—Claro que iré. Hemos llegado hasta aquí, y no tengo razones para suponer que nos espera algo peor de lo que ya hemos pasado. Además, quiero… —Hizo una pausa, y luego cambió de tono—. ¿Habéis encontrado un modo de subir allí, o la pregunta es todavía hipotética?
Fue Lackland quien respondió.
—Hemos descubierto un camino posible, mil doscientos kilómetros río arriba. No sabemos si podrás escalarlo; parece un desmoronamiento de rocas de pendiente muy moderada, pero desde esa altura no podemos calcular el tamaño de las rocas. Sin embargo, si no puedes subir por allí, me temo que no podrás hacerlo por otro sitio. El risco parece vertical en todo el contorno de la meseta, excepto en ese punto.
—Muy bien, iremos río arriba. No me gusta la idea de escalar aquí, pero haremos lo posible. Quizá podáis sugerirnos algo cuando veáis el camino por los visores.
—Me temo que tardaras mucho en llegar allá.
—No demasiado; por alguna razón, a lo largo del risco el viento sopla en la dirección hacia donde queremos ir. No ha cambiado de rumbo ni de intensidad desde que llegamos, hace veinte días. No es tan fuerte como un viento marino, pero empujara el Bree corriente arriba… si el río no cobra demasiado ímpetu.
—Al menos no se vuelve mucho más angosto en el trayecto que recorrerás. Si aumenta la velocidad, será porque pierde hondura. Solo podemos asegurarte que las fotografías no presentan indicios de rápidos.
—Muy bien, Charles. Zarparemos en cuanto lleguen las partidas de cazadores.
Una a una, las partidas regresaron a la nave, todas con algunos alimentos pero sin ningún informe interesante. Aquella campiña ondulante se extendía en todas direcciones; los animales eran pequeños, los arroyos escasos, y la vegetación rala, excepto alrededor de los pocos manantiales. La moral estaba un poco baja, pero mejoró con la noticia de que el Bree reanudaría el viaje. Los pocos objetos que habían sido desembarcados volvieron a ser cargados rápidamente en las balsas, y la nave se internó en la corriente. Por un momento bogó a la deriva hacia el mar, mientras izaban las velas; luego aquel viento extrañamente uniforme las hinchó, y la nave avanzó contra la corriente, internándose despacio en zonas desconocidas del mayor planeta que el hombre había intentado explorar.
B
arlennan esperaba que las márgenes se volvieran más yermas a medida que la nave avanzaba corriente arriba, pero ocurría lo contrario. Matas de plantas achaparradas, semejantes a pulpos, se aferraban al suelo en ambas orillas, excepto donde el risco de la izquierda se aproximaba tanto al río que no les dejaba espacio. Al cabo de ciento cincuenta kilómetros de travesía, encontraron varios riachuelos que desembocaban en el río principal; y varios tripulantes juraron haber visto animales deslizándose entre las plantas. El capitán sintió la tentación de enviar una partida de caza y aguardar su retorno, pero dos razones lo disuadieron. Una era el viento, que soplaba hacia donde él quería; la otra era el afán de llegar al final del trayecto y examinar la milagrosa máquina que los Voladores habían instalado y perdido en los yermos polares de ese mundo.
A medida que continuaba el viaje, el viento sorprendía cada vez más al capitán; nunca había visto un viento que soplara en la misma dirección durante más de doscientos días. Pero éste no sólo mantenía el rumbo, sino que viraba siguiendo la curva del risco, de modo que siempre daba contra la popa.
El río conservaba su anchura como habían señalado los Voladores; y, tal como ellos habían insinuado que ocurriría, perdía hondura y cobraba velocidad. Cabía esperar que esto frenase el avance del Bree, y de hecho así ocurrió; pero menos de lo previsto, pues el viento se hizo más intenso. Continuaron kilómetro a kilómetro, día tras día. Los meteorólogos estaban fuera de si. Imperceptiblemente, el sol trepaba a mayor altura en sus círculos por el cielo, pero lo hacía demasiado despacio para convencer a los científicos de que aquello era la causa del creciente viento. Tanto para los mesklinitas como para los humanos resultó evidente que algún rasgo de la orografía local debía ser responsable de ello. Al final, Barlennan se sintió confiado para detenerse en la costa y enviar una partida de exploración y de caza, seguro de que el viento seguiría soplando cuando ésta embarcara de nuevo.
Así fue, y continuaron navegando durante kilómetros sobre las balsas del Bree. Según los Voladores, habían recorrido mil doscientos kilómetros. La corriente del río prolongaba la travesía, pero por fin apareció la fisura en la roca, tal como los terrícolas habían dicho.
Durante un tiempo, la corriente del río vino directamente desde allí, y pudieron ver la fisura de perfil: una cuesta casi recta, en ángulo de veinte grado, subiendo quince metros desde el pie del risco. Al aproximarse, el curso de la corriente se alejó de la pared, y vieron que la pendiente era un derrumbe con forma de abanico que se proyectaba desde una hendidura de menos de cincuenta metros de ancho. La pendiente era más abrupta dentro de la fisura, pero quizá pudieran escalarla; nadie lo sabría hasta estar a distancia suficiente para ver qué clase de restos rocosos había en el derrumbe. La primera impresión resultó alentadora; allá donde el río tocaba el pie de la pendiente, esta parecía formada por guijarros pequeños incluso para los tripulantes. Si no estaban demasiado débiles, el ascenso resultaría fácil.
Ahora viraban alrededor de un punto situado frente a la abertura, y el viento empezó a cambiar al fin. Se curvaba hacia el exterior del risco, y su velocidad aumentaba increíblemente.
Una ráfaga violenta sacudió la nave, amenazando con desgarrar la resistente tela de sus velas y desviándola de la pared de roca. Al mismo tiempo el rugido se transformó en un fragor explosivo, y en menos de un minuto la nave se encontró atrapada en una tormenta que rivalizaba con las que habían encontrado desde que salieran del ecuador. Duró sólo unos instantes; las velas, que ya estaban dispuestas para resistir semejante viento, frenaron la nave impidiendo que encallara. Una vez que superaron aquella ventolera, Barlennan hizo girar la nave a estribor y se dirigió hacia la costa mientras recobraba la compostura. Cuando lo hubo conseguido, hizo lo que ya era un habito en situaciones inusitadas: llamó a los terrícolas pidiendo una explicación. Estos le defraudaron; la voz de un meteorólogo no tardo en responder, vibrando con la modulación que el capitán había aprendido a asociar con el placer humano.
—¡Eso lo explica, Barlennan! ¡Es la forma de cuenco de esa meseta! Yo diría que el ascenso te resultara más fácil de lo que creíamos. ¡Ahora entiendo por que no lo pensamos antes!
—¿Pensar que? —No era un gruñido, pero sus tripulantes notaron claramente el desconcierto de Barlennan.
—Pensar lo que un sitio como ese podía hacer en tu gravedad, clima y atmósfera. Verás, en la zona de Mesklin que conoces, el hemisferio sur, el invierno coincide con el tránsito de vuestro mundo en su punto más próximo al sol. Entonces es verano en el norte y el casquete polar se disuelve; por eso tenéis esas tremendas y continuas tormentas durante esa temporada. Nosotros sabíamos eso. La humedad que se condensa (metano, o como quieras llamarlo) cede su calor y calienta el aire de tu hemisferio, aunque no veis el sol durante tres o cuatro meses. La temperatura se acerca al punto de ebullición del metano… ciento cuarenta y cinco bajo cero en tu presión de superficie. ¿No es así? ¿No tenéis más calor en invierno?
—Si —admitió Barlennan.
—Muy bien, pues. El hecho de que la temperatura sea mas alta significa que tu aire no pierde densidad tan rápidamente con la altitud… Se podría decir que la atmósfera entera se expande. Se expande, y se vierte en ese cuenco que tienes al lado como agua en un plato de sopa que se hunde. Luego pasas el equinoccio vernal, las tormentas mueren, y Mesklin empieza a alejarse del sol. Todo se enfría, y la atmósfera se encoge de nuevo. Pero el cuenco ha atrapado mucho calor, y su presión de superficie es ahora mas alta que en un nivel similar del exterior del cuenco. Buena parte de ese calor desborda y se aleja del risco en el pie, pero la rotación del planeta lo desvía hacia la izquierda. Eso explica el viento que te impulsó. El resto es esta ventolera que acabas de cruzar, que escapa del cuenco por la única fisura y crea un vacío parcial en ambos lados de la hendidura, de modo que el viento tiende a precipitarse hacia allí desde todas partes. ¡Es simple!
—¿Pensaste todo eso mientras yo cruzaba el vendaval? —pregunto secamente Barlennan.
—Claro… se me ocurrió de golpe. Por eso estoy seguro de que allá arriba el aire es más denso de lo que esperábamos. ¿Entiendes?
—Francamente, no. Sin embargo, lo aceptaré si tú estas satisfecho. Cada vez confió más en vuestros conocimientos. No obstante, con teoría o sin ella, ¿qué significa esto en la práctica? Trepar por la cuesta afrontando ese viento no será cosa de broma.
—Me temo que deberéis hacerlo. Quizás amaine eventualmente, pero pasaran unos meses hasta que el cuenco se vacíe… tal vez un par de años terrícolas. Si es posible, Barlennan, creo que vale la pena intentar el ascenso sin demora.
Barlennan reflexionó. En el Borde, semejante huracán arrastraría a un mesklinita y lo haría desaparecer en pocos instantes; pero en el Borde ese viento no podía formarse, pues el aire apresado en el cuenco pesaría mucho menos que aquí. Hasta Barlennan comprendía eso.
—Iremos ahora —informó a través de la radio, antes de volverse para dar ordenes a la tripulación.
El Bree cruzó la corriente, ya que Barlennan había atracado en la orilla opuesta a la meseta. Una vez allí, lo sacaron del río y sujetaron las amarras a estacas, pues en aquel paraje rocoso no había plantas que pudieran resistir lo suficiente. Nombraron a cinco marineros para que permanecieran en la nave; los demás se colocaron los arneses, sujetaron las cuerdas de sus mochilas a ellos, y se pusieron en marcha hacia la pendiente.
El viento no los molestó durante un trecho. Barlennan había seguido el camino más apropiado, subiendo por el costado del abanico de escombros. Las partes más lejanas estaban compuestas por partículas relativamente finas: arena y diminutos guijarros; a medida que trepaban, los fragmentos de roca aumentaban de tamaño. Todos comprendían la razón (el viento arrastraba los trozos más pequeños), y empezaron a preocuparse por el tamaño de las rocas que tendrían que escalar al llegar a la fisura.
Tardaron pocos días en llegar al costado de la fisura. El viento era un poco más fresco; a pocos metros, doblaba la esquina con un rugido que dificultaba la conversación. Se toparon con algunos remolinos que anunciaron lo que les esperaba; pero Barlennan se detuvo sólo un momento. Luego, cerciorándose de tener la mochila cerca y bien amarrada al arnés, se armó de coraje y avanzo contra el embate del viento. Los otros lo siguieron sin titubear.
Sus peores temores no se confirmaron, no fue necesario escalar grandes rocas. Había fragmentos enormes, pero sus pendientes estaban unidas por una rampa de material más fino, que el viento constante había acumulado en aquella zona relativamente guarecida. Las rampas se superponían, y en caso contrario era posible avanzar de una a la otra a través del viento. Siguieron un trayecto tortuoso, pero fueron ascendiendo lentamente.
Tuvieron que desechar la idea de que el viento no era peligroso. Un marinero sintió hambre, se detuvo en lo que considero un refugio y trato de sacar comida de la mochila; entonces un remolino que rodeaba esa roca, quizá causado por la presencia del propio marinero, que perturbaba el equilibrio alcanzado tras meses y años de viento constante, embolso el contenedor abierto. Este actuó como un paracaídas, saco al desdichado marinero de su refugio y lo arrastro cuesta abajo. Desapareció en una nube de arena. Su compañero miró hacia otra parte; en la gravedad a la que se encontraban, una caída desde quince centímetros de altitud resultaba mortal, y habría muchas caídas semejantes antes de que su compañero llegara al fondo. Si no las había, su peso de cientos de kilos chocaría con fuerza contra las rocas provocando el mismo resultado. Los supervivientes clavaron los pies en el suelo y desistieron de comer hasta haber llegado a la cima.
Una y otra vez, el sol paso por delante de ellos, brillando a través de la hendidura. Una y otra vez, surgió detrás, alumbrando la abertura desde la dirección opuesta. Cada vez que las rocas resplandecían bajo su impacto directo, los escaladores estaban un poco más arriba; y un viento cada vez mas leve rozaba sus largos cuerpos. La fisura se hacia visiblemente más ancha, y la pendiente más suave. Ahora veían que el risco se abría hacia delante y a los costados; al fin, el camino se volvió casi horizontal y pudieron contemplar las anchas regiones de la meseta superior. El viento aún era intenso, pero no tan peligroso, y, cuando Barlennan viró a la izquierda, amainó todavía más. Aquí no era tan cortante como abajo; penetraba en la fisura desde todas partes, pero precisamente por eso su fuerza menguó deprisa cuando dejaron atrás la grieta. Al fin pudieron detenerse y abrir las mochilas para disfrutar de una comida por primera vez en trescientos días, un período largo incluso para los mesklinitas.
Una vez aplacada el hambre, Barlennan empezó a examinar la comarca. Había detenido al grupo a un costado de la grieta, casi en el borde de la meseta, y el terreno descendía formando una pendiente circular. Era un terreno desalentador. Las rocas eran más grandes, y habría que sortearlas, pues escalarlas era impensable. Incluso sería imposible mantener un rumbo entre ellas; sólo verían unos metros en cualquier dirección una vez que las rocas los rodearan, y el sol no servía de orientación. Sería preciso mantenerse cerca del borde (aunque no demasiado, pensó Barlennan conteniendo un escalofrío). El problema de hallar el cohete se resolvería cuando estuvieran en las inmediaciones; sin duda les ayudarían los Voladores.
El otro problema eran las vituallas. En las mochilas llevaban suficientes para un largo tiempo, quizá para los mil doscientos kilómetros de regreso hasta el lugar donde estaba el Bree, pero necesitaban un medio para reaprovisionarse, pues no les duraría todo el viaje de ida y vuelta ni bastaría para mantenerlos un tiempo cerca del cohete. Al principio, Barlennan no halló solución a este problema, pero pronto encontró una respuesta. Tras reflexionar detenidamente, decidió que era lo mejor. Una vez que hubo elaborado los detalles, llamó a Dondragmer.