Read Mis gloriosos hermanos Online
Authors: Howard Fast
Judas recibió la noticia en silencio, suspendió su tarea por un instante para darles las gracias, y prosiguió luego trabajando, rodeado por los delegados que lo miraban incómodos.
-Me quedaré en Modin, a cultivar la tierra, como hizo mi padre -dijo al cabo de un rato-. Iré cuando me necesiten...
Y aquel mismo día, por extraña coincidencia, fue cuando supimos lo que había ocurrido allá en el norte. Demetrio, hermano de Antioco y pretendiente al trono del rey de reyes, había tendido una emboscada a Lisias, lo había matado y había colgado el cuerpo desollado en la puerta de Antioquía. El partido de Lisias fue destruido y dispersado.
Aquella noche me dijo Judas:
-¿Qué era lo que solía decir el viejo, el adón? ¿Que el precio de la libertad sólo se tasa en sangre?
-Si, algo así.
-Es lo que pasa con los pactos -dijo Judas encogiéndose de hombros-, en los que la libertad se calcula en siclos.
Y como dije antes, Demetrio, el nuevo rey de reyes, envió a Nicanor, su capitán en jefe y alcaide, a que se entrevistara con mi hermano el Macabeo. Antioco era un loco; pervertido, cruel y loco. Su hijo era idiota. Pero Demetrio, hermano de Antioco, se había educado en occidente, y en Roma, donde se crió, aprendió la noción de que para esclavizar a un pueblo no hace falta destruirlo. También sus alcaides eran de nueva especie, correctos y cubiertos de un barniz de honestidad. Pero, en definitiva, en el desarrollo concreto de los hechos, Nicanor no fue distinto de Pendes, Apeles y Apolonio. Y al final Judas lo mató con sus propias manos. Pero ya llegaremos a eso.
De todos modos Nicanor nos comprendió mejor que los otros.
Fue solo, a pie y no en litera, y sin esclavos; lo acompañaba únicamente un escudero. Cuando llegó Nicanor, Judas y yo estábamos trabajando en uno de los terraplenes más altos; con su arado tirado por un asno removíamos la tierra que había permanecido inactiva durante los últimos años. Nicanor y su escudero llegaron guiados por Lebel, el maestro, y seguidos de Rubén, Adán ben Ebenézer, Jonatás y Juan, y otros cinco o seis hombres, que los acompañaban por curiosidad, y también por temor, porque nosotros estábamos desarmados ¿y quién nos aseguraba que los griegos no habían enviado a un hombre a matar al Macabeo, sorprendiéndolo en el campo? También estaban allí los niños de Judea, esos niños maravillosamente despiertos y maravillosamente incólumes que habían pasado por la guerra, el destierro y las privaciones y seguían riendo más que llorando. Todo ese grupo subió, en procesión, al terraplén donde nos hallábamos.
Nicanor hizo una profunda reverencia a Judas, y presentó sus saludos al sumo sacerdote, al Macabeo, al conductor cuya fama había penetrado en los mismos confines de la civilización, Judas, que nunca se había alejado de nuestro pequeño país a más de una docena de millas de distancia de sus fronteras, devolvió el saludo con donaire cortesano. Sucio de tierra, la frente cubierta de sudor, la cabellera anudada en la nuca, descalzo, hundido hasta el tobillo en la tierra recién removida, no dejaba sin embargo de ser el Macabeo; sobrepasando a todos los demás en estatura, lucía su elevada talla y sus anchos hombros con la misma sencillez que caracterizaban sus modales, amables y cautivantes. Yo conservo su imagen en mil lugares y mil ocasiones distintas, pero la que más me gusta evocar es su apariencia de aquella tarde, en aquel terraplén; iluminado por el sol estival, el cutis tostado, moteado de pecas, la barba corta reluciendo como oro rojo, amasaba y desmenuzaba un puñadito de tierra que había recogido del suelo.
Tenía menos de treinta años, muchos menos; estaba en la flor de la juventud. Era tan alto, tan erguido y tan hermoso que Nicanor, el griego, no pudo menos que ofrendarle la misma deferencia que todos le rendían.
Muchos habitantes de Modín comentaron después aquella entrevista. Para ellos, como para mi, el de aquel día era el mejor recuerdo que guardaban de Judas. Y cuando hablaban de él, sus ojos llenos de lágrimas proclamaban el orgullo que sentían de pertenecer al mismo pueblo que aquel hombre sin igual.
Nicanor era un soldado profesional con experiencia mundana, y de mediana estatura. No era un degenerado como Apeles ni una bestia como Apolonio, sino más bien un cortesano ambicioso, astuto y calculador, que deseaba dinero y no se detenía ante nada para conseguirlo. Tanto él como su amo Demetrio sabían muy bien que los millares de mercenarios, cuyos huesos yacían en nuestros valles de Judea, representaban una fortuna que haría honor a las arcas de cualquier rey; y sabían también que no lograrían dominar a Israel mientras estuviese en contra de ellos el Macabeo. Por lo que Nicanor, sacando una deducción no muy acertada, observó que si había otros reyes que seguían tranquilamente en sus tronos subordinados al rey de reyes, ¿por qué no podía ocupar el trono de Israel un hijo de Matatías?
Judas sonrió ligeramente, estudiando la tierra que deshacía con los dedos, y se encogió de hombros.
-¿Por qué he de ser rey? -preguntó.
Y allí, en aquella simple pregunta, estaba todo contenido. Creo que Nicanor hubiera preferido hablarle a solas, pero el griego sabía instintivamente que Judas no lo consentiría, y que debía ser entonces o nunca, pese a la cantidad de personas que se habían reunido.
-Todos los hombres desean la gloria -dijo Nicanor.
-¿No he tenido bastante gloria? -murmuró Judas.
-Y poder..., y riqueza.
El griego, plantado con las piernas separadas, se frotaba el mentón y observaba burlonamente al judío de elevada estatura que tenía delante. Y debía de estar preguntándose, probablemente desconcertado, cuál sería la mejor manera de abordarlo; como si se encontrara en presencia de una forma de ser y de pensar peculiar distinta de todas las que conocía.
-Muchas cosas, Judas -repuso Nicanor con sinceridad-. Sois un pueblo terco, pero la vida es algo más que un arado y una parcela de campo. Hacéis una religión del odio a los griegos y a todo lo que sea griego. ¿Pero quién ha igualado jamás la belleza y la sabiduría que hemos dado al mundo? Poseer eso, saborearlo...
-¿Cómo lo hemos saboreado aquí, en Judea?
-De manos de esos puercos de los sirios. Ese mismo sueño de libertad por el que tú luchas, Judas, nació en Grecia hace tres siglos. No puedes negarlo.
-¿Cuánto duraron esos sueños después de que conocierais el poder, la riqueza y la conquista? –dijo Judas pensativo-. ¿Acaso erais en aquel entonces como nosotros? ¿No teníais esclavos ni mercenarios? En tal caso, saludo la desaparecida gloria de Grecia; hoy no veo gloria, y no quiero ninguno de esos dones. No sabría usarlos.
El griego comenzó a enojarse.
-¡No he venido a que te mofes de mi! -dijo.
-No te entiendo... –dijo Judas.
Y el griego comprendió que decía la verdad, que no lo entendía.
Observé a Nicanor y advertí en sus ojos una visión fugaz de lo que era Judas, una sombra de aflicción, un esfuerzo por asir lo inasible; luego la mirada de Nicanor se apartó de la figura de mi hermano y se paseó por las hermosas y ondeantes colinas de Judea, por los verdes cuadros de los bancales y por la azul extensión del cielo moteado de nubecillas.
-¿Eres casado? -preguntó de pronto.
Judas sacudió la cabeza, sonriendo.
-Debieras casarte -dijo lentamente el griego-. De lo contrario cuando mueras no habrá más hombres como tú.
Judas movió la cabeza. Estaba, creo, desconcertado y perturbado.
-Yo no sabía cómo eras -prosiguió Nicanor-. Quizá sería mejor que fueras rey, y quizá no. Creo que sería inútil discutir contigo.
-En Judea no tenemos reyes -dijo Judas-. Los tuvimos en un tiempo, y nos acarrearon sufrimientos; fue una época penosa por la que todavía seguimos llorando en las sinagogas.
Nicanor guardó silencio durante un rato. Cuando volvió a hablar lo hizo casi con brusquedad.
-Y dicen, en Antioquía y en Damasco, que si el Macabeo estuviese muerto habría paz.
-No comprenden –respondió Judas suavemente-. El Macabeo no es nada. El Macabeo surge del pueblo, y lo que hace es porque el pueblo lo quiere. Cuando ya no hace falta, es igual que cualquier otro hombre.
Judas se restregó la tierra de las manos, y añadió pensativo:
-Nosotros sostenemos, creo que porque fuimos esclavos en Egipto, que la resistencia a los tiranos es la forma principal de la obediencia a Dios. Cuando pases por Modín, yendo de regreso, y si conoces el antiguo hebreo, podrás verlo grabado en el dintel de la sinagoga, y la sinagoga es un edificio muy viejo. Yo fui obediente; eso es todo. Si me matan el pueblo buscará otro Macabeo. Y no habrá ninguna diferencia.
-Yo creo que habrá una gran diferencia -repuso Nicanor-. Y creo que volveremos a encontrarnos.
-Puede ser -asintió Judas.
El griego se fue, y Judas y yo seguimos arando.
En la derruida ciudad de Jerusalén se habían ido instalando, poco a poco, reducidos grupos de personas que ocupaban los restos de las casas, vacías y ennegrecidas por el fuego, y los transformaban lo mejor que podían en hogares. Eran en su mayor parte judíos que habían vivido en las ciudades de los países vecinos, y que habían sido expulsados de sus hogares por los vesánicos decretos de Antioco, el demente rey de reyes. Entre ellos estaba Moisés ben Daniel que, con su hija, único familiar que le quedaba, se alojó en una casa de la ciudad alta. Débora, que seguía siendo hermosa, vivía recluida en el dolor por la muerte de Eleazar, que perduraba y la consumía. Jonatás y yo fuimos una vez a visitarlos, pero luego pasaron semanas sin que los viésemos.
Se acercaban las grandes festividades, entre ellas el día de la expiación, durante las cuales Judas encabezaría las ceremonias del Templo; por esa razón suspendimos hasta entonces nuestras habituales visitas a Jerusalén. Por eso fue mayor nuestra sorpresa cuando apareció un día en Modín Moisés ben Daniel, agitado y polvoriento y rendido por un viaje apresurado. Siempre nos alegrábamos de verlo, porque su experiencia mundana y su amable ingenio tenían una categoría difícil de hallar en una pequeña aldea como la nuestra. Pero aquel día era muy poco mundana su actitud, y mucho menos alegre.
-¡Llama a todos tus hermanos! -me dijo.
-Primero pan y vino -repuse-, y déjame que te lave los pies,
Moisés, mi buen camarada, y que te dé ropa limpia, y luego, mientras comemos, hablaremos de los viejos tiempos.
-¡No hay tiempo! ¡Llámalos enseguida!
Tan demudado y ansioso estaba su rostro, y tanta angustia había en su tono de voz, que obedecí; y pocos instantes después Juan, Jonatás y Judas se habían reunido conmigo en la casa de Matatías, a escuchar las palabras que llenas de congoja y atropelladamente salían de la boca del mercader. Comenzó por rogarnos que le creyéramos...
-Cómo voy a dudar de ti, Moisés –dijo Judas tratando de tranquilizarlo-. Paz, mi buen amigo, que éste es el viejo hogar de Matatías y aquí no hay nada que temer. ¿No se tratará de Débora?
-Débora está bien, gracias a Dios -dijo el mercader.
-Y aquí tienes a todos tus parientes –dijo Judas sonriendo- ¿No somos tus hijos nosotros? Porque nosotros somos lo que era Eleazar, aunque inferiores. Bebe el vino y queda en paz.
-No puedo quedar en paz -dijo él desconsolado-, porque lo que tengo que deciros es amargo y venenoso como las hierbas que crecen junto al Arabá, el mar de las penas. Os lo diré, y que Dios me perdone, a mí y a otros. Un griego llamado Nicanor, que es el alcaide principal de Demetrio, el nuevo rey de reyes...
-Hemos visto a Nicanor -dije yo.
-Pues entonces lo conocéis -prosiguió el mercader-, y sabéis que no es como Apolonio, sino un hombre astuto y sin escrúpulos que no se arredra ante nada para conseguir lo que quiere. Fue a Jerusalén, sin ejército, sin mercenarios, acompañado solamente de su escudero; es un hombre sobrio, de actitudes modestas, como sus ropas y habla con sencillez, directamente, sin rodeos. No, Demetrio no es Antioco; encara las cosas de otro modo. Pero os aseguro, hijos míos, que sus objetivos son los mismos, ¡los mismos! La boca de Nicanor estaba llena de paz, como un panal de miel, pero cuando hacía falta dejaba ver el aguijón. Se presentó ante la asamblea de dignatarios, de la que yo soy miembro. Judas, si, hijo mío, mi Macabeo, yo soy miembro de la asamblea porque en Damasco fui algo así como adón. Pues bien; estábamos yo, Ragesh y otros, y Nicanor nos habló.
»-Es preciso que haya paz -dijo-. Los judíos cultivarán en paz su tierra y practicarán en paz su culto en las sinagogas y en el Templo. Pero deberán reconocer ampliamente la suprema potestad de Demetrio; deberán aumentar el tributo anual a cincuenta talentos de oro y diez de plata; deberán permitir que los helenistas abandonen la ciudadela y se reinstalen en sus grandes residencias de Jerusalén; deberán acceder a que haya cinco mil mercenarios de guarnición en Jerusalén y Bet Zur; y finalmente (y que se me pudra la lengua de la boca), deberían entregar el Macabeo a Demetrio.
Hubo un silencio entonces, mientras Moisés ben Daniel paseaba su mirada de rostro en rostro. Previendo lo que había llevado al mercader con tanta prisa a Modin, la ira y el furor comenzaron a quemarme en las entrañas, lo mismo que a Jonatás; pero Judas no se inmutó. La expresión de su rostro no cambió. Llenando otro vaso de vino, dijo:
-Bebe, padre, y luego nos dirás el resto. Ni una sola de tus palabras será puesta en duda, porque el lazo que nos une es más grande ahora.
-Habló Ragesh, y preguntó a Nicanor:
»-¿Para qué queréis al Macabeo? No hay guerra en Israel, y el Macabeo cultiva en paz su tierra en Modin.
»Nicanor le respondió muy suavemente. Es cierto, le dijo, que el Macabeo cultiva pacíficamente la tierra, pero mientras el estandarte de Judas Macabeo pueda ser enarbolado de nuevo, la paz no será de larga duración.
»-Supongamos -añadió-, que ese mismo Macabeo quisiera ser rey, ¿no habría miles de judíos que seguirían su bandera? ¿La ambición no es una característica natural de los hombres? ¿Decís que Judas no es ambicioso? Sin embargo, en el transcurso de la guerra, ¿no era Judas, y siempre Judas, el que prolongaba la lucha? ¿No era Judas el que se negaba a aceptar la paz y la conciliación? ¿No reclamó Judas el mando para si y para sus hermanos, estimulando que aunque se dividiera el ejército cada una de sus partes debía estar a las órdenes de un hijo de Matatías? ¿Vais a negarlo?
»Enoch de Alejandría observó entonces que Judas era sumo sacerdote. A lo que replicó Nicanor: ¿eso no prueba que es ambicioso?