dos veces el gatillo, verificó de nuevo la puntería y volvió a disparar. Cuatro balas salieron de la recámara en menos de tres segundos… y, sin embargo, fue como si el tiempo se hubiese paralizado y todo ello ocurriese por efecto de un truco cinematográfico, con una enorme lentitud, torpe y brutal.
El agresor más próximo a Bond saltó a la izquierda, sujeta la letal arma automática entre el brazo y la caja torácica, y apenas identificado su objetivo, volvió hacia él el cañón de la metralleta, que ya había empezado a vomitar fuego. El primer impacto de Bond le alcanzó en el cuello y le proyectó hacia un lado, y destrozadas carne, arterias, tendones y hueso, la cabeza se le bamboleó como a punto de separársele del tronco. El segundo proyectil le dio de pleno en ella y, haciéndola estallar, sembró el aire de una fina lluvia de partículas rosadas y grises. Las balas tercera y cuarta le dieron al otro hombre en el pecho, a unos pocos centímetros de la tráquea. Se tambaleó, primero hacia la salida y luego hacia la derecha, rociando de balas la ventana antes de comprender, demasiado tarde ya, dónde estaba situado el blanco.
Fue tal la violencia del impacto, que al saltar hacia atrás se quedó suspendido por un momento en el aire, en un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto del suelo, la metralleta todavía en acción, acribillando el cielo raso, mientras del desgarrado pecho brotaba un hongo de carne y sangre.
A causa de su sordera temporal, Bond tenía la impresión de encontrarse fuera de la escena, como si la contemplara en una película muda. Su experiencia, sin embargo, le ayudó a reaccionar: había abatido a dos, pero quedaban otros tantos. El segundo equipo, casi con toda seguridad, debía de encontrarse abajo, en el recibidor, e incluso era posible que en ese momento acudiese en ayuda de sus camaradas.
Saltó sobre el decapitado cadáver del primer intruso, y con ello estuvo a punto de resbalar en el charco de sangre. A Bond siempre le había causado pasmo comprobar en qué cantidad la poseía el cuerpo humano —un detalle que nunca mostraban las películas y ni siquiera los noticiarios—: más de cuatro litros que manaban como de una fuente al ser roto violentamente su receptáculo.
Se detuvo un instante en el umbral y tendió en vano el oído, pues el interior del cráneo seguía zumbándole como si vibrase en él un centenar de timbres.
Con una ojeada hacia su segunda víctima, advirtió que todavía llevaba en el cinto, sujetas por las palancas de seguridad, dos granadas. Desprendió una, le quitó la horquilla y, con ella en la mano izquierda, siguió el corredor hacia la puerta del rellano, calculando mientras tanto con qué fuerza habría de arrojarla en la escalera. No podía equivocarse, porque no se le ofrecería una segunda oportunidad.