Read Mis gloriosos hermanos Online
Authors: Howard Fast
En lugar de eso el curtidor acudió al etnarca pidiéndole permiso para marcar al muchacho, de modo que llevara la señal del esclavo toda la vida, aun después de haber concluido su término de servidumbre. A mi me pareció aquella petición justa y moderada, y yo esperaba que Simón lo concediera sin más trámite. Pero el Macabeo parecía incapaz de tomar una decisión tan simple, y se rebajó a iniciar una conversación con el esclavo, preguntándole por qué se fugaba.
-Para ser libre -respondió el muchacho.
Entonces el Macabeo guardó silencio durante mucho rato, como si aquellas obvias palabras contuvieran algún significado profundo y misterioso. Cuando por fin habló, dando su fallo, su voz estaba impregnada de la más tremenda melancolía. Estas son sus palabras, que anote:
-Quedará en libertad dentro de dos años, como dice la ley No lo marques.
El curtidor reclamó, indignado, con ese tono insolente que cualquier judío se siente autorizado a emplear contra cualquier otro, sin reparar en diferencias de nacimiento o de posición social.
-¿Y el dinero que pagué a la caravana?
-Cárgalo en la cuenta de tu propia libertad, curtidor -dijo fríamente el Macabeo.
El curtidor comenzó a protestar, llamando al Macabeo por su nombre, Simón ben Matatías; de pronto Simón se puso en pie de un salto, tendió el brazo señalando acusadoramente al curtidor, y gritó:
-¡Te he juzgado, curtidor! ¿Cuánto hace que tú mismo dormías en una sucia tienda de piel de cabra? ¿Tan flaca es tu memoria? ¿La libertad es algo que se puede poner y quitar, como una chaqueta?
Fue la única vez que vi enojado al etnarca, la única vez que vi brotar de su alma una honda y corrosiva amargura; pero me proporcionó el mejor indicio de cómo era el verdadero Simón ben Matatías.
Aquella noche cenamos juntos, y en la mesa no pude menos que sonreír al recordar la curiosa y primitiva escena que había presenciado por la tarde.
-¿Lo encontraste divertido? -preguntó el Macabeo.
Algo parecía estar abrasándome el alma. Charlé un rato superficialmente, para limar las asperezas y le hice varias preguntas sobre la esclavitud y sobre la curiosa religión de los judíos. Cuando estuvo de mejor humor y nos quedamos solos en la mesa, después de haberse ido los hijos a dormir y la esposa a tomar el aire en el balcón, pretextando un dolor de cabeza, le dije:
-¿Qué quisiste decir, Simón Macabeo, cuando le preguntaste al curtidor si la libertad era algo que se podía poner o quitar como una chaqueta?
El viejo tenía en la mano un racimo de esa maravillosa uva dulce De Judea; dejó el racimo y me miró fijamente durante un rato, como si lo hubiese despertado de un sueño.
-¿Por qué me lo preguntas? -quiso saber.
-Tengo la función de preguntar, averiguar, comprender, Simón ben Matatías; si no lo hiciera, no cumpliría con Roma ni conmigo mismo.
-Y para ti ¿qué es la libertad, romano? -inquirió el Macabeo.
-¿Por qué será que no se puede hacer una pregunta a un judío sin que responda a su vez con otra pregunta?
-Tal vez porque las dudas de los judíos son iguales a las que tienen los demás, romano -contestó el etnarca, sonriendo con tristeza.
-Los judíos no tienen dudas. Tú mismo me dijiste que erais el pueblo elegido.
-¿Elegido? Si, pero ¿para qué? En los rollos sagrados, que tú seguramente desprecias, romano, dice: «Y te daré como luz a los gentiles...».
-¡Qué egotismo sorprendente e increíble! -no pude menos que exclamar.
-Tal vez. En cuanto a lo que me preguntabas sobre la libertad, romano, para nosotros es distinto que para otros, porque en un tiempo fuimos esclavos en Egipto.
-Ya me lo has dicho otra vez -le recordé-, como si fuera una frase mágica. ¿Es una frase mágica, o un encantamiento?
-Nosotros no practicamos la magia ni los encantamientos -repuso el viejo desdeñosamente-. Lo que he dicho es sólo eso. En un tiempo fuimos esclavos en Egipto; hace mucho tiempo, en el concepto de los
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; pero para nosotros el pasado sigue viviendo, nosotros no lo destruimos. Fuimos esclavos y trabajábamos mañana, tarde y noche, bajo el látigo del capataz; nos ordenaban hacer ladrillos sin darnos la paja; nos quitaban a nuestros hijos; nos separaban de nuestras esposas. Todo el pueblo lloraba y clamaba angustiosamente a Dios. De ese modo nos quedó grabado en el alma con letras de fuego el concepto de que la libertad es un gran don, profundamente arraigado en la vida misma. Todo tiene su precio, pero la libertad sólo se puede tasar en sangre de valientes.
-Muy emocionante -respondí, creo que con bastante sequedad-, pero con eso no contestas a mi pregunta. ¿La libertad es vuestro dios?
Simón sacudió la cabeza con un gesto de resignación, y en ese momento era un verdadero judío, un judío cabal, igual que el seco y despreciable camellero; porque aquel rudo jefe montañés me compadecía, concediéndome al mismo tiempo toda su paciencia.
-Todas las cosas son nuestro Dios -dijo meditabundo-, porque Dios es todo, y es uno e indivisible, y no sé de qué otro modo te lo podría explicar mejor, romano.
-¿Y los otros dioses? -repuse sonriendo.
-¿Hay otros dioses, romano?
-¿Tú qué opinas, judío? -pregunté, con tono despectivo, porque ya estaba harto de su insolencia revestida de humildad.
-Yo sólo conozco al Dios de Israel, al Dios de mis antepasados -dijo el Macabeo imperturbable.
-¿Con quien tú hablaste?
-Nunca hablé con él -respondió el viejo pacientemente.
-¿A quien has visto, entonces?
-No.
-¿Lo conoces, entonces, por el testimonio de otros?
-Únicamente por el de las colinas y los campos de mi tierra natal.
-¿Por los que él anda?
-En los que reside, entre otros lugares -dijo sonriendo el viejo.
-¿Pero tú sabes que no hay otros dioses?
-Eso lo sé -afirmó el Macabeo.
-Me parece -dije- que con un poco de decoroso respeto a los dioses de los demás, o al menos a los sentimientos de los demás, se podría evitar esa eliminación lisa y llana.
-La verdad es la verdad -replico con auténtica extrañeza.
-¿Y tú conoces tan bien la verdad, judío? ¿Puedes resolver todos los problemas, todas las dudas, todas las vacilaciones, todas las perplejidades? ¿Dios os dio la verdad cuando os eligió, cuando seleccionó a ese puñado de campesinos montañeses entre todos los seres que pueblan el mundo, tan grande, infinito y civilizado?
Yo creí que montaría en cólera, pero no vi el menor signo de enojo en sus extrañados ojos azules. Me miró durante largo rato, escrutándome, como si quisiera encontrar en mí rostro algo que aquietara su perplejidad. Luego se levantó y dijo:
-Perdóname, estoy fatigado.
Y salió, dejándome solo.
Me quedé un instante sentado, luego me levanté y salí al balcón, que es lo mejor que tiene la casa; amplia y espaciosa galería equipada con canapés, domina una profunda y estrecha garganta y tiene a sus pies la ciudad y las onduladas colinas de Judea; su magnífica ubicación compensa lo que le falta de perfección arquitectónica.
Allí, en la terraza, estaba la esposa del etnarca. Cuando advertí su presencia quise retirarme; pero ella me llamó.
-No te vayas, romano, a menos que la conversación con el etnarca te haya fatigado demasiado para seguir hablando.
-Estaba admirando este sitio. Pero no debo estar aquí contigo, solo.
-¿Por qué? ¿En Roma sería inconveniente?
-Muy inconveniente.
-Pero aquí, en Judea, hacemos las cosas de distinto modo. Me llamo Ester, y soy una vieja, Léntulo Silanio; siéntate aquí, que nadie pensará mal. Y háblame de Roma, si es que no te aburre conversar con una vieja. ¿O prefieres que yo te hable de Judea?
-O de...
-¿O de Simón el Macabeo?
Asentí.
-Simón Macabeo... Pero pudiera ser que yo lo conociera menos que tú, romano, porque, como probablemente habrás advertido, es un hombre extraño y voluntarioso, y salvo su hermano Judas, no sé si habrá existido otro hombre como él en todo el mundo. Lo llaman Simón el de la mano de hierro, pero interiormente tiene bastante poco hierro.
Permanecí callado, aguardando. Yo ya conocía bastante bien a los judíos, y dudaba de que pudiera hacer un comentario adecuado. Lo que a otros les agrada, a ellos les ofende, y lo que a otros les ofende a ellos les agrada. Mientras estuviera en Judea, era Roma; y Roma siempre demuestra interés y curiosidad, y siempre indaga. Aquella mujer necesitaba hablar y quería hacerlo, sentía una curiosa satisfacción por hablarle a un romano; me recosté, pues, en el canapé y la escuché en silencio.
-Simón es mi esposo, Léntulo Silanio, y no hay actualmente en todo Israel ningún otro hombre como él. ¿Te parece raro? ¿O es que este país es tan pequeño, tan insignificante que mis palabras no hacen más que divertirte? Si, sé que muchas te divierten; y quizá no; tal vez esa sonrisa tuya, cínica y altanera, forme parte de tu uniforme de legado. La he estado observando. Y tal vez te esté juzgando mal; tal vez realmente te divierten estos judíos, toscos y estrafalarios. ¿A qué has venido? ¿Para qué te enviaron? No te molestes en contestarle a esta vieja charlatana; de todos modos, yo estaba hablando de Simón Macabeo. Simón tuvo cuatro hermanos, como tú sabes; eran, pues, cinco los que llamamos Macabeos; pero los cuatro hermanos han muerto, y algo ha muerto en el alma de Simón. Sus hermanos eran los únicos seres que pudo amar, los únicos que supo amar. Uno de ellos se llamaba Judas, y después de la muerte de judas, fue cuando Simón se casó conmigo. No porque me amara. Yo me crié en Modín junto con él, y él me veía todos los días, desde que yo era una niña; pero no podía amarme, ni a mi ni a ninguna mujer, ni siquiera a una mujer llamada Ruth, la más bella que haya conocido jamás Modín. Pero te estoy aburriendo con estos chismes, porque tú quieres conocerlo a él y no a mi.
-A ti, sin duda -aventuré yo-, porque tú eres parte de él.
-Hermosas palabras, por cierto -dijo la mujer, sonriendo por primera vez-, pero poco verídicas, Léntulo Silanio. Nadie es parte del Macabeo; ninguna mujer que haya existido jamás. El es un hombre apesadumbrado y triste, y así fue siempre; apesadumbrado por la vida que perdió, la vida que es propia de todos los hombres pero que nunca han conocido los Macabeos. Imagínate, romano, lo que es vivir sin alma, sin poder encontrarse uno mismo, dedicándose únicamente a algo externo al propio ser. Piensa en esos cinco hermanos... Y pregunta por ellos en todas partes, en Jerusalén, en toda Judea; no hallarás en la boca de nadie ni una sola palabra que los censure, ni una sola tacha que los mancille; sólo te dirán que fueron sin par y sin reproche...
Se detuvo de golpe, fijando la vista en el hermoso valle iluminado por la luna que se extendía ante nosotros. Luego dijo:
-¡Pero qué precio pagaron! ¡Qué caro les costó!
-No obstante, la victoria fue de ellos.
La mujer me miró con sus ojos negros, profundos y cavilantes, en los que había un vestigio de ira, pero sumergido en una extraña mezcla de aflicción, pesar y desaliento. Luego desapareció todo, quedando solamente el pesar.
-La victoria fue de ellos-asintió-. Sin duda, romano; la victoria fue de ellos. Durante treinta años, mi esposo no conoció más que la guerra y la muerte. ¿Por qué luchas tú, romano? ¿Por tierras? ¿Por botín? ¿Por mujeres? Pero tú quieres que te ayude a comprender a un hombre que luchó, sin gloria, por la santa alianza sellada entre Dios y la humanidad, alianza que dice solamente que todos los seres humanos deben vivir libres, erguidos y puros.
Yo la miraba, consciente de que era inútil hablar, y trataba de explicarme la asombrosa conducta de este pueblo que, rechazando todo lo que es valioso y sustancial, levanta un altar a la nada.
-¿Qué gloria hubo para Simón ben Matatías? Para sus hermanos, si. Para todos, hasta el último de sus hermanos. Di una palabra contra Judas, Léntulo Silanio, y a pesar de todas las sagradas leyes de la hospitalidad, Simón te matará con sus propias manos.
O contra Jonatás, o contra Juan, o contra Eleazar. Porque en su amor a Judas había algo más que le destrozó el corazón; yo no lo entiendo, pero lo torturaba siempre, continuamente; y sólo a ellos pudo amar, él, que no tiene igual en todo el mundo...
Yo continué recostado y sin moverme, mirando las lágrimas que le corrían por las mejillas; y casi me sentí aliviado cuando se levantó, se disculpó apresuradamente y se fue.
Después, y durante tres semanas, no volví a ver al etnarca y vi muy pocas veces a su esposa. Yo empleé ese tiempo en tomar notas y estudiar el país y sus habitantes. Hice tres viajes con mi guía, el áspero Aarón ben Leví; uno al mar Muerto; profundo y cáustico pozo de aguas inmóviles, que debió de haber sido creado por demonios para demonios; otro a las bellas montañas de Efraín, y un tercero al sur. En dos de ellos me acompañó Judas, el hijo del Macabeo, un muchacho atento y amable.
Asistí también a una sesión de la gran asamblea de dignatarios, pero no creo que sea útil incluir en este informe las tediosas y meticulosas discusiones religioso-legales que escuché. En el transcurso de mis viajes me detuve en numerosas aldeas y conocí la vida cotidiana de los judíos; lo que hace más difícil para mi explicar al noble Senado por qué, sin poder especificar un solo hecho concreto de antagonismo, llegué a odiarlos tanto, y a percibir, aunque no a comprender, cómo y por qué son odiados por los demás pueblos.
Transcurrido ese lapso apareció de pronto Simón, un día a la hora de la cena, sin dar ninguna explicación por esas tres semanas en las que había evitado mi presencia. Me dio la impresión de haber envejecido, como si hubiese pasado por alguna prueba penosa.
Pero no dijo nada al respecto hasta después de la cena. Recitó las oraciones con que los judíos terminan todas las comidas, hundió las manos ceremoniosamente en un cuenco de agua, y me invitó a pasar al balcón a conversar con él, lo que yo estaba deseoso e impaciente de hacer, porque consideraba que había llegado el momento de entrar en discusiones políticas relativas al futuro de nuestros dos países. Debo admitir asimismo que la personalidad de aquel hombre ejercía en mi ánimo cierto extraño encantamiento. La obligación que yo me había impuesto de despreciarlo se esfumaba cuando estaba en su presencia; pero siempre volvía después.
Cuando estuvimos en el balcón repantigados en los blandos canapés, bajo el claro y estrellado cielo de Judea, formuló una curiosa observación: